El Tuerto, testigo y sospechoso
Capítulos 14-16: Atanasio debe rescatar a su amigo desaparecido, estando señalado como culpable.
07 DE SEPTIEMBRE DE 2025 · 08:00
La semana pasada dejamos a Atanasio desesperado por la desaparición de su amigo Gabino. Necesitará toda la ayuda del cielo para poder rescatarlo y para demostrar su inocencia.
En muchas culturas mediterráneas y europeas se pensaba que ciertas miradas podían traer mala suerte, enfermedades o desgracias. Dentro de esas supersticiones, se decía que las personas con un defecto en los ojos (estrabismo, ceguera de un ojo, tuertos) tenían una mirada “dañina” o “torcida”, capaz de atraer infortunios. Así, cuando a alguien le ocurría una racha de mala suerte, la expresión popular decía: “Parece que te ha mirado un tuerto”, queriendo decir: “estás gafado, estás con mala suerte”. El pobre tuerto de nuestra historia parece víctima de una historia así, gafada o desgraciada, para él y para los que lo rodean. Pero esa conclusión puede resultar precipitada si nos quedamos solo a mitad de la trama. Sigamos a Atanasio una semana más en su particular odisea de restauración personal.
Capítulo 14- TESTIGO Y SOSPECHOSO
La Cala del Colorao es una pequeña playa con embarcadero privado. Obtuvo su nombre por los turistas norte europeos que se bronceaban de más todos los veranos. Era una playa con poca gente, ya que el entorno había sido privatizado por capital sueco y holandés, principalmente, y la playa, de piedra y aguas demasiado profundas, no rivalizaba con Playa Grande, de arena fina y baño agradable. Los candileños la dejaron para uso y disfrute de los guiris, y en un viernes de junio no tendría la presencia de demasiados fisgones. Menos aún en día principal de fiestas, cuando se corría el embolao y la fos, como ríos, se derramaba por las calles.
Efectivamente, Atanasio solo encontró una decena de matrimonios mayores que se doraban en sus toallas con evidente indolencia, ajenos a lo que pasaba en el pueblo. Ató el bote al embarcadero (ya daría explicaciones a los dueños en otro momento) y corrió hasta su casa por caminos y atajos que le permitieron cruzarse con muy pocos vecinos.
Entrar, ponerse el parche y salir de nuevo fue cuestión de minutos. No se cambió, no habló con su madre ni alcanzó a verla, no montó en el jeep, pues las calles de Candiles estaban cortadas por la Fiesta del Envío, y sería más rápido llegar a comisaría a la carrera.
Vacío, con el corazón desfallecido, agotado y desolado llegó. Con temblor de rodillas, dolor en las entrañas y rostro demudado, así se presentó en comisaría. El oficial de guardia se levantó al instante, alarmado por la herida inflamada en la frente.
—¿Qué ha pasao, Atanasio?
—¡Que el Gabino seaogao!
Minutos después, su relato comienza a entretejerse ante el subinspector Eulogio Santos y el agente primero, Ramón Turre. Que él y El Rojo se habían “reconciliao” recientemente y querían pescar “una dorá”. Que llevaron el bote muy cerca del acantilado; que él había caído al agua y luego un golpe y luego oscuridad; que cuando recobró el “sentío” ya no está Gabino y se lanzó a bucear para buscarlo.
—¿Y dices que el bote está amarrao en la cala de los suecos? —cuestiona el agente Turre, con las cejas arqueadas y escepticismo asomando en el tono, mientras Eulogio, el subinspector, va tomando notas a toda prisa; la frente arrugada y el bigote tenso.
—Sí, en la Cala del Colorao.
—Pero ¿por qué no fuiste directo al puerto? —interroga el subinspector.
—Habría mucha gente.
—¿Y eso qué más da? —lo interrumpe Turre.
—No quería llamar la atención y que Petra se enterase mal.
—¿Y dices que luego has pasao por tu casa? —De nuevo, pregunta Eulogio, dejando de tomar notas un segundo.
—Para ponerme el parche, leñe. ¡Mandad a la Guardia Civil, por la Virgen! ¡Quizá El Rojo ha salío por otra zona y necesita ayuda!
—Atanasio, no nos digas cómo hacer nuestro trabajo.
—¿Por qué no viniste directo?
—Por taparme el ojo, Ramón, ¿por qué va ser?
