El Tuerto, Santiaga y un baño en el mar Áttico
Una fuente misteriosa en el bosque le devuelve la vista... y con ella la posibilidad de una nueva vida.
10 DE AGOSTO DE 2025 · 08:00
Novela corta ‘El Tuerto’ (cap. 3 y 4)
Atanasio es un hombre amargado, huraño y solitario que regenta la mejor pescadería de Candiles, un pintoresco pueblo costero. El Tuerto, como todos lo conocen, a sus 53 años, vive anclado en el rencor, acompañado únicamente por su madre y su perro. Pero un domingo cualquiera, en plena cacería, la sed lo conduce a una roca misteriosa en medio del bosque. La fuente que brota de ella no solo sacia su sed, sino que le devuelve la vista... y, con ella, la posibilidad de una nueva vida.
Seguimos con esta serie en la que os comparto los veinte capítulos que contiene la novela. Hoy podemos leer el tres y el cuatro. Un texto en el que hallamos costumbrismo mágico-realista pues La novela retrata con gran detalle la vida en un pequeño pueblo pesquero (Candiles), con lenguaje coloquial y personajes entrañables, al tiempo que introduce un elemento sobrenatural (Eulara) en un entorno cotidiano sin quebrar la lógica interna del mundo narrado. Esto recuerda el estilo del realismo mágico latinoamericano, pero con sabor netamente español.
Capítulo 3- SANTIAGA
Como si flotara en una nube, conducía su jeep más despacio de lo acostumbrado, con movimientos suaves en las curvas y cambios de marcha tranquilos, no los ansiosos de siempre. Eso sí, con un millón de emociones e ideas chisporroteando en la sesera. Que qué bello era todo visto desde los dos ojos. Que qué raro no haberse cruzado con más cazadores aquel domingo, si hacía buen tiempo. O meditando en la sed ardiente que casi le lleva al desmayo, y en lo increíble y paranoico que resultaba todo aquello, digno de poner en duda, si no fuera por lo que el espejo retrovisor replicaba, sincero, cada vez que Tani lo consultaba: que ahora tenía dos globos oculares en las cuencas y que el parche se le había quedado en la frente, por costumbre de llevar la cinta, más que por útil. “Pensándolo bien”, razonó Atanasio, “aquí hay un problema: ¿cómo le explico yo a la gente el milagro sin descubrir a Eulara? Por otra parte, ¿de qué forma oculto que ahora veo?”.
En ese momento, a mitad de camino, una idea surcó el pensamiento del pescatero. ¿Y si ponía el parche en el ojo izquierdo —el viejo—, y andaba con el derecho —el nuevo— descubierto? La única que lo notaría sería su madre, el resto de los candileños iban cada uno a la suya y no repararían en ese tipo de detalles. Por supuesto, a su madre se lo iba a contar todo con pelos y señales, pero a los clientes de la pescadería bastaba con negarles y gruñirles, como solía hacer, si se empeñaban en afirmar que el tapado había sido toda la vida el ojo derecho. Por un tiempo podría servir; más adelante ya pensaría en algún otro plan para hacer vida normal, libre del parche y sin descubrir que Eulara fue el manantial de su curación y no solo la fuente del agua que le salvó de un desvanecimiento.
—Quizá puedo usar el parche en el ojo viejo hasta que mamá muera… ¡Entonces vendo la pescadería y me marcho de Candiles! —con el simple hecho de imaginarlo, Atanasio sintió emoción y su pecho se agitó como una locomotora. Era consciente de que su vida había cambiado para siempre.
Entonces recordó las palabras de Eulara: “Tu nuevo ojo, para ver bien, necesita lavarse en mis aguas de tanto en tanto”.
—¡Amigo Negro! —alzó la voz jovial, mientras bajaba el parche y tapaba el ojo izquierdo—. ¡No vamos a poder irnos muy lejos de la Comarca del Quintillo, pero dejaré de ser El Tuerto de Candiles, eso te lo aseguro!
*****
—¡Ay, qué alegría más grande! ¡Mira Jacinto, lo que yo te decía: que todo se iba a arreglar, que nuestro Atanasio acabaría bendecío!
