Siembra vientos y recogerás tempestades

‘El rey loco’, un cuento sobre la lucha del hombre viejo con el hombre nuevo. Capítulo 4.

19 DE MARZO DE 2023 · 08:00

Dušan Veverkolog, Unsplash,castillo torre, castillo calabozo
Dušan Veverkolog, Unsplash

“El rey loco” Capítulo 4

En el año que mi hermano me tuvo en la cárcel libró dos guerras. La primera la ganó. Fue contra Carlos el Vengativo y el Oriente. Si es que a perder miles de vidas y destruir campos y pueblos de uno y otro bando se le puede llamar victoria. Puso en vasallaje al país y cuando iba a comenzar a recibir los primeros tributos de la tierra, estalló la Segunda Guerra.

El Rey del Sur, Romualdo el Audaz, vino en auxilio de los del Oriente y se levantó en armas contra nuestro pueblo respaldado por sus vecinos de más allá del mar Ínclito, quienes pusieron sus barcos al servicio de los tres reinos desequilibrando la balanza hacia el lado de los aliados.

Los estragos que produjo la guerra provocaron el clamor del pueblo, llegando este a las mismas puertas de palacio. Reclamaban que el Rey Loco abandonase el trono y tomase el lugar el legítimo heredero. El punto final lo dieron dos de los tres caballeros de confianza de Marcus. Dichos generales, cansados del egoísmo y la ceguera del rey, a quien no le importaba ver diezmada su población o el hambre que se generalizó en todo el reino, decidieron darle un golpe de estado y liberarme para que asumiera el reino.

Mi gemelo regresó a la torre y yo (mejor dicho, lo que quedaba de mí) me reuní con madre y con Andrea. Después de un año en aquella habitación convertida por orden del rey en mazmorra, a pan y agua, sin más abrigo que una muda gastada y la misma manta inmunda que Marcus había usado durante su encierro, mi salud se deterioró hasta parecer diez años más viejo. En cambio, madre y Andrea habían sido bien atendidas, con la única maldición de su falta de libertad, condenadas a vivir en palacio bajo vigilancia constante y sin poder verme.

Las marcas de la tristeza dejaron surcos en los ojos y frente de mi esposa. Pero a mi madre, la muerte de padre, mi encarcelamiento y la desolación de las guerras le habían pesado como una losa mortal. Federica era ahora un fardo de piel y huesos, encogida en su propia angustia y que se apagaba en tosido tras tosido. Volverme a ver fue un poco de respiro en su viaje acelerado hacia la región de los muertos.

—Tú puedes arreglar los destrozos de tu hermano, Wilfredo —me dijo poco antes de partir—. Tienes la sabiduría de tu abuelo y la fuerza de padre. Además, el pueblo está contigo. Sabrás restablecer la paz con los reyes de alrededor. Pero no olvides que Marcus es sangre de tu sangre. Trátalo con misericordia.

—No puedo dejarlo libre, madre —contesté a mi pobre reina, contemplando cómo la luz se extinguía en sus ojos—. Ha hecho demasiado mal. Debería ahorcarlo delante de todo el pueblo para que los ciudadanos vuelvan a confiar en la justicia...

—No te pido que lo liberes, Wilfredo. Ni que lo absuelvas de sus delitos. Te ruego, más bien, que lo dejes en sus estancias de la torre, hijo mío, y que le des mejor sustento que el que tú has tenido en estos últimos meses.

—Así lo haré, madre —dije conteniendo mi rabia, para que ella descansase en paz.

—Gracias, hijo. Déjame que te bese como si os besara a los dos.

Las lágrimas ahogaron sus palabras y la tuve entre mis brazos largo tiempo, hasta que dejó de llorar.

Pocos días después, la única persona en el mundo capaz de distinguirnos, a mi gemelo y a mí, fue a reunirse con padre. Pero ni el reino ni yo podíamos permitirnos largas despedidas. Debíamos luchar para recuperar algo de paz y fortaleza, a pesar de que la desgracia sembrada por Marcus tardaríamos años en dejar de cosecharla en forma de pobreza, servidumbre y rechazo de nuestros vecinos. La historia nos recordaría con vergüenza por la insensatez de que muchos hubieran seguido a un rey loco en sus ansias de poder.

Poco a poco fui recuperando energía y salud para dedicarme en cuerpo y alma al gobierno de mi pueblo y a restaurar las relaciones diplomáticas con los reinos de alrededor, sobre todo con el país al que habíamos ultrajado y traicionado: los hermanos del Oriente.

No había forma de sanar la herida, ya que no era simplemente una fractura que suelda o un corte que cicatriza. Fue una mutilación. Por ese motivo tuvimos que entregar tierras y pueblos limítrofes al rey Carlos y aceptar el pago de tributos durante cinco años consecutivos.

También perdimos tierras por el sur, y la única salida al mar de mi país. Pero lo de menos fue esta reducción de territorio en el reino o la debilidad comercial y bélica en que nos dejó Marcus. Lo duro para mí fue gobernar a un pueblo que lloraba a sus jóvenes, muertos en combate, lleno de viudas y de enlutados, con los piojos y la tuberculosis en toda aldea sin excepción, y soportando el oprobio de los que todavía echaban de menos a Marcus el Grande, quien era el verdadero primogénito y heredero, a quien le habían traicionado sus caballeros (decían), pero que nos hubiese conducido antes o después a la victoria. Ganas no me faltaban de encarcelar a esa panda de fanáticos cerca de su rey y que se devorasen unos a otros.