—Agente Turre —corrige el policía más joven para marcar distancia con el único testigo y, por lo que iban deduciendo, con el único sospechoso —¿Era tan importante que no te viéramos la cicatriz, que has perdío dos horas? ¿Y ahora tienes prisa?
Atanasio no sabe qué contestar a eso. Baja el rostro, aprieta las manos lleno de ansiedad. Ocultar el milagro de su sanidad puede salirle muy caro.
Mientras los agentes preparan el informe policial, una ambulancia lo lleva al consultorio médico para atender sus heridas. Otras unidades llaman a salvamento marítimo, quienes pueden peinar la costa con un helicóptero. Dos embarcaciones de la Guardia Civil rastrean cada metro de mar en la zona que les ha indicado El Tuerto, donde se produjo el supuesto accidente. Y otro agente, Mariano, el que tiene más sensibilidad y es capaz de dar apoyo psicológico, comunica a Petra los hechos. Petra ahoga un grito, después cae de rodillas y antes de perder el conocimiento, maldice al Tuerto entre lágrimas.
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Cuerpo Nacional de Policía Comisaría: Referencia local de Candiles. Informe de actuación policial. Referencia: 1975/CP/384A. Fecha: 19 de junio de 1975. Hora de inicio: 10:45. Lugar del suceso: Acantilados del Áttico. Término municipal de Candiles. Hechos Comparece en esta comisaría por voluntad propia el ciudadano Atanasio R. P., de 53 años, con residencia en el mismo municipio. Presenta hematoma visible en la región frontal y porta un parche en el ojo derecho. Es tuerto reconocido. Manifiesta con nerviosismo que ha sufrido un accidente durante una salida de pesca junto a Gabino S. V., de 51 años, rival comercial, con quien supuestamente ha retomado recientemente relación amistosa. Atanasio, refiere que en la madrugada del 19 de junio del presente año, ambos se encontraban pescando en la costa, cerca de las rocas, y que al perder el equilibrio y caer al agua, Gabino habría intentado rescatarle. Atanasio, perdió el conocimiento tras un golpe accidental, según su versión de los hechos. Al recobrar la conciencia, Gabino ya no se encontraba en la superficie ni en las proximidades. El compareciente se dirige a la Cala del Colorao, donde amarra el bote y de allí acude a su domicilio, según su testimonio, a conseguir un parche con el que tapar su ojo derecho, pues en la caída al agua perdió el parche que portaba. El testigo justifica no llegar a comisaría por el puerto debido a la vergüenza de ser visto sin parche. Tras conseguir la prenda, acude a esta comisaría a pie por sus propios medios. Asegura no haber hablado con nadie desde el accidente. Actuaciones realizadas 1. Toma de declaración: Se procedió a la toma de manifestación bajo acta, con presencia de dos agentes y grabación de audio. Se consignan contradicciones en el testimonio del estado del mar y la meteorología, pues el compareciente asegura que hubo marejada, lluvia y tormenta mar adentro, pero según el parte del tiempo y el testimonio de pescadores que han faenado la noche del suceso, aseguran que el mar estuvo en calma y el cielo despejado. 2. Atención médica: Atanasio fue trasladado por patrulla al consultorio médico local para valoración de contusión. No se aprecian otras lesiones externas. El informe médico es incorporado al expediente. 3. Activación de servicios: Se notificó a Salvamento Marítimo que desplegó unidades de búsqueda. Se solicitó colaboración de la Guardia Civil del Mar. Se activó el protocolo de desaparecidos en aguas abiertas. 4. Notificación a Familiar: Se informó presencialmente a la esposa de Gabino, Petra L. L, de los hechos en presencia de un agente. 5. Verificación de antecedentes: Se sabe que en la infancia Gabino lanzó un petardo a Atanasio y que este accidente fue la causa de la pérdida del ojo del compareciente. Constan denuncias entre ambos implicados por conflictos empresariales en 1961. No constan órdenes de alejamiento ni causas penales abiertas. Se documenta reconciliación reciente, con testigos que pueden dar fe del hecho. 6. Inspección Ocular: Se realiza desplazamiento con unidad científica al lugar indicado. Se recogen objetos personales del bote La Coqueta, útiles de pesca, restos de sangre en el borde de la embarcación (pendientes de análisis). Situación jurídica del compareciente El señor Atanasio R. P. no queda detenido por el momento, al no existir indicios concluyentes de delito. Se mantiene como testigo principal y persona de interés para la investigación. Se instruye acta de advertencia legal con obligación de disponibilidad para futuras diligencias judiciales. El caso es remitido al juzgado de instrucción de guardia que asume la dirección del procedimiento. Observaciones finales A la espera del hallazgo del cuerpo y de resultados periciales, el caso se investiga como posible homicidio accidental u homicidio doloso, sin descartarse otras hipótesis. Anexo 1 Nota adicional sobre licencia de armas. Durante el proceso de verificación de datos del compareciente, Atanasio R. P., se ha confirmado que el mismo posee una licencia de armas tipo E para caza y tiro deportivo, en vigor desde el año 1953, con un arma de fuego registrada a su nombre: rifle Mauser, calibre 7 por 57. Dado que Atanasio figura como único testigo y persona de interés en el suceso y en atención a lo dispuesto en el reglamento de armas aprobado por orden del 30 de abril de 1944, se acuerda, retirada cautelar y preventiva del arma de fuego en cuestión, mediante acta de intervención temporal. Suspensión provisional de la vigencia de licencia. En tanto, no se resuelva la situación judicial, el arma queda depositada en dependencias policiales y se remite copia del acta a la intervención de armas de la Guardia Civil.
