Huelga de hambre

‘El rey loco’, un cuento sobre la lucha del hombre viejo con el hombre nuevo. Capítulo 5.

26 DE MARZO DE 2023 · 08:00

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martex5, Pixabay

“El rey loco” Capítulo 5

Fue inútil gritar, jurar, explicar a los guardias que yo era Wilfredo y el que estaba fuera libre, reinando y durmiendo con mi esposa era Marcus, el Rey Loco. No me creían. Eran las mismas mentiras con las que mi gemelo había intentado confundir a caballeros y sirvientes.

Todos sabían que Marcus era capaz de hacerse pasar por mí a la perfección. Él ahora vivía mi vida y yo la suya. Cosechaba mi destino y yo su cárcel. Como cuando éramos dos muchachos y me acababan castigando en lugar de él. Madre ya no estaba para dar fe de mi verdadera identidad y así librarme de las trampas de Marcus. La otra persona que nos conocía en la intimidad y podría diferenciarnos no quería hacerlo. Pensar en Andrea yaciendo con mi hermano me corroía, como si cada día bebiese ácido y no agua.

Mis protestas, mis lágrimas, mi negativa a comer y la depresión en la que comencé a caer me hacían más parecido a mi gemelo y menos fiable en mis argumentos.

—¡Ved cómo gobierna! ¡Observad sus decisiones! ¡Notad su crueldad! ¡Su conducta os dirá quién es verdaderamente! —advertía una y otra vez.

Grité hasta quedar afónico, pero ni guardias ni sirvientes me hacían el menor caso. Tenían prohibido hablarme. Nadie debía caer en el hipnotismo del Rey Loco. Así estaban advertidos.

Los meses pasaban y la insistencia en denunciar que su comportamiento delataría a mi hermano no surtía ningún efecto. Yo me preguntaba el porqué. Especulé con que Marcus no era tan tonto como para abandonar su papel de rey bondadoso, pues comprendía perfectamente que aquel sería su fin. La mayoría del pueblo, el grueso del ejército y todos los caballeros lo odiaban y le culpaban a él, al Rey Loco, de la decadencia del reino y de sus caídos en combate.

Marcus interpretó el papel de Wilfredo día tras día, semana a semana, con disciplina marcial, preguntándose siempre qué contestaría Wilfredo o cómo lo haría Wilfredo. Y, si tenía alguna duda, Andrea lo ayudaba a decidir y a gobernar.

Solo Andrea sabía quién era quién. Marcus había matado a los soldados que conspiraron con él, aunque a mi esposa le hubiese dicho que los destinaba a otra posición mejor, lejos de ellos, porque si habían mentido y traicionado una vez lo podrían volver a hacer, quizás para convertir en rey a alguno de los caballeros que (según mi hermano hizo creer a Andrea) gobernaban desde detrás del telón.

La intención real de Marcus era acabar también con Andrea. Ella demostró ser demasiado débil. La culpabilidad no la dejaba de atormentar. Mantener toda aquella mentira sin fisuras sería un esfuerzo titánico, y cada vez más complicado. Andrea exigía a mi hermano que, una vez enderezada la dirección del país y probada su inocencia, encarcelaran a los verdaderos culpables de aquella tragedia y me dejaran a mí en libertad para volver al trono. Ahora bien, no antes de haberse marchado juntos a un lugar lejano. Andrea no sería capaz de mirarme a la cara nunca más.

Marcus no pensaba hacer nada de eso. Era la falsa esperanza con la que mantener a Andrea medianamente cuerda hasta completar su plan. Pero según pasaban los meses, la tristeza en el interior de mi esposa crecía cual grieta en un cristal. Marcus preveía que, antes o después, Andrea se rompería, cayendo en una profunda depresión o dudando de todo lo que habían hecho, o peor aún, queriendo confesar a alguien la pesada carga que atormentaba su conciencia: a algún sacerdote; a Arturo, el doctor de la corte; o a una de sus sirvientas; quién podría saberlo, hasta con su esposo legítimo, al que traicionó y dejó encerrado.

