El Tuerto y la segunda visita a la fuente

Capítulos 8-10: nuestro protagonista necesita un nuevo encuentro con Eulara pues su ojo nuevo está cegado y vuelve a ser tuerto.

24 DE AGOSTO DE 2025 · 08:00

Portada de la novela,El Tuerto, Juan Carlos Parra
Portada de la novela

Seguimos en los capítulos 8, 9 y 10 acompañando a Atanasio en su experiencia de sanidad para dejar de ser tuerto en todos los sentidos. Ahora, nuestro protagonista necesita un nuevo encuentro con Eulara pues vive un momento crítico: su ojo nuevo está completamente cegado y vuelve a ser tuerto.

Estamos ante una novela corta de redención. El arco narrativo de Atanasio recuerda los relatos clásicos de conversión interior o viaje del héroe caído que encuentra restauración no por méritos propios, sino por la gracia recibida.

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Capítulo 8- LA SEGUNDA VISITA A LA FUENTE

Cuando uno regresa de la Reserva del Marqués y aún es de día, el espectáculo es maravilloso a la vista. Más todavía si para disfrutarlo se goza de dos ojos y no solo de uno. Al atardecer de aquel domingo, Atanasio conducía su jeep lentamente, tomando las curvas con parsimonia y aprovechando las rectas que conocía de memoria para contemplar el atardecer o divisar Candiles con el ojo bueno. Analizaba todo como si fuese la primera vez que descubría aquella joya del mar incrustada en la montaña.

En la costa escarpada, donde el Áttico besa las rocas, unas veces con furia y otras con ternura, subsiste Candiles, pequeño y antiguo pueblo pesquero, a quien los fundadores griegos quisieron llamar Apestalmenos (El Enviado, eso significa el nombre), pero, pronto en su historia, la malsonancia del término, una vez traído al castellano, derivó en el actual Candiles. Cuenta la leyenda que pescadores, llegados de la costa jónica y guiados por la hambruna que sacudió su región, encontraron en la bahía en forma de medialuna un hogar en el que empezar de nuevo.

Atanasio podía distinguir su barrio en lo alto de Candiles, y, con precisión sorprendente, hasta su propia casa, a pesar de que todas las viviendas son iguales: encaladas y con tejados añiles, apiñadas unas junto a otras, como si quisieran darse calor, asomándose al mar Áttico. Los turistas, con razón, aman pasear por sus callejones estrechos y llenos de macetas con geranios, que huelen a sal y a pan recién horneado.

El Tuerto detuvo el jeep en el Mirador del Enamorado. Dice la tradición que allí suspiró el primer candileño que fue a casarse en la Ermita del Enviado. Bajó del todoterreno y se acercó al muro de piedra desde donde podía ver el puerto, adornado con los barcos que no habían faenado. Una postal llena de matices, ya que cada pesquero presumía de un color único, y su vieja madera descansaba holgazana, tatuada con nombres de santos y mujeres que Atanasio no alcanzaba a leer, ni falta que hacía, pues los conocía de memoria.

Su ojo se dirigió entonces a la luz de la ermita, tallada en piedra al borde del acantilado. Como cada tarde, don Inocencio, fiel a la costumbre, había encendido lámparas para los pescadores que aún no habían regresado del mar. No lo hacía a modo de faro, ya que Candiles tiene el suyo, sino en forma de súplica a San Pedro, para que todos vuelvan sanos y con el fruto de su trabajo. Recordó, Atanasio, el final del himno de los pescadores.

No temeré al mar si hay luz en mi camino.

La lámpara brilla, no estoy solo.

Y al volver a casa, me espera mi tesoro.

¿Quién lo esperaba él? Sólo su pobre madre; ya ni su perro. Si había un cielo de animales, deseaba que Negro disfrutara en él más de lo que había podido gozar cazando con él los domingos. El Tuerto suspiró. Sentía el peso de la culpabilidad por la muerte de su amigo.

Ahora todo lo veía claro. Qué diferente volvía de su visita a la fuente en comparación con la amargura y la rabia con la que había conducido su jeep unas pocas horas antes. Con la vista perdida en el vaivén de las olas, rememoró la experiencia inolvidable de aquel domingo restaurador.

Salió muy temprano del pueblo. Casi no había podido dormir. Con su parche en el ojo derecho y la guía nublada del viejo, se lanzó a la carretera, ebrio de dolor. Llegó a la Sierra del Quintillo cuando amanecía. Aparcó el desgastado vehículo junto a un par de coches de cazadores que habían madrugado más que él y, rifle al hombro, para disimular, siguió el camino que lo llevaba hasta la roca resplandeciente. Pero nada, ni rastro de ella.