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Capítulo 15- DE PESADILLA EN PESADILLA
Cuando Atanasio entró por la puerta de su casa, flanqueado por dos policías, Santiaga no supo reaccionar de otra manera sino echándose en los brazos de su hijo para arroparlo.
—Madre, dele a los agentes el Mauser. Ya sabe dónde está —le susurró al oído a Santiaga, todavía en el rellano de la puerta.
Santiaga salió a toda prisa hacia el cuarto de Tani, recogió el rifle y se lo entregó a los policías. Ambos hicieron un leve saludo y se marcharon.
Ya solos en el salón del hogar, El Tuerto cayó en el sillón con el peso de toda la tristeza del mundo. Se quitó bruscamente el parche y lo arrojó al suelo. Llevaba las últimas horas con el ojo nuevo tapado y usando únicamente el viejo. Se cubrió la cara con ambas manos para que su madre no viera las abundantes lágrimas con las que desahogaba el apretado corazón.
Santiaga se arrodilló frente a su hijo y no necesitó hacerle ninguna pregunta, solo lloró con él, apoyada en las rodillas de Atanasio. Ella y todo Candiles ya sabían, a pesar de las fiestas, la noticia de la desaparición del Rojo en extrañas circunstancias y que la Policía investigaba el asunto, a la vez que la Guardia Civil buscaba el cuerpo en el Áttico. El único testigo era también el único sospechoso.
En pocos minutos, la opinión popular había dictado sentencia. Según ellos, la reconciliación del Tuerto habría sido una treta para llevarse al Gabino al mar y ahogarlo. De esa forma macabra, vengarse para siempre de quien fue su rival empresarial y el causante de la ceguera de Atanasio, dejando a la Petra viuda y a la Santiaga de camino a la tumba, con su unigénito en la cárcel.
Don Inocencio, en cambio, sin hacerse eco de las habladurías, había visitado a la anciana para contarle con toda la delicadeza en su haber que cuando Atanasio regresase lo haría escoltado por la Policía y el porqué de dicha compañía.
—¡No entiendo na, madre! —exclamó finalmente Atanasio, tras diez minutos de silencio—. ¿Por qué he venío a tener tan mala suerte?
—Tranquilízate, mijo. Tú no has hecho nada. ¡Verás cómo to se va aclarar!
—Madre, si no lo tengo claro ni yo, ¿cómo se ahogó El Rojo después de dejarme a mí en el bote? ¿Por qué dicen que hubo mar en calma y cielo despejao, cuando nosotros hemos tenido al Áttico picao y un tiempo de mil demonios? ¿Qué le voy yo a decir a la Petra?
Santiaga se sentó en el sofá contiguo al sillón, secó sus lágrimas con el delantal y abrumada por aquellas preguntas, para las que ella tampoco tenía respuesta, solo se le ocurrió decir:
—Hijo, la comida está lista y la mesa puesta.
—No puedo tragar ni saliva, mujer. Guarda esa comida para cuando me vayas a visitar a la cárcel.
—¡Cállate, Tanasio, por amor de Dios! ¡Tú no vas a ir a ninguna cárcel!
—En cuanto encuentren el cuerpo, madre. Eso se lo aseguro.
