La guerra con Oriente

‘El rey loco’, un cuento sobre la lucha del hombre viejo con el hombre nuevo. Capítulo 3.

12 DE MARZO DE 2023 · 08:00

Gioele Fazzeri, Pixabay,batalla medieval, guerra medieval
Gioele Fazzeri, Pixabay

“El rey loco” Capítulo 3

Había cumplido con el deseo de Andrea. Mi hermano estaba oficialmente invitado a nuestra boda, pero en realidad no era algo que me preocupara lo más mínimo. Si las muchas lágrimas de madre no habían logrado doblegar la voluntad de mi padre para que Marcus saliera de su encierro, mucho menos lo haría mi invitación.

Padre estaba al tanto de la cárcel de los horrores en la que mi gemelo había convertido su habitación. No arriesgaría un acontecimiento tan importante como la boda de su primogénito, el futuro rey, dejando a Marcus campar a sus anchas.

¡Qué sentido del humor tiene el destino! En la cena previa a la boda, en la que las dos familias se hacían regalos y yo debía pedir oficialmente la mano de Andrea, a mi padre lo alegró el vino, y al final de la velada exclamó:

—¡Bella Andrea, pronto serás mi hija y la próxima reina! ¡Pídeme lo que quieras y te lo concederé!

Para sorpresa mía y de todos en la mesa, Andrea, tras meditarlo unos segundos, contestó:

—Usted, buen Rey, ya me ha dado lo más valioso de su reino y lo más amado de su corazón... Nada quiero material o simbólico. Pero, animada por su carácter magnánimo y la indiscutible fidelidad que dispensa a su palabra, le hago una petición muy sencilla: que el príncipe Marcus pueda estar en nuestra boda. Aunque sea únicamente ese día, concédale la libertad.

Mi padre palideció unos instantes y se dejó caer en la silla como si le hubieran pedido todo el oro del reino. De hecho, creo que hubiese accedido a quedarse sin riquezas con más alegría que la idea de tener aquella bomba de relojería a su lado en el gran día de casar a su hijo. Conque, consciente de que se había atado con las palabras de su boca y de que ya no había marcha atrás, padre accedió a la petición de mi prometida.

El estómago se me hizo del tamaño de un guisante. ¿De qué sería capaz el príncipe loco con tal de hacernos daño? Toda mi vida se había desarrollado bajo los nubarrones del alma oscura de mi gemelo y parece que también enfrentaría el día de mi boda con el corazón en vilo. Maldije mi suerte.

Esta vez me equivocaba. Marcus apareció puntual, a la hora en la que yo debía llegar al altar. Quiso sentarse en primera fila con una sonrisa radiante y un aspecto que en nada recordaba a la bestia que habíamos visto y olido tras los barrotes, una semana atrás. Barba y cabello perfectamente recortados. Ataviado con sus mejores galas, dignas del hijo de un rey. Haciendo acopio de los modales que, todos pensábamos, nunca había aprendido en las lecciones de sus atormentados maestros. Sin duda, hubiese parecido el novio de no diferenciarnos en que yo solo me dejé el bigote y él barba completa.

Más de una señorita y no pocas señoras suspiraron al ver al polémico príncipe en su mejor momento. Como el sol, que parece más bello en los cielos donde rara vez brilla.

Padre, madre y yo seguíamos alerta, esperando el preciso instante en el que se activaría el potencial destructivo de Marcus y todo volara por los aires. No obstante, para sorpresa nuestra, ese momento nunca llegó.

Mi gemelo comió y bebió comedidamente. Habló poco. Bailó en una ocasión con la novia y en otra con mi madre. Y hasta hizo un brindis en honor a los novios y alabando las grandezas del rey y del reino.

A esa altura de la noche, padre se sentía satisfecho. Miraba a mi madre con aire triunfal y en su sonrisa se podía leer algo así: ¿Te das cuenta, Federica? Mi disciplina ha surtido efecto. Felicítame por no haberme rendido ante tus lágrimas. El hijo que ha salido del año de encierro es un nuevo Marcus.

Para colmo, fue mi gemelo el último en acompañarnos hasta el límite septentrional del reino y quien nos despidió con una alegría preocupante. Amalia y yo comenzábamos nuestro viaje de recién casados. Duraba dos meses, tal y como rezaba la tradición y como habían hecho todos los reyes y príncipes de la familia antes que nosotros. Mi esposa y yo dejábamos el reino sin imaginar el plan de mi hermano.

Le tomó un mes ganar la confianza de padre para pedirle que pusiese una pequeña tropa a sus órdenes y con ellos recorrer el territorio, cerciorándose de que todo estaba en orden. El rey accedió pensando en lo positivo que sería para la salud del país ver al Rey Loco restaurado y velando por la paz de sus súbditos. Entonces, Marcus cabalgó con doscientos hombres hacia el oriente. Entró a tierras amigas, las del rey Higinio el Próspero y, con el pretexto de llevarle un importante mensaje de su buen amigo Sigfrido y de la reina Federica, llegó hasta la sala del trono, donde fue recibido con gran expectación.