No podía ser. Recordaba perfectamente en qué piedra del sendero se sentó a descansar, desvanecido por la sed, y en qué dirección vio el blanco de Eulera como una paloma entre cuervos. Ahora, lo único que había allí era matorrales, rocas grises, pinos, abetos, hierbajos, flores y tierra. Tierra que nunca parecía haber albergado una roca sobrenatural.

“Evidentemente se la han llevado”, pensó, a la par que golpeaba con su bota un guijarro que fue a impactar directamente en un pino. “¡Maldita sea! ¡Algún geólogo o curioso ha notao que tiene algo especial y ya la estarán estudiando!”.

—¡Me giño en Panete! He perdío el ojo nuevo y no me queda más que el globo, para no olvidar que por diez días fui normal. ¡Mejor me hubiera ido si nunca me dan y luego me quitan tan pronto! —refunfuñaba El Tuerto.

En ese momento, un venado salió de detrás de un abeto, tranquilo, sin miedo al cazador, enorme. Se le quedó mirando como si dijera: “No te tengo miedo”. Atanasio no había visto un ejemplar así en mucho tiempo. Se puso tan nervioso que no atinaba a llevarse el Mauser al hombro y para cuando por fin lo hizo la presa ya estaba corriendo, internándose en el bosque.

—¡A lo menos me vuelvo con caza hoy, por mi madre! ¡Aunque sea por la memoria de mi Negro, que hubiese corrío tras este bicho! —se prometió.

Y a toda prisa, dejando bullir toda la indignación de no encontrar a Eulara y de volver a ser tuerto y de no tener a su perro por su propia culpa, salió a la carrera para dar caza al venado. Esquivaba rocas y árboles, saltaba arbustos y desniveles del camino, pisaba flores y hierbas con sus botas del cuarenta y cinco, pues Atanasio veía al animal cada tanto, de pronto a tiro, más tarde huyendo. Se detenía, disparaba, fallaba y de nuevo se ponía a la carrera, sudando y perdiendo completamente la noción de dónde estaba y hacia dónde iba.

Lo cierto es que el venado, poco a poco, iba bordeando una montaña sumamente poblada de vegetación, cosa que el pescatero, convertido en rabioso cazador, no alcanzaba a comprender, aunque cada vez se cansase más, ascendiendo en una persecución inaudita. Parecía que la presa quisiera acabar servida de guiso en la mesa de Santiaga, por cómo se exponía a los disparos de Atanasio.

Al Tuerto le cegaba lo cerca que veía su premio. No le iba nada bien la vida, mas regresaría cargado con aquel rey del bosque, que debía de medir metro veinte y pesar más de cien kilos, de cornamenta profusa y cicatrices en la cara, ideal para adornar lo alto de su chimenea.

¡Pum! Ese último disparo le rozó el lomo.

—¡Casi te doy, descarao!

¡Pam! La roca que recibió el impacto rebotó la bala y se vino a incrustar en un pino.

—¡La próxima va pa ti, rediez!

¡Pum! Disparaba a la carrera, recargando su Mauser 98 con habilidad militar para seguir intentándolo y llevado por la vehemencia de la montería.

Minutos más tarde —quizás horas—, El Tuerto acabó mandando el último cartucho al interior de una cueva en donde el ciervo se había escondido, perdiéndose en la oscuridad.

¡Pam!

 —¡Wroaahh! —gimió el cazado, y el cazador interpretó a la perfección aquel sonido.

—¡Le he dao! ¡Por la Virgen que le dao! ¡Eso no ha sido un berrío, sino un quejío!

Sin pensarlo, imaginándose ya saliendo de la cueva arrastrando la presa, se internó en la caverna, seguro de que pronto su ojo se acostumbraría a la negrura de adentro. Tras veinte pasos ansiosos, como los que el atleta recorre hasta llegar a la meta, Atanasio fue envuelto por las tinieblas de aquel agujero en la montaña y lo demás fue imposible de prever.

En lugar de encontrar al venado muerto o gimiendo en agonía, se vio a sí mismo cayendo por una pendiente pedregosa a toda velocidad; y soltando rifle, dejando gorro, raspando la espalda y golpeándose la cabeza mientras gritaba aterrorizado, pues la sensación era semejante a ser engullido por un monstruo y estar descendiendo por el tracto intestinal hacia el mismísimo estómago.

