‘El monstruo de la torre’

‘El rey loco’, un cuento sobre la lucha del hombre viejo con el hombre nuevo. Capítulo 2.

05 DE MARZO DE 2023 · 08:00

Claudio Carrozzo, Unsplash,torre
Claudio Carrozzo, Unsplash

“El rey loco” Capítulo 2

Un año llevaba Marcus en su particular cárcel de oro, cuando decidí ir a verlo. No me había atrevido a hacerlo antes, ya que sus quejidos y protestas iban dirigidos a mí más que a padre o madre. Me culpaba de su desgracia. Gritaba que él debía ser el heredero y yo estar encerrado allí, y que se vengaría de mí y de todos nosotros.

Lo que me movió a subir la empinada escalera hasta sus aposentos fue mi inminente boda. Iba a casarme con el ser más dulce, bello y delicado que ha pisado este planeta: Andrea. La historia de Marcus conmovía a mi prometida y se resistía a pensar en nuestra unión matrimonial, mientras mi gemelo se hundía en la soledad de la torre.

—Dale una oportunidad, Wilfredo. Todos maduramos... Quizás el tiempo le ha hecho recapacitar y tu mano tendida sea lo que necesita para volver a ser parte de la familia. Sabes que soy hija única, por tanto, Marcus, el único tío de los hijos que tengamos.

Yo conocía bien a mi hermano y sospechaba que Andrea se equivocaba. Pero por su insistencia y para aliviar el pesar de su corazón, tomé dos guardias y me dispuse a charlar con Marcus. Aunque me habían advertido de lo que iba a encontrar en la torre, no estaba preparado para esa experiencia.

A medida que subíamos la angosta escalera en caracol, un olor nauseabundo se hacía más presente. Era una mezcla a humedad, sudor, comida en descomposición y excremento humano. Aquel hedor nos abofeteó con tanta fuerza, al abrir la puerta, que los tres nos llevamos la mano a la boca conteniendo las arcadas.

Una cámara esférica, lo suficientemente grande como para vivir allí cómodamente, débilmente iluminada, pues el día estaba nublado y dentro no ardía lámpara alguna, decorada con lujo real y con el mobiliario necesario, se abría ante nosotros fría, silenciosa, deprimente. La paradoja del cuidado y del encierro representada gracias a los barrotes que dividían la estancia en dos.

El primer semicírculo, en el que estaba la única puerta del lugar y en el que nos hallábamos, parecía bien atendido, limpio, visitado diariamente por el servicio. Contenía la gran mesa para comer, seis sillas, una chimenea, dos butacones frente al hogar, dos ventanas con cortinajes estampados, lámparas en las paredes y un par de lienzos adornando el ambiente con motivos pastorales a juego con una alfombra confortable que abarcaba el centro de la zona.

Sin embargo, el otro semicírculo, el del prisionero tras los barrotes, no era mejor que una pocilga. La cama, el escritorio, la silla, el armario y la ropa, todo estaba destrozado. Un habitáculo para las deposiciones, al fondo de la celda, carecía de uso. Eso era evidente, por los restos de excrementos y de orín que ensuciaban suelo y paredes.

El Rey Loco vivía, comía y dormía como los animales, tan salvaje como si fuese un primate, si no peor.

Me acerqué a la puerta de aquella fétida prisión y lo llamé.

—¿Marcus, estás ahí? —El nerviosismo era patente en mi tono—. Soy yo, Wilfredo, tu hermano.

De pronto, algo se movió detrás de un montón de maderas y telas hechas jirones. El corazón me latía al galope a pesar de estar tras la reja y flanqueado por dos soldados. Envuelto en una manta ennegrecida y con una lentitud siniestra, lo que antes fue mi hermano, emergió convertido en un mendigo.

