Resurrección

‘El rey loco’, un cuento sobre la lucha del hombre viejo con el hombre nuevo. Capítulo 7.

09 DE ABRIL DE 2023 · 08:00

 Peter Herrmann, Unsplash,habitación luz
Peter Herrmann, Unsplash

“El rey loco” Capítulo 7

Cuando desperté, diez días después, lejos de estar en el Paraíso o en el Hades, me hallaba en mi dormitorio, y velado a uno y otro lado de la cama por el doctor Arturo y por Andrea, mi esposa.

Un sol radiante se colaba por la ventana y Andrea, al notar que me costaba mantener los ojos abiertos con tanta luz, entornó las cortinas.

—Bienvenido a la vida, Rey Segismundo! ¿Qué tal por la región de los muertos? —me saludó el doctor con alegría manifiesta.

Yo fruncí el ceño, francamente desconcertado, como si me costase entender lo que había sucedido. Pero una punzada de dolor en el abdomen me hizo recordar. Yo debería estar muerto a esas alturas, por la espada de mi hermano.

Andrea limpió el sudor de mi frente y añadió:

—Estás en casa de nuevo, Segismundo. ¡Es un milagro!

—¿Segismundo? —repetí perplejo.

Mis dos buenos samaritanos se miraron con preocupación y fue el doctor el que tomó la iniciativa de comenzar a explicar.

—Segismundo es su nombre, mi rey. Hace diez días estuvo a punto de quitarse la vida en su delirio con lo de su hermano gemelo... Andrea le salvó la vida al tirar de su capa hacia el interior de la muralla. Luchaba contra sus demonios a grandes gritos, de pie sobre la balaustrada de piedra de la muralla. Y se clavó un cuchillo.

—¿Mis demonios? ¿En la balaustrada? ¿Un cuchillo? Yo... No...

—Tranquilo, mi amor —atajó Andrea besando mi mano—. Poco a poco debes ir comprendiendo.

—Los demonios a los que me refiero son las dos identidades que nacieron y crecieron en su interior desde que era un niño, Majestad. Lo tuvimos en poco y se nos fue de las manos... —lamentó el médico— Lo que comenzó como un juego y achacábamos a la soledad de ser príncipe e hijo único, y más tarde a una reacción de su psique por estar entre la sobreprotección de la reina y la severidad del rey, resultó ser una terrible enfermedad de su mente.

—Marcus... Mi hermano... ¿Ha muerto? —fue lo único que recordaba claramente.

—Espero que sí... Para siempre —repuso don Arturo.

—Tu nombre real es Segismundo, cariño —añadió Andrea—. No había nadie más en la muralla. Solo tú y yo. Ni Wilfredo ni Marcus han existido nunca, salvo en la imaginación de tu mente enferma.

—Pero la nota —atajé, incorporándome torpemente sobre el cabezal de la cama—. ¡Era tu letra! ¡Tú la escribiste!

—Y yo se la entregué, Majestad. Aquí la tengo, de hecho —dijo el anciano médico a la par que hurgaba en su bolsa de galeno—. Aquí está... Ayer la recogí de su mesita, en la habitación de la torre.

—¡La habitación de la torre! —exclamé con voz pastosa—. ¡Esa cárcel es real!

—No es una cárcel, Segis —Los ojos de mi esposa, vidriosos, al borde de las lágrimas, me rogaban sin palabras que hiciese el esfuerzo por aclarar mi mente—. Es tu habitación de retiro. Cada vez que...

Don Arturo prosiguió para hacer más técnica la explicación y ahorrar a mi esposa eufemismos innecesarios:

—Cada vez que usted tenía un brote de locura, sus gritos, su temperamento y los impredecibles actos que llevaba a cabo, ahora como Wilfredo, más tarde como Marcus, nos obligaban a tenerlo alejado de la vida de palacio durante largas o cortas temporadas, dependiendo de la gravedad del episodio.

Era demasiada información para que mis maltrechos nervios la asimilaran repentinamente. Tomé la nota de Andrea de la temblorosa mano de don Arturo y la leía en voz alta:

—“Querido Segismundo, cuánto deseo que por fin te recuperes y salgas de tu cárcel. Tu sufrimiento es insoportable para mí y para todos los que te conocemos de verdad. Vuelve a comer. Por favor, amor mío. El doctor me ha dicho que quieres verme. No es recomendable que yo suba a la torre. No, después del último incidente. Pero pediré a mis guardias...”. ¿Qué incidente? —interrumpí la lectura y miré a Andrea implorando sinceridad.

—Bueno... Es... Es difícil de contar... —titubeó mi esposa.

De nuevo el doctor acudió en su ayuda.

—Antes de su huelga de hambre, su Majestad tuvo una temporada malísima. Destrozó todo el mobiliario de la habitación. Dejó de hablar. Vivía desnudo. Comía como un animal y defecaba en el suelo. Cuando la reina fue a verlo, mi señor el Rey —Al viejo médico le costaba terminar el relato.

—Estabas muy violento. Nos asustaste a todos y preferimos esperar una mejor oportunidad —concluyó Andrea con suma tristeza.

—Y... ¿Qué me hizo salir de ese estado? —pregunté incrédulo.

—Fue la noticia de la muerte de la Reina Madre, Majestad —dijo el anciano—. Usted... Usted se serenó y se dejó asear para ir a despedirla en su lecho de muerte. Mientras, pudimos renovar el mobiliario y adecentar la habitación de la torre... A los pocos días, después de enterrar a doña Federica, salió con una nueva locura: que doña Andrea le era infiel con su hermano y que no podía verla. Fue entonces cuando comenzó ese ayuno prolongado.