Andrea debía morir, pues constituía (en el perverso razonamiento de Marcus) el único punto débil de su plan. Si no la eliminó antes fue porque deseaba que le diese un hijo. Un varón, a ser posible. El hijo sería su estocada final, el último paso para completar su venganza. Marcus soñaba con mi rostro atormentado, el día en que me presentase al fruto de su traición, llevando en brazos al bebé para verme enloquecer en la misma celda en la que él se convirtió en un monstruo.

Finalmente, muerta Andrea en un malhadado accidente, y envenenado yo, para simular un ataque al corazón, Marcus sería Wilfredo el resto de su vida y nadie cuestionaría jamás su derecho a reinar y a volverse a casar. Podría conducirse por fin como él mismo, sin fingir más. Y con los años dejaría un heredero en el trono que gobernase con mano dura y fuerza implacable. El futuro rey, a quien llamaría Marcus II, podría mantener sometidas todas las naciones que Marcus el Grande, el rey conquistador, iría anexionando a su reino poco a poco, guerra tras guerra, hasta ser reconocido en la historia como el emperador más excelso de todos los reyes.

La locura de Marcus era gigante, pero aún mayor su ambición de gloria y su sed de poder.

Cuando dejé de comer y beber definitivamente me tuvieron que poner bajo el cuidado del doctor Arturo, el anciano médico de la corte, un gran amigo de mis padres.

—¿Majestad, por qué se hace esto? No es propio de valientes acostarse y dejarse morir —dijo el galeno mientras auscultaba mi cuerpo.

—Es lo único que puedo decidir libremente, don Arturo. Para todo lo otro soy un esclavo de mi hermano —contesté con voz débil, aunque acerada.

—No debéis perder la fe, mi rey. Vos sois nuestra última esperanza —susurró Arturo—. Si vuestra luz se apaga, nos dejaréis a merced de las tinieblas.

¡Él sabía quién era yo! No era posible que el sabio doctor dirigiera aquellas palabras a mi hermano, pues lo conocía muy bien.

—¿Cómo me has reconocido? —inquirí, también hablando en murmullos.

—¿Y cómo no iba a hacerlo, Majestad? Fui yo, junto a la partera, quien os recibió en este mundo.

—¡Ayudadme a demostrar quién soy, Arturo! ¡Si es verdad que salvándome a mí, salváis el reino, haced valer vuestra palabra al descubrir la traición! —imploré, aferrando la túnica del médico con ambas manos.

—¡Baja la voz! —rogó Arturo con expresión de pánico—. No es tan sencillo, mi rey...

—¿Podrías entonces llevar un mensaje a mi esposa? —lo interrumpí lleno de inquietud.

Aunque apenas tenía fuerzas para levantarme de la cama, me incorporé y susurré unas palabras al oído del doctor.

—Dígale a Andrea que la perdono... Que no supe cuidarla. Que moriré pronto debido a este ayuno autoimpuesto, pero que antes de dejar la tierra quiero verla una última vez... ¿Harás eso por mí, viejo amigo?

El pobre médico dudó un instante y me ayudó a recostarme de nuevo. Con expresión de angustia respondió:

—Veo a la reina una vez por semana —Distinguí en su mirada la tristeza que le producía la traición de Andrea—. Estamos ella y yo solos, pero no es la privacidad lo que me preocupa, sino que diciéndoselo a mi señora reina, se lo estaré diciendo, por ende, al hombre con el que ha decidido estar —Arturo cerró los ojos, suspiró y sentenció, a la vez que recogía sus utensilios—. En fin, ya estoy viejo. Hagamos algo noble en el ocaso de la vida, aunque sea asumir un riesgo.

Me miró a los ojos y apretando mis hombros como lo haría un abuelo, añadió:

—¡Manténgase vivo, Majestad! ¡Beba agua para no morir deshidratado! De manera que si Andrea viene hasta aquí no encuentre un cadáver. Bueno, ya... Ya parece, vuesa merced, un finado. Pero que, al menos, pueda conversar con un vivo.

Le agradecí su valentía, apretando sus manos entre las mías y me aferré a ese rayo de esperanza para seguir luchando por la vida.