—¿Pero es que has hecho algo?
—¡Solo caerme al agua y perder el conocimiento! ¡Na más! —confirmó El Tuerto, chillando al techo como el que increpa al cielo.
—Pues ya está, mijo, nada tienes que temer. Si duermes un poco, verás como to estará más claro.
—Tráigame agua a la habitación, por favor, que a lo menos me voy a poner horizontal.
Atanasio era incapaz de dormir por sus propios medios. Pero con no poca insistencia de Santiaga, en lugar de agua se bebió una infusión de tila y valeriana. Al fin, fue vencido por el sueño y surcando las horas de pesadilla en pesadilla, no volvió a despertar hasta las cuatro y media de la madrugada, del sábado 20 de junio.
Lo primero que se preguntó al abrir los ojos súbitamente era si habrían encontrado ya el cuerpo sin vida de su amigo y salvador. Después, comprobó en su reloj la hora que era. Aguzó el oído, listo para escuchar el sonido de verbena de la Fiesta del Envío, pero aquel viernes la jarana terminó un poco antes de lo acostumbrado, en torno a las tres. Quizás, la desaparición del Rojo había mandado a la cama sin ganas de fiesta a todo Candiles.
El estómago rugió, recordándole a Tani que llevaba un día entero sin probar bocado. Fue a la cocina, se cortó un poco de pan y queso, y acompañándolo con más vino del que acostumbraba a beber, improvisó un desayuno que renovó considerablemente sus fuerzas. Regresó a su cuarto, se ciñó el uniforme de caza y, sin rifle ni perro que lo siguiera, salió de casa, decidido a conducir su jeep hasta la Sierra del Quintillo para tener un nuevo encuentro con Eulara. Tal era su pretensión.
Con su ojo derecho, el sano, al descubierto, y el viejo tapado, Atanasio manejaba su jeep, lleno de ansiedad, como el que va al médico a escuchar los resultados del análisis de un tumor peligroso. Llegaría a la Reserva del Marqués un poco antes del amanecer y, siendo sábado, de seguro coincidiría con otros cazadores de la comarca. Por eso llevaba el parche y, por ese motivo también, preparaba excusas medianamente decentes si alguno le preguntaba por su perro y por su Mauser. Aferraba con ambas manos el volante, ya que el viento soplaba furioso y con ráfagas repentinas que sacudían el todoterreno cuando salía del cobijo de la montaña y se exponía a la carretera de los acantilados.
El Tuerto miraba por el espejo retrovisor cada tanto, sin razonarlo, pero con la sensación de que la Guardia Civil o la Policía le pisaba los talones. Con tanta curva en el camino, era imposible saberlo a ciencia cierta. A ellos, a los agentes de la benemérita, sí que les tendría que decir algo verosímil si lo detenían alejándose de Candiles para ir a una zona de caza sin arma. ¿Que iba a encontrarse con una vieja amiga? ¿O que dar un paseo por la reserva lo relajaba? ¿O que bebía agua de una fuente que le hacía sentir mejor? Pero ¿qué haría si le pedían acompañarlo a dicha fuente? ¿Qué explicaciones daría si no hallaba a Eulara?
Capítulo 16- VIENTO Y RÍO
Cuando llegó al aparcamiento de cazadores, se llevó la sorpresa de no encontrar ningún vehículo estacionado. Lo achacó al viento infernal, que era aún más fiero en lo alto de la montaña. Cazar con ráfagas de más de cincuenta kilómetros hora es un quebradero de cabeza, y las presas potenciales buscan sus refugios cuando el día se presenta desapacible. Tal era el caso de aquel sábado 20 de junio de 1975.
El Tuerto bajó del jeep, se ajustó el pasamontañas en la cabeza y cerró la cremallera de su chaqueta para conservar mejor el calor corporal. Le daban ganas de quedarse escondido tras alguna roca hasta ver llegar a una patrulla de la Guardia Civil. Pero la urgencia de encontrar la roca angelical era más acuciante que la angustia de sus temores. Tenía dos lugares en los que buscarla. El primero y más cercano, allí donde Eulara fue una fuente para su sed. El otro, el de la cueva, dudaba con razón de lograr hallarlo, pues en la ida perseguía al venado únicamente centrado en dispararle, mientras que en el regreso iba tan excitado por la experiencia de haberse enfrentado con su yo de la infancia que llegó al aparcamiento casi como un autómata.