Santiaga, la madre de Tani, gritaba balanceando su cuerpo adelante y atrás, con los dedos de las manos entrelazados y hablándole a su difunto marido como si estuviese allí, en la cocina, ante ella. Sin parche, un Atanasio irreconocible, guapo y con rostro resplandeciente, seguía en pie, tras contarle todo lo de la roca del bosque. Ella se había sentado para no caerse, pero ahora se levantaba resuelta a llenar de besos la cara de su hijo. Atanasio la abrazó, afirmando:
—¡Madre, qué feliz soy! ¡Usted no sabe lo que siento por dentro!
—¡Pues lo mismo que me bulle a mí en el pecho! —replicó la vieja y arrugada pescatera, encanecida y enjuta por los años de duro trabajo—. ¡Si tu padre te viera! —Y se puso a canturrear y a preparar un par de huevos fritos para su unigénito, sin parar de darle vueltas a la cabeza con toda aquella historia de película—. ¿Eulara, dices que se llamaba la piedra que habla? ¡Eso es Dios o San Pedro! —sentenció a la par que se sacó una medallita de debajo de la camisa negra y besó el rostro del patrón—. ¡Y yo sin ir a misa un saco de años! ¡Qué vergüenza, hijo! Digo yo que a don Inocencio, en secreto de confesión, le puedo contar algo de esto, ¿verdá?
—¡A nadie, madre, a nadie! —contestó Atanasio, quien ponía la mesa para dos—. Se lo prometí al ángel y no quiero yo volver a perder un ojo, ahora que veo en estéreo…
—¡Bueno, bueno! Yo me desahogo con tu padre y chimpún… Pero ¿qué haces poniendo tú la mesa? ¡Anda, anda, ve a ducharte!
—Luego, madre, que tengo un hambre canina.
Ya desprendían un olor delicioso los lomos que se hacían en la sartén vecina a los huevos.
—No sé yo, hijo, si lo de cambiar el parche de ojo te servirá, la verdá…
—Verá, usted, cómo da el pego. Es lo bueno y lo malo de no tener amigos.
—Pero, Tani, recuerda que…
—¿Por qué me llama Tani a estas alturas de la vida? —la interrumpió Atanasio.
—¡Ay, no sé, hijo! Escuchar que la fuente te mentaba con ese nombre, como que me ha removío el recuerdo... Te decía que no tendrás amigos, pero sí un enemigo.
—¡El Gabino! ¡No lo había pensado, madre!
—¿No crees tú que sabrá él de sobra el ojo que te voló con el petardo?
—Sí... Él sí —respondió pensativo El Tuerto, sentado ahora en la mesa y llevando sus manos a la frente para buscar soluciones—. Eso va a ser un lío…
—Él lo puede regar por to el pueblo, pa hacerte daño. Vas a tener que hablar con el Gabi —dijo Santiaga, que servía la cena a su hijo, incapaz de acompañarle, por la montaña rusa que sentía en el estómago.
—Tienes razón, vieja, tienes razón.
“¿Tienes razón?”, pensó Santiaga. “¡Y no ha explotao ante la idea de tener que hablar con el Gabino! ¡Este no es mi Atanasio, me lo han cambiao en el bosque!”. Todo eso se decía la madre con los ojos muy abiertos, contemplando a su hijo engullir alegremente los huevos y el lomo, mientras ella le cortaba pan con manos temblorosas.
Capítulo 4- UN BAÑO EN EL MAR ÁTTICO
A la mañana siguiente, Atanasio se despertó cuando aún era de noche. No podía contener la emoción de vivir un nuevo día con su ojo de estreno. Sintió el deseo de, antes de abrir la pescadería, dar un paseo por la playa, porque Candiles además de tener puerto contaba con una enorme playa de un kilómetro, de extremo a extremo.
Salió vestido como solía para ir a trabajar, solo que, en lugar de bajar andando la Cuesta de los Pescadores, para llegar a su pescadería en el puerto, condujo el jeep hacia la playa. Dejó dentro del vehículo su delantal de pescatero y los zuecos de trabajo, y con la tímida luz rosada del amanecer caminó descalzo por la arena. Aunque la playa estaba desierta a esa hora, decidió no arriesgar yendo sin parche y colocó el pedazo de cuero en el ojo viejo, es decir, en el izquierdo.