La pregunta que me hice fue cómo llegaría hasta mí Andrea sin que lo acabase sabiendo Marcus. Resultaba imposible burlar la vigilancia de la torre, los guardias informarían al rey de que la reina había subido a hablar con el prisionero. Pero Andrea era mucho más inteligente de lo que sospechaba.

Una semana más tarde volvió a visitarme don Arturo. Yo seguía sumamente débil, a pesar de que bebía agua para mantenerme un poco más de tiempo en este trágico escenario que llamamos mundo. El doctor se limitó a reconocerme, bajo la mirada atenta de los guardias, y al final de la visita me guiñó un ojo y dejó una nota dentro del camisón que me traía limpio. Cuando quedé a solas pude leerla. Era la letra de Andrea. Esto es lo que decía:

Querido Segismundo,

¡Cuánto deseo que por fin te recuperes y salgas de tu cárcel! Tu sufrimiento es insoportable para mí y para todos los que te conocemos de verdad. Vuelve a comer, por favor, amor mío. El doctor me ha dicho que quieres verme. No es recomendable que yo suba a la torre. No, después del último incidente. Pero pediré a mis guardias de mayor confianza que te acompañen al mirador del Barranco de los Derrotados, esa parte de la muralla por la que ni un alma transita.

Para que nadie se inquiete, será mejor en la noche. Te espero allí, en la próxima luna nueva. Faltan nueve días. Debes comer y beber con normalidad, querido esposo. Y dormir bien.

Si estás preparado para que nos encontremos deja encendidas las lámparas de tu habitación toda la noche, y sabré que allí nos veremos.

Rezo diariamente para que por fin nuestro amor sea libre de este tormento.

Siempre tuya, Andrea.

¡Esas no podían ser las palabras de Andrea! ¡Era una trampa! ¡El doctor se había conchabado con Marcus para tenderme una trampa! ¿Pero qué sentido tenía aquello? Mi hermano jamás escribiría una carta tan absurda. ¿Llamarme Segismundo? ¿El trato cariñoso de Andrea, como si no me estuviese siendo infiel? ¿Poner unos guardias para acompañarme a la muralla? A no ser que Andrea hubiera escrito una nota que, de ser interceptada, pudiese parecer dirigida a otro hombre, a ese tal Segismundo. ¿Pero qué ganaría ella o yo con aquel ardid? Por otra parte, hacía alusión directa a mi ayuno de comida y bebida...

No entendía nada, y a la vez, sin poder explicar bien el porqué, deseaba verla, acudir al mirador del barranco y preguntarle personalmente por la verdadera razón detrás de sus enigmáticas palabras. Si al acudir a la cita el que me esperaba allí era Marcus, con pensamientos funestos, de despeñarme, estaba dispuesto a asumir el riesgo. El costo era alto, ¿quién podría adivinar con qué nueva ocurrencia me sorprendería con tal de hacerme daño?  No obstante, peor sería morir de viejo o de sed en aquella maldita celda.

—¡Guardias! ¡Guardias! —grité con la voz quebrada, haciendo acopio de las pocas fuerzas que me quedaban ese día.

La puerta de la cárcel que daba a la estancia de la chimenea se abrió. Mi catre se hallaba en el otro semicírculo, tras los barrotes.

—¡Guardia! ¡Quiero que esta noche las lámparas ardan continuamente, hasta el amanecer!

—¿Qué nueva treta fabricas, Rey Loco? —me respondió el soldado, con escepticismo.

—Le temo a la oscuridad —improvisé—. Tan simple como eso.

Y la luz no se apagó, ni esa noche ni las ocho restantes, hasta que llegó el día de luna nueva.

 

El cuento de “El rey loco”: capítulos

Capítulo 1. Los dos reyes

Capítulo 2. El monstruo de la torre

Capítulo 3. La guerra con Oriente

Capítulo 4. Siembra vientos y recogerás tempestades

Capítulo 5. Huelga de hambre

Capítulo 6. Muerte en luna nueva

Capítulo 7. Resurrección

Capítulo 8. El manuscrito para el príncipe André

Epílogo

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