La primera ubicación estaba vacía, sin rastro de la piedra blanca. Quiso gritar su nombre, por si ella misma lo guiaba con su voz, pero se contuvo imaginando a la Policía detrás de cualquier pino o tras un arbusto. Lo que sí podía oír, más que silbando, aullando en sus oídos, era al viento del bosque. En un junio cualquiera hubiese soplado cálido, llegado allí desde el Áttico. Este viento, en cambio, era frío como en invierno, y más que procedente del mar, parecía tener su origen en picos congelados. Que él supiese —y sabía mucho de la Sierra del Quintillo—, aquello era una hipótesis improbable.
Haciendo un esfuerzo por recordar el camino que siguió en la persecución del ciervo, especuló con seguir una dirección; eso sí, ascendente. Y más que andar, se descubrió a sí mismo trotando, como si llegar a la roca sobrenatural fuera una contrarreloj: cosa de vida o muerte. Después de media hora de paso ligero, hubo de aflojar el ritmo y simplemente andar rápido, ya no correr.
—¡Uuyyyyyuuuu! ¡Ooooooo! ¡Uuuuuu! —gritaba el viento en sus oídos.
—¡Uuuuoooo! ¡Biiiiiiiii! ¡Fuuuuuuu! —Con ráfagas que modulaban más fuerte y en otras ocasiones más suave.
Pasó una hora y Atanasio estaba mareado por el esfuerzo, y más aún, por los gemidos del mistral que penetraban en su cabeza como una turbina incesante y ensordecedora.
“Acabaré con dolor de cabeza. ¡Cago en Panete!”, pensó El Tuerto, “y a saber dónde se esconde esta vez la roca”.
De pronto, un pensamiento cruzó su cabeza como una estrella fugaz, sin proponérselo. “La vez que te morías de sed, hiciste una oración. ¿Y si pruebas de nuevo?”. El pescatero detuvo su andar y, apoyado en un abeto, esperó unos segundos hasta recuperar el aliento para decir a continuación de forma audible:
—¡Dios del cielo, ayúdame! ¡No puedo encontrar la piedra y estoy desesperao! —Debía alzar la voz para que el viento no tapase sus palabras—. ¡Si me haces dar con la roca, nunca más dudaré de ti!
Dicho esto, calló. Abrió bien los ojos, con el parche retirado a la frente, queriendo divisar mejor algo blanco entre lo verde y marrón, y giró sobre sí mismo trescientos sesenta grados lentamente, en la expectativa de exclamar “¡Allí!” de un momento a otro; pero nada.
Ya había amanecido un día gris. La poca luz de la mañana era aún más tímida al colarse entre los árboles de la reserva, y El Tuerto sintió igualmente su ánimo ensombrecido, perdiendo toda esperanza de dar con Eulara.
—¿Qué haces aquí, Atanasio? ¿Qué tontería es esta? ¡Deberías estar en puerto, dando la cara como un hombre! ¡Y ser el primero que recibe noticias de Gabino si encuentran su cuerpo!
Así lo dijo y así actuó, comenzando a desandar sus pasos, de regreso al aparcamiento.
—¡Uuuuuyyyyyyy! ¡Uuuuuyyyyyyy! —seguía chillando el viento. Pero esta vez, algo pasó en los oídos de Atanasio. Inexplicablemente, el desdichado candileño entendió— ¡Por aquiiiiií! ¡Por aquiiiiií!
—¡La Virgen, que me estoy volviendo loco! —murmuró dirigiendo la vista hacia su izquierda, desde donde había llegado la corriente de aire.
—¡Aoaaaoooooo! ¡Uuuuuyyyyyyy! —gemía el mistral, pero Tani escuchó—: ¡Soy yoooooo! Taaaaaniiiiiii!
Ahora ni meditó en lo que hacía. Esquivando piedras, saltando arbustos, regateando pinos, El Tuerto corrió tras las palabras que le dirigía el viento.
—¡Biiiiiiiii! ¡Fuuuuuuuu! ¡Oooooeeeeeee! —Nuevas sílabas que provocaron una parada brusca del cazador para afinar el oído—. ¡Siiiiiiiií! ¡Suuuuuur! ¡Ooooeeeesteeeee!
—¡Suroeste! —repitió Tani.
Y llevando su mano a la cremallera de la chaqueta, la abrió para poder palpar la brújula que descansaba en el chaleco interior.
