‘El rey loco’

Un cuento sobre la lucha del hombre viejo con el hombre nuevo. Capítulo 1: ‘Los dos reyes’

26 DE FEBRERO DE 2023 · 08:00

José León, Unsplash,gemelos hermanos
José León, Unsplash

He tenido este cuento gestándose en mi corazón desde hace un par de años y ahora que ha visto la luz estoy seguro de que será de gran ayuda para todos aquellos que entendemos que tenemos diariamente una lucha interior entre el hombre viejo y el hombre nuevo, la carne y el espíritu, el bien que quiero hacer y el mal que, a menudo, acabo haciendo.

Te animo a leer el cuento con un corazón de niño que aún sabe dejarse atrapar por una buena historia, pero, lo que es más importante, que cada vez que sientas que tu propio Rey Loco quiere tomar el trono de tu vida le ordenes: ¡A la cárcel, de donde nunca tienes permiso de salir! Y que dejemos que la sabiduría y bondad de Dios gobiernen nuestro caminar, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

Digo, pues: Andad por el Espíritu, y no cumpliréis el deseo de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne, pues estos se oponen el uno al otro, de manera que no podéis hacer lo que deseáis. Gálatas 5:16-17.

 

Capítulo 1. Los dos reyes

Cuando matas a tu hermano, algo muere también dentro de ti. Estás matando a tu padre y a tu madre. Matas tu propia historia. Matas tu sangre. Acabas con tu futuro y asesinas, con la muerte de tu hermano, al mundo entero.

Estaba seguro de que mi nombre era Wilfredo y el de mi hermano Marcus. Nacimos el mismo día. Compartimos una única placenta y fluyó la misma sangre por ambos durante ocho meses. Él nació primero y yo diez minutos después. Creía que aquellos fueron los mejores diez minutos de toda mi vida. Mi padre decidió nombrarme el primogénito, “según las costumbres del reino”, decía, aunque todos sospechábamos que aquello era simplemente una excusa para no tener que justificar su predilección por el gemelo que más rollizo nació de ambos. Los doctores explicaron a padre que siempre se había hecho lo contrario, desde que había memoria: nombrar primogénito al primer nacido. Mi padre gritó que él era el rey y que la tradición le importaba un bledo, que de ahora en adelante el segundo sería el mayor y, por lo tanto, el heredero al trono. Y con ese rugido acabó toda discusión.

A mí me llamó Wilfredo en honor a su padre, por esa razón todos esperaban que a mi hermano lo bautizaría como Segismundo, que era el nombre de nuestro abuelo materno. Pero no. Dijo que Marcus le gustaba más para él.

Madre se hallaba demasiado débil después del parto como para protestar, ya que Marcus fue el nombre del mayordomo de palacio en la infancia de padre, quien había fallecido hacía ya muchos lustros y al que recordaban como buen sirviente y sabio consejero, pero, al fin y al cabo, un simple mayordomo.

A juicio de todos, Marcus no sería nombre adecuado para un príncipe, aunque madre fue la única que se atrevió a contradecir al rey cuando se halló con fuerzas. La pelea no sirvió para nada y el día acabó con un portazo, que se oyó en todo palacio, con el que mandó a padre a dormir en otro cuarto.

La diferencia de fuerza y talla duró apenas dos meses. Después nos nivelamos y parecíamos dos gotas de agua. Madre nunca falló a la hora de distinguirnos. Los demás, incluido padre, no nos diferenciaban a no ser por nuestros dispares comportamientos. Marcus fue un niño inquieto, distraído, contradictor e impredecible. Era capaz de cualquier diablura desde que se levantaba hasta que se dormía. Madre culpaba a padre del mal carácter de mi hermano.

—Es un niño que se siente rechazado —sentenciaba madre—, y en su interior genera un malestar que va dejando salir con sus pataletas y sus ideaciones. O le dedicas más tiempo y le das más cariño, Sigfrido, o este niño seguirá torcido el resto de su vida.

—Bobadas —respondía padre—, lo que hace es fruto de tu malacrianza, y se le quitará con buenos azotes, no con mimos y excusas.

Dicho esto, colocó a mi hermano de cinco años en sus piernas y lo azotó seis o siete veces, esperando que Marcus rompiese a llorar. Nunca se me olvidará. Mi hermano no soltaba lágrima, sino que perdía su vista en el suelo y entre azote y azote me miraba de reojo con aquella expresión de enajenado que yo no podía descifrar a tan temprana edad, pero que cientos de veces me acompañó desde entonces.

Mi padre hizo esto furioso porque Marcus se había escondido entre la paja de caballerizas y lo estuvieron buscando inútilmente todo el día. La angustia había ido en aumento. Barajaban todo tipo de hipótesis: desde un rapto perpetrado por un reino enemigo, hasta que Marcus había muerto despeñado por algún punto de la muralla que daba al Barranco de los Derrotados. Temían que cuando volviese el grupo de soldados que mandaron a inspeccionar lo profundo del desfiladero, cargarían el cuerpo sin vida del pequeño.