Higinio y Antonia fueron parte de los invitados de honor en mi boda, y su hija, Almudena, había regresado al palacio suspirando por el príncipe vecino. Después de conocer a Marcus en el porte de aquel día, sus padres no miraban con malos ojos una posible alianza con nuestro reino. Aquella boda que barruntaban sellaría el acuerdo. ¿Qué podría significar la visita del joven, sino la propuesta de matrimonio? ¿Y los doscientos jinetes? No eran otra cosa que el cortejo real para dar más grandeza a la pedida. Y que el mensaje que traía el príncipe fuese de Sigfrido y Federica mostraba el acuerdo de ambos progenitores en la unión. Tales eran las suposiciones del rey Higinio y la reina Antonia.

Con el palacio vestido de gala y los más nobles honores recibieron al príncipe Marcus y a sus soldados, sin sospechar la espada traicionera que acogían en su seno. El Rey Loco cerró la sala del trono a cal y canto, e hizo de la soñada pedida un baño de sangre. Dio muerte al rey, a la reina, a sus oficiales, a cortesanos y caballeros... Solo dejó con vida a la princesa Almudena, porque la necesitaba para escapar de aquel país a salvo. La princesa era su pase seguro en medio de las tropas que lloraban y crujían los dientes tras la villanía.

Días después, cuando Marcus ya estaba en su tierra, la declaración de guerra y la intención de anexionarse el reino por la fuerza si no se rendían se envió acompañado del cuerpo sin vida de la princesa. El primo de Higinio, Carlos, único sucesor de la corona, alistó a los ejércitos para atacar a Sigfrido y su hijo, al que apodaron Marcus el Sanguinario.

La ambición de mi hermano fue bien recibida por una parte del ejército. Sobre todo, los más jóvenes, quienes, cansados de entrenarse para una guerra que nunca llegaba, soñaban con jornadas épicas y con apoderarse de nuevas tierras.

Jinetes reales fueron enviados a informarme del desastre, pero cuando llegué de nuevo al reino ya era demasiado tarde. Supuse que el comportamiento salvaje de mi hermano en su encierro había sido una forma de torturar a padre, madre y a los sirvientes que le atendían. Lo que estaba claro para mí es que tan grande como se alzaba su locura así se desplegaba su astucia para tramar el mal. Había tenido trescientos días y trescientas noches para idear diferentes planes de venganza. El que estaba llevando a cabo, uno de ellos.

La fuerza de Marcus sobrepasaba con creces a la capacidad de reacción de mi viejo padre. Y, por otra parte, la guerra era inminente e imparable. El daño causado al país vecino no se podía compensar de ninguna forma pacífica. Los ejércitos de Carlos el Vengador, así llamaron al nuevo rey, venían a saciar su sed de sangre con el orgullo herido y una rabia incontrolable.

Sigfrido maldijo, lamentó, amenazó y desheredó a mi gemelo. Pero todo aquello debería esperar a después de la guerra, pues un buen número de soldados apoyaba a Marcus y ahora únicamente quedaba la posibilidad de unirse y combatir a los del oriente. Mientras, el resto de reinos vecinos se preparaban para ser los próximos en sufrir el cáncer que había despertado en casa de Sigfrido y sus gemelos.

La primera batalla tuvo lugar al mismo tiempo que Andrea y yo regresábamos a toda prisa a nuestra casa. Cuando llegamos a la frontera de mi país, completamente desbordados por las maldades de Marcus, el palacio se estaba vistiendo de luto. Pocas horas antes mi padre había regresado en un carro, escoltado por soldados, mortalmente herido, a pesar de que en el lugar del enfrentamiento estuvo rodeado por los mejores hombres y en un lugar distante al fragor de la guerra. Una flecha misteriosa había impactado en la juntura de la coraza produciendo una herida fatal. La Guardia Real no se explicaba cómo un arquero logró esquivar a nuestras tropas y ponerse a una distancia tal que hiriese con esa precisión al monarca.

Yo sospeché inmediatamente qué es lo que había sucedido. No disponíamos de mejor arquero en el reino que mi hermano y, muerto mi padre y en ausencia mía, él se sentaría en el trono. Marcus podría tener flechas enemigas en su aljaba, obtenidas en la primera incursión violenta. Nadie iba jamás a sospechar de su arco, y fácilmente podría ocultarse a una distancia idónea y herir al rey, al padre que tan poco amaba.

Mi padre murió en las escaleras del castillo. No llegó a descansar en su propio lecho. Más tarde, en cuanto Andrea y yo pusimos un pie en palacio, fuimos detenidos. Por orden del rey, Marcus el Grande, se nos acusaba de traición y de atentar contra el reino al ser amigos de nuestros vecinos del oriente. Andrea fue llevada con madre, a los aposentos reales, donde fueron retenidas.

A mí me esperaba un lugar que ya conocía: la celda en lo alto de la torre, donde mi gemelo en persona me encerró bajo llave.

 

El cuento de “El rey loco”: capítulos

Capítulo 1. Los dos reyes

Capítulo 2. El monstruo de la torre

Capítulo 3. La guerra con Oriente

Capítulo 4. Siembra vientos y recogerás tempestades

Capítulo 5. Huelga de hambre

Capítulo 6. Muerte en luna nueva

Capítulo 7. Resurrección

Capítulo 8. El manuscrito para el príncipe André

Epílogo

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