El bien y el mal: conciencia y pecado

El problema no es el conocimiento del bien y del mal o la conciencia moral, sino el camino que escogemos para aprender al respecto.

09 DE JULIO DE 2023 · 08:00

Kool Shooters, Pexels,bien mal, ángel diablo
Kool Shooters, Pexels

La conciencia del bien y del mal (y 5)

Si somos honestos, los juicios de nuestra conciencia moral ─en la medida en que la mantengamos en condición funcional sometiéndonos con honestidad a ella─ nos acusan una y muchas veces de haber traspasado los linderos del mal en algún grado, así la conciencia cumple el papel de hacernos saber que en último término somos pecadores culpables que necesitan redención y perdón.

Algo que debemos agradecer, por doloroso que pueda ser, pues: “… todo el que hace lo malo aborrece la luz, y no se acerca a ella por temor a que sus obras queden al descubierto. En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se vea claramente que ha hecho sus obras en obediencia a Dios»” (Juan 3:20-21).

El poeta latino Ovidio confesaba ya con gran honestidad y sensibilidad: “Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor”, para evocar el drama propio de nuestra conciencia moral.

Drama que consiste en que, en las actuales circunstancias, el ser humano se encuentra dividido y desgarrado entre su conciencia moral que le permite en principio identificar y aprobar lo que es mejor, ꟷes decir, su deberꟷ, y su voluntad caída que, en contra del veredicto de su conciencia, sigue no obstante lo peor, ꟷes decir, su desordenado deseoꟷ.

Esta es la esclavitud del pecado que afecta a todo ser humano al margen de Cristo, de la que habla el apóstol Pablo con tanta claridad y precisión“Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual. Pero yo soy meramente humano, y estoy vendido como esclavo al pecado. No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en que la ley es buena; pero, en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva a cabo, sino el pecado que habita en mí. Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí. Así que descubro esta ley: que, cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?” (Romanos 7:14-25).

Descripción que se aplica de manera trágica y evidente a la vida de todo ser humano que se evalúe a sí mismo de manera honesta y desprejuiciada, de donde la libertad de la que el género humano cree disfrutar es una libertad aparente y engañosa, pues aunque, por causa de nuestra conciencia moral sabemos, en el mejor de los casos, lo que debemos hacer, finalmente no hacemos lo que debemos, sino lo que queremos hacer, para nuestro propio perjuicio.

Dicho de otro modo, todas nuestras elecciones supuestamente libres implican en alguna medida la derrota de nuestra conciencia en favor de nuestra esclavizada voluntad. En otras palabras, en los seres humanos el deber y el deseo difieren entre sí al punto de hallarse enfrentados de manera frecuente. Y en este enfrentamiento el que suele triunfar es el deseo de manera autodestructiva, corroborando así la esclavitud del pecado en que nuestra voluntad se encuentra.

La causa teológica o, si se quiere, la razón histórica de este estado de cosas es que al desobedecer a Dios el ser humano representado por nuestros primeros padres, Adán y Eva obtuvo conciencia directa del bien y el mal, pero al costo de cometer e introducir el mal en el mundo, adquiriendo de paso una inveterada inclinación hacia la desobediencia y el mal consecuente que nos ha generado todo tipo de dolores y sufrimiento desde entonces y a lo largo de la historia.

La pérdida de la inocencia y el alejamiento creciente de Dios han demostrado ser costos demasiado altos para obtener el conocimiento del bien y del mal por nuestros propios medios. La serpiente no mintió en cuanto a la posibilidad de alcanzar el conocimiento del bien y del mal, pero sí lo hizo de manera malintencionada y perversa en cuanto al elevado costo y las nefastas consecuencias que tendríamos que pagar por ello, consumando el engaño al que terminamos cediendo como corderos que van dócilmente al degolladero: “Dios sabe muy bien que, cuando coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal. La mujer vio que el fruto del árbol era bueno para comer, y que tenía buen aspecto y era deseable para adquirir sabiduría, así que tomó de su fruto y comió. Luego le dio a su esposo, y también él comió” (Génesis 3:5-6). He aquí la tragedia suprema de la humanidad.

Ahora bien, la experiencia es, sin duda, algo valioso de lo que podemos obtener conocimiento y aprender lecciones difíciles de alcanzar de otro modo, pero no todo hay que aprenderlo por experiencia, sino que podemos aprender también por instrucción. Ese es el caso en relación con el conocimiento del bien y del mal, pues lo vivido por nuestros primeros padres demuestra que el aprendizaje del bien y del mal experimentando el mal no compensa la inocencia perdida, que es el costo que se paga por adquirirlo de este modo.