Tan centrado estuve en mis responsabilidades reales que ni cuenta me di de que estaba perdiendo a Andrea. Para ella solo tenía migajas, mientras el grueso de mi fuerza se iba en mantener el reino a flote. Cada vez veía menos a Andrea y más a mis ministros, caballeros, consejeros, súbditos que buscaban justicia, monarcas de otros pueblos y un largo etcétera. Estaba progresando como rey, a costa de fracasar como esposo; cuidando la viña de mi país y perdiendo mi propia viña.

La relación con Andrea se fue volviendo fría, mecánica, rutinaria. Ella no me reclamaba nada, pues entendía que cumplía con mi deber, y yo no era consciente del peligro apoyado en la idea de que pronto todo volvería a la normalidad, sin entender que aquella era ahora y durante unos buenos años nuestra verdadera normalidad.

Recuerdo perfectamente la sensación de pánico, aquella fría noche en la que repentinamente fui amordazado y atado de pies y manos mientras estaba en la cama. Desperté cuando las cuerdas me apretaron la piel hasta quemarme y al abrir los ojos espantado ahí estaba él, Marcus, sobre mi cabeza, sonriéndome.

Él mismo me amordazó y dio la orden con sigilo de que me llevaran en volandas hasta la torre. No tuve ocasión de gritar, ni de patalear, ni de hacer nada. Fue todo tan rápido e inesperado que pensé que se trataba de una pesadilla. Pero no era un sueño. Estaba sucediendo de verdad.

Albergaba la esperanza de que los guardias del pasillo me socorrerían. Luego me di cuenta de que mis secuestradores eran los guardias del pasillo. El complot en mi contra llevaba tiempo fraguándose bajo mis propias narices y no me había percatado. Confiaba ciegamente en la lealtad de mis hombres y me juré a mí mismo que nunca volvería a ser tan ingenuo. ¿Cómo podía confiar en alguien si mi propio hermano y mi adorada esposa conspiraban contra mí?

Efectivamente, fue Andrea la que había dejado en libertad a Marcus. La amistad entre ambos no era cosa de cuatro tardes. Mi hermano había deseado a Andrea desde el momento en que la vio. No lograba adivinar si su obsesión era fruto de los encantos propios de Andrea; por el simple hecho de arrebatarme a mi esposa; o por el morbo que producía, en su negro corazón, la combinación de ambos factores. Pero algo sí sabía, que Marcus podía imitarme a la perfección: tenía años de práctica y era un manipulador nato.

Durante mi encarcelamiento había dispensado a Andrea y a mi madre un trato exquisito, y se esforzó en invertir tiempo y paseos con mi esposa hasta minar sus defensas y que ella lo viera menos monstruo de lo que era y más parecido al hombre del que un día se había enamorado.

En los tres años y medio que Marcus llevaba preso Andrea lo había estado visitando. Al principio tímidamente y muy de vez en cuando, para asegurarse de que estuviera bien. Pero poco a poco, y sin advertir que caís en la telaraña del Rey Loco, con más asiduidad. Así fue creciendo su confianza.

A esas alturas, en la noche de mi secuestro, Andrea ya no sabía quién era el loco y quién el cuerdo; quién el monstruo y quién el gemelo bueno. Y si abrió la puerta de la celda de Marcus, fue porque primero le había abierto la del corazón.

Aquella noche sentí que tres puñales se clavaban en mi espalda. El de mis hombres, el de mi hermano, de nuevo, y el que más me dolía, Andrea. Yo la había empujado a los brazos de ese desalmado. Ella no se había enamorado de Marcus, sino del personaje que mi gemelo interpretaba. Un Wilfredo encantador, que le dedicaba todo su encanto y atención. Un pobre incomprendido que no había tenido el derecho a defenderse en un juicio justo y a quien se le había cargado con el muerto de su padre, de una guerra que jamás había empezado, o de Almudena, la princesa oriental. ¡No había sido él! ¡Los mismos caballeros que más tarde le traicionaron! ¡Ellos eran los sanguinarios! La mano en la sombra. Los maquinadores de aquella crisis, provocada a adrede para enriquecerse y adquirir poder. Él y su hermano habían sido títeres de su función.

Eso sí, en la lógica mentirosa de mi gemelo, yo era demasiado débil y ciego como para darme cuenta y salvar el reino, y en cambio él ya había aprendido la lección. Lo único que necesitaba era una oportunidad para resarcirse y demostrar su valía. Todos descubrirían la verdad. ¡Si contase con un poco de tiempo y el acuerdo valiente de la reina!

Y Andrea cayó en la red como un inocente cervatillo.

 

El cuento de “El rey loco”: capítulos

Capítulo 1. Los dos reyes

Capítulo 2. El monstruo de la torre

Capítulo 3. La guerra con Oriente

Capítulo 4. Siembra vientos y recogerás tempestades

Capítulo 5. Huelga de hambre

Capítulo 6. Muerte en luna nueva

Capítulo 7. Resurrección

Capítulo 8. El manuscrito para el príncipe André

Epílogo

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