La prenda era para Atanasio como una extensión más de su piel, tras ocho lustros de uso. Por lo tanto, dio el paseo usando el ojo nuevo y, quizás por el influjo de su óptica joven, suspiraba: “¡Qué arena tan fina y agradable al tacto! ¡Qué aguas tan frescas y transparentes! ¡Manso amanece el mar Áttico!”. Y se preguntó: “¿Cuándo fue la última vez que bajé a la playa?”. “¡Hace cuarenta años, el verano del accidente! Sí... Lo recuerdo. Nos bañábamos en esta misma playa, Gabino y yo. Nadamos hasta las boyas... Siempre le ganaba y él se justificaba diciendo que si fuera de mi estatura la cosa sería diferente. Yo le sacaba un año y, para colmo, me había desarrollao antes que él”.
En ese momento, Atanasio detuvo el paseo y sin importarle ensuciarse con la arena, todavía húmeda por el rocío de la mañana, se sentó en silencio contemplando el mar y la línea rosada del albor del nuevo día. Pronto despuntaría el astro rey. El sonido de las olas, con su desembarco en la orilla, y el de las gaviotas, que madrugaban en busca de desayuno, eran música celestial en los oídos de Tani.
“Gabino me seguía siempre en lo que le proponía”, seguía recordando El Tuerto. “Nademos, nadábamos. Vayamos en bici a la Sierra del Quintillo, pues íbamos. Robémosle a la Carmen un paquete de celtas, y entrábamos al kiosco los dos, uno la entretenía y el otro metía mano al mostrador. ¡Vaya pillos estábamos hechos, rediez!”. Una lágrima se le escapó de forma tan imprevista que Atanasio se llevó la mano a la mejilla refrescada por la gota, como si hubiese caído del cielo y no de su ojo nuevo. “Lancemos petardos con tirachinas, y el bueno de Gabino contestó: “¡Yo los compro!”. Y pasó lo que pasó”.
Cuando el sol comenzó a llenar Candiles de color, Tani ya tenía luz suficiente para ser honesto consigo mismo sin esquivar su mensaje —como llevaba haciendo cuarenta años, cegado por la rabia— y enfrentar la verdad de lo sucedido. Aquello fue un fatal accidente, ideado por él y ejecutado por la mano inocente de Gabi, quien, por mucho que intentó pedir perdón, mantener la amistad o reparar el daño, fue cortado de la vida de Atanasio para siempre, sin opción mínima a una reconciliación. Como si Atanasio estuviese poseído por una fuerza sobrehumana que lo impulsaba al agua, el mejor pescatero de Candiles se quitó la camisa, el pantalón, el parche, se quedó en calzones y, reviviendo a aquel adolescente de cuatro décadas atrás, entró corriendo al mar para darse el mejor baño de su vida.
Las aguas del Áttico, amablemente frías, consiguieron el milagro de lavar, no solo el cuerpo, sino también viejas heridas, y despegar capas de amargura que se habían convertido en un segundo cuerpo para El Tuerto. El hombre que salió media hora después era un poco más ex que el que había entrado: ex huraño, ex soberbio, ex solitario... Atanasio recogió la ropa de la arena, se puso el parche sobre el ojo izquierdo y guiado por el otro, el bueno, que era también el nuevo, se dirigió al jeep con el calzón mojado. Se sentía pletórico, rejuvenecido y con ánimo resuelto: esa misma mañana hablaría con Gabino.
*****
El pueblo de estrechas calles y cuestas pronunciadas, que parecía esculpido en un acantilado, hubiese sido en otro tiempo motivo de quejas, refunfuños y algún que otro taco. A Atanasio no le gustaba conducir por sus cruces, de curvas imposibles que obligaban a bajar la velocidad al máximo y saludar sin más remedio a los vecinos que iban a cualquier parte andando. Aquel día, en cambio, fue una experiencia completamente distinta. Aún a riesgo de abrir tarde la pescadería, El Tuerto (ya no tan tuerto) se recreó en el viaje, desde la playa a su casa para cambiarse los calzones, y desde la casa de nuevo al puerto. Apreció por primera vez en su vida lo que los turistas valoraban cuando querían veranear en Candiles: sus fachadas de colores, los balcones adornados con macetas cargadas de flores, las calles frescas y con miradores naturales desde los que asomarse al mar Áttico y perder la vista en lontananza. La vida, que transcurría a otro ritmo, más lenta, más antigua, pero también más auténtica que en cualquier otra ciudad del país.