No fue hasta que Marcus quiso salir de su escondite, sonriendo y pidiendo comida, que lo pudieron hallar y lo llevaron inmediatamente ante una reina desquiciada y un rey que ya imaginaba una declaración de guerra a los enemigos de la frontera meridional, posibles responsables del secuestro del príncipe.

Mi infancia se desarrolló marcada por las maquinaciones de Marcus. ¡Qué digo mi infancia! ¡Mi vida entera! Con razón lo apodaron el Rey Loco. ¿Cómo si no se explica que robase agujas a la costurera mayor, el día de nuestro cumpleaños, y las escondiera en el gran pastel de la fiesta? Casi muere Matilde, nuestra prima más gruesa y la primera en llevarse la tarta a la boca. Es lo que recuerdo de mi doce cumpleaños. Eso y que padre mandó a mi hermano con los frailes una buena temporada.

Oculto tras el cortinaje de la sala del trono, logré escuchar la conversación entre padre y el abad cuando ya no sabían qué hacer con Marcus.

—No hemos logrado sacar al demonio de él, Majestad. Con todo el dolor de mi corazón, le ruego que busque otras alternativas para el cuidado del príncipe.

Con voz trémula siguió contando algunas de las fechorías de Marcus y que casi prende fuego al monasterio, y que tuvo que poner a un par de monjes turnándose en la vigilancia de mi hermano día y noche.

—¿Qué me recomienda, vuesa merced? —preguntó mi padre, dejando entrever rabia y tristeza en el color de su voz.

—Fray Edmundo está preparando una combinación de hierbas que, administradas en infusión de miel, calmarán un poco las manías del príncipe. Y... —dudó antes de completar su idea— rezar mucho, mi rey, esperando un milagro desde ahora y hasta que se haga hombre. Pidiendo por él y por los encargados de su educación, que van a necesitar toda la sabiduría y paciencia del mundo.

No andaba desatinado el viejo abad. Ser tutor de mi hermano o profesor en cualquier materia requería protección y ayuda divinas. Sus cuidadores y formadores se convirtieron en el blanco de las maldades del príncipe. Y yo, indirectamente, sufrí mucho durante mi juventud, ya que mi gemelo desarrolló el arte de imitar a la perfección mis gestos, tono y modulación de voz, o la expresión de no haber roto un plato.

Era normal para mí acabar castigado o recibiendo azotes de padre, pensando que yo era Marcus. Mi única salvación fue el buen ojo de madre. Pero ella no siempre estaba cerca y disponible para hacer de jueza y poder así diferenciarnos.

¡Cuanto llegué a querer y, al mismo tiempo, odiar a mi hermano! Me estaba volviendo loco. Yo vivía a la sombra de sus excentricidades, temiendo el nuevo ardid o sus constantes bromas macabras.

Recuerdo un desfile incesante de tutores y educadores, entrando y saliendo (más de uno en camilla) del palacio. Entre profesor y profesor, cuando Marcus se quedaba sin víctima, el temor me embargaba. Su mente trastornada, siempre trabajando, como los hornos de fundición de nuestro reino, se enfocaba momentáneamente en mí e ideaba sustos, trampas, atentados y todo tipo de fastidios. Desde laxante en la comida, pasando por disfrazarse de fantasma en medio de la noche o, ya rayando en lo trágico, sabotear los arreos de mi cabalgadura.

Contábamos veintitrés inviernos y me salió liviana la broma. Clavícula y hombro derecho fracturados. Si no hubiese coincidido con un período de más de un mes sin tutor, mi padre habría barajado la posibilidad de un complot contra el futuro rey, a cargo de algún enemigo. Pero mi único y peor enemigo era mi propio hermano, y así lo entendió padre. Fue entonces cuando, por primera vez, dejó a Marcus encerrado en la torre que ahora se conoce como La cárcel del Rey Loco. La habitación más inaccesible del castillo, donde a mi hermano gemelo no le faltaba de nada, excepto su libertad.

Únicamente, en las noches sumamente silenciosas, los gritos y aullidos de Marcus lograban quitarnos el sueño, pues traspasaban los gruesos muros y los cientos de metros, y llegaban hasta nosotros convertidos en débiles maldiciones y amenazas que se entrelazaban con el gorgoteo del río próximo al castillo y con los cantos de grillos o lechuzas.

 

El cuento de “El rey loco”: capítulos

Capítulo 1. Los dos reyes

Capítulo 2. El monstruo de la torre

Capítulo 3. La guerra con Oriente

Capítulo 4. Siembra vientos y recogerás tempestades

Capítulo 5. Huelga de hambre

Capítulo 6. Muerte en luna nueva

Capítulo 7. Resurrección

Capítulo 8. El manuscrito para el príncipe André

Epílogo

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