Adicionalmente, en relación con el bien y en particular con el mal, muchas experiencias no son gratas ni deseables, sino dolorosas y vergonzosas, con efectos en muchos casos irreversibles, por lo que, el problema no es el conocimiento del bien y del mal o la conciencia moral, sino el camino que escogemos para aprender al respecto.

A partir de la decisión tomada por nuestros primeros padres de acceder al “árbol del conocimiento del bien y del mal” por experiencia propia y con independencia y en oposición a la instrucción divina, los seres humanos estamos lejos de seguir dócilmente los dictados de nuestra conciencia moral, sino que lo que con frecuencia se impone sobre nuestra voluntad son los deseos, las emociones y los sentimientos desordenados, caprichosos y egoístas de lo que la Biblia llama “la carne” y no las razones sensatas de nuestra conciencia moral, que se ve así violentada  y corrompida volviéndose poco a poco inoperante para cumplir su cometido de guiar nuestra conducta dentro de los lineamientos de la verdad y la justicia, a no ser que suceda algo drástico que nos sacuda de este estado de autocomplacencia.

Es por todo lo anterior que, en lo que tiene que ver con el problema del mal y nuestra participación personal en él, nadie puede arrojar la primera piedra. Esta expresión: “arrojar la primera piedra” está conectada con el papel más inmediato que la conciencia moral está llamada a cumplir en el marco del evangelio, ilustrado de manera muy vívida y dramática en el conocido episodio del evangelio de Juan que se refiere a una mujer sorprendida en el mismo acto de adulterio y que fue traída ante el Señor Jesucristo para ponerlo a prueba, ya sea para llevarlo a condenarla, en vista de que la Ley ordenaba ejecutar a los adúlteros mediante lapidación o apedreamiento; o a absolverla sin más en contra de lo que Ley ordenaba. Pero ante el acoso de los acusadores, el Señor finalmente respondió: Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Juan 8:7), suscitando la siguiente reacción: “Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio” (Juan 8:9 RVR), pues la conciencia es la que confirma que, en últimas: “… todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). A partir de la caída, la moralidad tiene, entonces, el propósito de conducirnos a Dios en la persona de Cristo para alcanzar en Él el perdón y el indulto divinos, pues: “De hecho, Cristo es el fin de la ley, para que todo el que cree reciba la justicia” (Romanos 10:4).

Es por eso que, a despecho de quienes, al no poder negar la moralidad, quieren entonces desligarla de Dios rompiendo toda relación de causa con Él; los hechos puros y duros demuestran que la moral que no se fundamenta en Dios, sino a lo sumo en la mera razón humana, nunca tendrá la autoridad universal que tienen los mandamientos divinos revelados en Su Palabra.

En consecuencia, la diferencia entre un moralista secular y un cristiano es que los moralistas siguen sin pensarlo las buenas costumbres, mientras que los cristianos reflexionan y se comportan según su renovada conciencia, sin apelar a la justificación típica de los moralistas en el sentido de que, al fin y al cabo: “todos lo hacen”.

En este sentido tenía razón quien dijo que “la moral es la conciencia de los que no tienen conciencia”. Ésta es la misma diferencia que existe entre la moral y la ética. La moral es lo que es. La ética lo que debería ser. Los no creyentes actúan por la moral social. Los creyentes por la ética de conciencia. Es debido a ello que el cristiano debe estar siempre dispuesto a ir en contra de la corriente de las mayorías cuando así se requiera, alineándose con Dios, aunque deba hacerlo eventualmente en solitario, siguiendo los dictados de su conciencia moral, pues siempre será preferible, bajo toda circunstancia, contar con la aprobación de Dios y su conciencia que con la de los hombres en general, combatiendo de este modo la nefasta masificación que actúa bajo la equivocada creencia de que: “la voz del pueblo es la voz de Dios”.

Por eso Dios nos exhorta a que: “No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Romanos 12:2).

 

Todos los artículos de esta serie sobre "la conciencia del bien y del mal"

1.- La chispa divina en el ser humano

2.- Ateísmo y moralidad

3.- ¿Es la moral resultado de la evolución?

4.- La moral en la Historia y en el cristianismo

5.- El bien y el mal: conciencia y pecado

Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Creer y comprender - El bien y el mal: conciencia y pecado