Con la ventanilla del jeep bajada y su ojo nuevo descubierto, para zambullirse en aquel ambiente que reinterpretaba con otra lógica, Atanasio deseaba un “buenos días” a los vecinos con los que se iba cruzando, no sin notar que, además de corresponder al saludo, fruncían el ceño o arqueaban las cejas, apretaban los labios o dejaban entreabiertas las bocas, en señal de extrañeza ante la repentina amabilidad del pescatero.
Hasta los olores a mar, a lonja y a diésel de otros coches, que tiraban de motor en su esfuerzo por trepar Candiles, aquellos olores ya familiares, se le antojaron a Tani cargados de vida y nobleza.
Aparcó su jeep en el puerto y para cuando subió la persiana del negocio, Gabino ya lo había hecho media hora antes. Era lunes. Tocaba recibir género fresco de los faeneros del fin de semana. Eso significaba bronca asegurada.
“¡Estás loco si piensas que me voy a quedar con esos mejillones raquíticos!”, le solía gritar a Braulio, el sufrido vendedor, que ya estaba acostumbrado a pelear con Atanasio cada precio, cada producto y prácticamente la continuidad de la relación comercial semana tras semana. “¡Esos boquerones se los llevas a tu tía, a ver si ella te los recibe! ¡Vamos, anda! ¿A esto llamas tú “atún del bueno”? ¡Pues cómo será el malo! ¿Que qué? ¿Cuánto has dicho? ¡Baja, baja, que no estás vendiéndole a un principiante! ¡Eso te lo compro a diez el kilo, que le tengo que ganar algo! ¿O crees que trabajo por amor al mar?”. Braulio sabía de sobra que venderle a Atanasio era un dolor de cabeza y se tomaba la aspirina desde su puesto en la lonja, para llevar el trabajo hecho anticipadamente.
—Esto no está pagao, Paco —le decía su jefe, antes de ir a servir género a Atanasio y a Gabino, en ese orden—. Un día ve tú y me cuentas.
—¡Calla, cobarde! ¡No rechistes y ve a ganarte el jornal! ¿Crees que no sé lo que es venderle al Tuerto? Fue lo primero que me mandó mi padre cuando empecé a ayudarle. Pero para eso estás tú aquí... ¿Qué serían los lunes sin tu visita al Atanasio?
Braulio se resignaba, apretaba dientes y a la batalla. Pero en aquel lunes no iba a comenzar la semana con tan mala pata como siempre.
—¡Hombre, Braulio, ya estaba yo preocupao, por si habías venío a primera hora y no me habías encontrado abierto!
—Esta vez empecé por el Gabino, y resuelto —explicó el joven a la defensiva, esperando la nota ácida en el siguiente parlamento.
—¡Perfecto, hombre! ¿Y qué me traes hoy, majete?
“¿Majete? ¿Irá bebido o algo así? ¿O será que le ha tocado la lotería?”, especulaba el vendedor sin bajar la guardia.
—¡Lo de siempre, Atanasio! ¡Lo fresquito y sabroso que nos dona nuestro padre el Áttico! ¡Mira qué merluzas! ¡Y estos gallopedro! ¡Almejitas y gamba sabrosas!
Y así siguió mostrándole al Tuerto mercancía; este la compraba sin regatearle apenas los precios y dándole alguna que otra palmadita en la espalda. Braulio llegó a sentirse raro, por no decir incómodo, y pensaba cada pocos minutos: “¡Verás cuando le cuente esto al Paco, no se lo va a creer! ¡El león parece un gatito!”.
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Novela corta ‘El Tuerto’
I.- Capítulo 1 ATANASIO EL TUERTO y Capítulo 2 EULARA
II.- Capítulo 3 SANTIAGA y Capítulo 4 UN BAÑO EN EL MAR ÁTTICO
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - El Tuerto, Santiaga y un baño en el mar Áttico