Su cabello ya no lucía rubio como el mío, sino oscuro, enmarañado y largo, de no haberse cortado ni afeitado en todo un año. Bajo la suciedad de su cara brillaban dos ojos verdes inyectados en sangre. La barba tenía restos de comida y desechos humanos. Los pies descalzos se movían lentamente en dirección a la puerta. Marcus no decía nada, aunque su mirada me transportó a tantos momentos en los que, angustiado al asomarme a sus ojos en busca de razón, complicidad o empatía, solo había caído en un abismo de perplejidad y tinieblas.

—¿Marcus, me recuerdas? He venido a verte y...

No pude terminar la frase, ya que, súbitamente, mi gemelo se abalanzó sobre la puerta, queriéndome atrapar con sus manos y lanzando dentelladas con esa apestosa boca que asomaba entre los barrotes. Yo retrocedí para que sus brazos no me alcanzasen y los guardias desenvainaron las espadas en un acto reflejo e innecesario. La puerta de su celda lo retenía.

—¡Marcus, soy yo, Wilfredo! —repetí, sin poder evitar que las lágrimas inundaran mis ojos.

Mi hermano dejó de dar mordiscos al aire y se quedó muy quieto mirándome a los ojos. Dio dos pasos atrás y dijo burlonamente:

—Soy yo, Wilfredo.

—Guardad las espadas —ordené a mis soldados con un gesto de la mano.

—Guardar las espadas —repitió Marcus con el mismo movimiento de su mano y dejando caer la manta.

Estaba completamente desnudo y tan lleno de porquería como su pelo y cara. Lejos de aparecer ante nosotros delgado, se mostraba fuerte, como siempre, y mucho más loco.

—¿Marcus, qué te ha pasado? —dije llevando un pañuelo del bolsillo a la nariz. El olor que desprendía mi hermano era insoportable.

—¿Qué te ha pasado? —copió Marcus, haciendo el movimiento del pañuelo.

—¡Deja tu macabro juego, hermano! —rogué sereno, a la par que molesto.

—¡Deja de tenerme encerrado aquí, hermano! —espetó mi gemelo, arrastrando las vocales de la última palabra.

—¡De manera que, aún mantienes algo de cordura! —exclamé y di un paso hacia la puerta de la celda, ignorando los brazos de los guardias que intentaban disuadirme.

—¡De manera que, aún mantienes algo de cordura! —repitió Marcus acercándose a la puerta para aferrarse a los barrotes y poder así reírse a grandes carcajadas cerca de mi cara.

Su aliento impregnó el aire, un vapor infecto, como el de una cloaca. No podía aguantar mucho más allí. Había subido por amor a Andrea, pero mi visita solo servía para confirmar que mi gemelo seguía enajenado e imprevisible. Peor que antes.

Muy consciente de que Andrea me preguntaría si, a pesar de todo, había trasladado la invitación a Marcus, dije de mala gana:

—Marcus, me caso la semana que viene. Quería que estuvieses en mi boda, pero ya veo que no podrás venir.

Mi hermano dejó de reírse y, con una mueca de desconcierto, guardó silencio unos instantes. Yo no sabía descifrar lo que pasaba por su retorcida cabeza. Entonces se mesó su estropajosa barba y dijo muy solemne:

—Claro que sí, Wilfredo, no dudes de que allí estaré —Y con porte regio añadió— ¡Guardias, decid a mi servicio que ya es hora de limpiar mi habitación, y también que busquen al barbero! ¡Mi hermanito se casa y debo estar presentable para su gran momento!

Los guardias y yo nos quedamos congelados, sin saber qué hacer ni qué decir. Finalmente, tras un par de eternos minutos, Marcus volvió a reír exhibiendo sus negras muelas riendo y yo ordené a los soldados que regresemos al reino de lo cuerdo.

 

El cuento de “El rey loco”: capítulos

Capítulo 1. Los dos reyes

Capítulo 2. El monstruo de la torre

Capítulo 3. La guerra con Oriente

Capítulo 4. Siembra vientos y recogerás tempestades

Capítulo 5. Huelga de hambre

Capítulo 6. Muerte en luna nueva

Capítulo 7. Resurrección

Capítulo 8. El manuscrito para el príncipe André

Epílogo

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