—¡Aquí estás! ¡Suroeste! ¡Hacia allá!
Atanasio enmendó su carrera y, brújula en mano, siguió el trote en dirección a una zona donde se espesaba la vegetación. Pasaron cinco minutos eternos y por fin se internó en una cascada de maleza. Sin más remedio, tuvo que bajar el ritmo hasta un andar rápido, esquivando árboles, helechos y enredaderas, siempre pendiente de que la orientación marcase suroeste. Tan concentrado en no volver a quedar tuerto con alguna rama, en no tropezar y en que la brújula siguiera guiando su andar, que uno de los pasos de su bota del cuarenta y cinco se encontró con el vacío de un cortado en la montaña.
Tani cayó aparatosamente por un terraplén, rodando, arañándose, golpeando con piedras y espinos por espacio de un minuto, hasta dar con sus huesos en las aguas heladas de un río que discurría con fuerza suficiente como para arrastrarlo.
El dolor de los golpes cedió protagonismo a la quemazón del frío de las aguas. Atanasio, con el peso extra de la ropa y de las botas, luchó por mantenerse a flote, adivinando, por la espuma del río y los constantes movimientos bruscos, que había caído en una zona de rápidos. Maldijo su suerte y suplicó en el secreto de su corazón que aquel cauce vertiginoso no desembocara en una cascada traicionera.
En lo que duró el viaje salvaje, más que transportado, revolcado por la corriente de un río que Atanasio desconocía, toda la vida del Tuerto pasó delante de sus ojos. Desde su feliz infancia, hasta los increíbles acontecimientos de los últimos días, pasando por una juventud y adultez marcada por la ceguera: su soledad y la amargura de un corazón endurecido sin remedio. Y cuando el vértigo se había apoderado de sus sentidos y estaba a punto de vomitar, el río le dio un descanso y la corriente se amansó, permitiendo que Tani asomara la cabeza con algo más de estabilidad para otear una pequeña playa pedregosa oculta del resto del bosque por las paredes inmensas de una montaña gris, pelada, maciza, en forma de uve, que albergaba la cala en su profundidad, como un meandro del río.
El río misterioso seguía su curso, quizás para desaguar en el mar Áttico; aunque él no recordaba río alguno en la reserva del Marqués, que sí, en otras partes de la Sierra del Quintillo. Lo importante, a pesar de aquel paisaje de cuento, es que en el centro de la playa una roca blanquísima, muy familiar para él, lo esperaba como una reina que aguarda al súbdito que ha pedido audiencia.
El cuerpo de Atanasio fue escupido en la orilla pedregosa, como cuando la ballena de Jonás vomitó al profeta en la costa de Nínive, y arrastrándose el pescatero, apaleado por el frenesí del río y antes por el revolcón de la caída al vacío, llegó a terreno seco y se quedó acostado boca arriba, sin parche (se desprendió de su cabeza en algún momento) mirando al cielo gris, pues el día seguía nublado.
Por primera vez, Tani pudo descansar los sentidos al escuchar únicamente el discurrir del río cual aguas de reposo en aquel punto, y sin la molestia del viento helado. Movió brazos y piernas una vez más para comprobar que no tenía ningún hueso roto, tampoco el cuello, que flexionaba con algo de molestia por la tensión acumulada. Era hora de ponerse en pie y elevar su petición a Eulara, rogando en su fuero interno que la voz angelical le volviese a contestar desde el interior de la roca blanca.
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Novela corta ‘El Tuerto’
I.- Capítulo 1 ATANASIO EL TUERTO y Capítulo 2 EULARA
II.- Capítulo 3 SANTIAGA y Capítulo 4 UN BAÑO EN EL MAR ÁTTICO
III.- Capítulo 5- GABINO Y PETRA, Capítulo 6- PILAR y Capítulo 7- UNA NUEVA COMIDILLA
IV.- Capítulo 8- LA SEGUNDA VISITA A LA FUENTE, Capítulo 9- EL LAVACRO y Capítulo 10- TANI
V.- Capítulo 11- LA FIESTA DEL ENVÍO, Capítulo 12- UN DÍA DE PESCA y Capítulo 13- UN NUEVO ACCIDENTE
VI.- Capítulo 14- TESTIGO Y SOSPECHOSO, Capítulo 15- DE PESADILLA EN PESADILLA, Capítulo 16- VIENTO Y RÍO
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - El Tuerto, testigo y sospechoso