—Pero cuando nos preocupamos de verdad fue al dejar de beber... Estabas acabando con tu vida, Segismundo —dijo Andrea—. Quizás era una forma de reaccionar ante la muerte de tu madre, pero al modo de tu imaginación trastornada, donde construiste otro escenario.

Ya no estaba seguro de nada. Volví a acostarme y cerré los ojos.

—¿Quiere, vuesa merced que lo dejemos descansar y seguimos hablando en otra oportunidad?

—¡No! —les respondí inmediatamente, todavía con los ojos cerrados. Comenzaba a ver un atisbo de luz en medio de la noche de mi alma—. Debo entender lo que decís, pues estoy seguro de que hacerme daño no es vuestra intención y, por eso mismo, sería absurdo que me mintierais.

—No te mentimos, querido. Nunca lo hemos hecho —confirmó Andrea.

—¿Padre está muerto? —pregunté.

—Hace años que lo está, Majestad —contestó el doctor, dejando entrever preocupación en su tono, quizás temiendo mi respuesta.

—¿Lo maté yo con una flecha?

—Murió de anciano, hace seis años —dijo mi esposa.

—¿He llevado el país a la guerra y a la miseria?

—Doña Andrea es una gran reina. Ha gobernado en su lugar, y lo ha hecho magistralmente —aclaró Arturo con emoción—. Su reino goza de buena salud y de paz en todas las fronteras. Solo aguarda a que el su monarca pueda tener también paz y salud para que su dicha sea completa.

Abrí los ojos y miré a Andrea. Lloraba silenciosamente. Pero no de tristeza; lo hacía con esperanza, viendo al fin que la lucidez iba ocupando su debido lugar en mi mente. Seguí leyendo la nota de Andrea que aún sujetaba en mi mano izquierda.

—“Pero pediré a mis guardias de mayor confianza que te acompañen al mirador del Barranco de los Derrotados. Esa parte de la muralla por la que ni un alma transita. Y para que nadie se inquiete, será mejor en la noche. Te espero allí en la próxima luna nueva. Faltan nueve días. Debes comer, querido esposo. Y beber con normalidad. Y dormir bien. Si estás preparado para que nos encontremos deja encendidas las lámparas de tu habitación toda la noche y sabré que allí nos veremos. Rezo diariamente para que por fin nuestro amor sea libre de este tormento. Siempre tuya, Andrea”. ¿El tormento es mi enfermedad? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Así es, querido —dijo Andrea acariciando mi frente.

—Pensamos que la esperanza de aquel encuentro era lo único que podría mantenerlo con vida. Que despertara el deseo de volver a comer y beber —argumentó don Arturo—. Lo que no imaginábamos es que, vuesa merced, sustraería un cuchillo en alguna de las comidas de los días posteriores a la nota y que acabaría clavándoselo en su propio abdomen encaramado a lo alto de la balaustrada.

—¡Dios mío! Yo no era consciente de que me hallaba en ese lugar tan peligroso ni de que tenía un cuchillo en la mano —Comencé a comprender el riesgo real en el que me había puesto a mí mismo.

—Mis aprendices tampoco descubrieron el arma bajo su capa.

—¿Sus aprendices? —pregunté al doctor.

—Yo ya soy viejo y no sé cuántos años más podré atenderles, querido Rey. Es hora de dar lugar a otra generación. Pero pensé que sería más sencillo introducirlos en su particular mundo como soldados-amigos que como lo que realmente son...

—Yo me vi luchando contra mi gemelo, empujándolo al vacío —murmuré, asombrado de lo poderosas que llegaban a ser mis alucinaciones.

—En el mirador únicamente estabas tú, cariño. Y justo a tiempo llegué yo. El doctor y sus discípulos aguardaban escondidos en una esquina, y tres soldados listos para actuar, si fuese necesario, en la otra esquina de la muralla —me explicó Andrea—. En todo caso, tu hermano imaginario no puede volver a molestarte, ya que, además de que nunca ha existido, le has dado muerte en tu mente.

—¡Marcus! ¡Wilfredo! ¡Era yo en todo momento! Entonces... Entonces mi nombre real es...

—Segismundo, Majestad. Su esposa y sus difuntos padres lo llamaban Segis, cariñosamente —corroboró don Arturo.

—Me llamo Segismundo y llevo enfermo... ¿Cuántos años tengo? —pregunté dudando hasta de mi edad real.

—Treinta y cinco —respondió Andrea con una sonrisa radiante, al ver recuperado al fin al hombre con el que se casó.

—¡Treinta y cinco! ¿Siempre he estado...? ¿Siempre he vivido como...? —No sabía cómo formular correctamente la pregunta —¿Nunca he sido consciente de que soy Segismundo?

—¡En absoluto, mi Rey! —explicó el doctor—. Al principio alternaba periodos cuerdos y rachas enfermo. Fue desde la muerte de su padre cuando cayó en el abismo de su locura y no encontrábamos la forma de traerlo de vuelta.

 

El cuento de “El rey loco”: capítulos

Capítulo 1. Los dos reyes

Capítulo 2. El monstruo de la torre

Capítulo 3. La guerra con Oriente

Capítulo 4. Siembra vientos y recogerás tempestades

Capítulo 5. Huelga de hambre

Capítulo 6. Muerte en luna nueva

Capítulo 7. Resurrección

Capítulo 8. El manuscrito para el príncipe André

Epílogo

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