Cuando el pescatero de Candiles terminó su viaje, chocando con el suelo pedregoso de la profundidad de la cueva, ya no estaba consciente de nada. Si se desmayó justo antes de llegar al fondo o a mitad del recorrido no lo sabía. Si había caído por aquel terraplén diez segundos o diez minutos, no lo podía adivinar. Solo recordaba que al recuperar el conocimiento y abrir el ojo izquierdo, un negror semejante a la obsidiana le hizo dudar de si había muerto y estaba en el infierno, en pago de su mala vida, o quizás seguía perdido en una pesadilla, fruto de sus delirios. Un pánico nunca conocido le sobrevino y no se le ocurrió otra cosa que gritar para no sentirse tan muerto y tan solo:

—¿Hay alguien ahí? ¿Dónde estoy?

Su voz rebotó en las paredes cercanas y en la bóveda de aquel agujero, y se multiplicó una docena de veces.

—¡Hola! ¿Me podéis oír?

Fue entonces cuando Eulara se iluminó.

Sentado en el Mirador del Enamorado, presenciando cómo la noche llegaba a la costa del Áttico y hacía acto de presencia la luna, para iluminar firmamento y mar, no pudo evitar encontrarle cierto parecido a lo que había sido la aparición de la roca blanca en aquel lugar de tinieblas. Eulara ya no resplandecía por el sol que hacía brillar el agua de su fuente; lo hacía con luz propia, una luz argentada y agradable, suficiente para iluminar la cavidad donde Atanasio se encontraba.

 

Capítulo 9- EL LAVACRO

 Si no fuese por las raspaduras que le picaban en la espalda, hubiera jurado que todo el tiempo en la cueva había sido una especie de sueño o visión: como consecuencia del golpe. El Tuerto palpó el hematoma de su coronilla. No estaba loco. Suspiró y siguió repasando en su mente todo lo vivido.

Se había incorporado con dificultad tras recobrar la razón. Un agudo dolor en la cabeza hizo acto de presencia. De forma instintiva, se tocó y tenía sangre. Gracias a la luz de Eulara, podía distinguir todo a la perfección. A sus pies yacía el ciervo a quien efectivamente había batido y que ya no respiraba. También se había caído por la pendiente, como él. El cazador no le hizo el menor caso.

La pequeña gruta de piedra maciza era una oquedad tan grande como el salón de su casa, completamente gris, con betas parduzcas. A su espalda quedaba la cuesta por la que había patinado, de unos veinte metros en desnivel (calculaba) y unos cinco metros de ancho, con alguna que otra piedra sobresaliendo. Sin duda, había perdido el conocimiento al chocar con una o varias de esas rocas en su descenso descontrolado. Sin embargo —razonaba El Tuerto—, con ayuda de aquellos agarraderos naturales, que se acumulaban mayoritariamente a los lados del terraplén, lograría escalar y salir de tan inhóspito lugar.

Al volverse para mirar al frente, distinguió unas rocas que bien podrían servirle de escalones naturales por los que acceder a una caverna más grande, a su izquierda, en un nivel superior, donde brillaba la roca blanca.

El asustado pescatero esperaba oír discurrir de agua — de Eulara en su función de manantial—, pero no fue así. Acercándose a las rocas y comenzando a trepar, pudo comprobar que la piedra mágica solo refulgía, pero no expulsaba agua. En ese instante le vino al recuerdo aquellas últimas palabras de su primer encuentro con Eulara: “No siempre”, había sentenciado la roca, refiriéndose a que no siempre era fuente de la que manaba agua.

El lugar en el que ahora se hallaba le recordó a la Ermita de San Pedro, pues aquella también fue excavada en el acantilado, y sus paredes y techos altos eran de piedra maciza, solo que de color gris claro, predominantemente, mientras que esta se vestía de un manto carbón, tanto que parecía devorar la luz de la roca blanca cual agujero negro, en lugar de reflectarla. El suelo, también de piedra, pareciera esculpido a cincel y martillo (tan liso era) y no se veía abertura que diese lugar a otra gruta o pasadizo, por lo que Atanasio se reafirmó en la idea de salir de allí escalando el terraplén.

—Bienvenido —rompió el silencio Eulara, titilando con cada sílaba como si fuese una vela.

—¡Eulara, otra vez hablas!

—De nuevo es necesario.

—Tú me has traído, ¿verdá?

—Digamos que te trajo el ciervo... Y tu rabia.

El tuerto guardó su lengua de decirle a la piedra lo que a cualquier otro ser le hubiese escupido: ¡que cómo no iba a tener motivo de estar rabioso, si había perdido a su perro y su ojo y su tiempo, esperanzándose en vano con una nueva vida! Pero fue la roca la que retomó la palabra.

—Te avisé de que tu vista buena necesitaba de mis aguas de tiempo en tiempo.

—¿Y tanta diferencia había entre una semana y diez días? —la interrumpió El Tuerto con acritud en el tono.

—La suficiente. Diez días son demasiados.

—Pero... Pero... ¡Bah! ¡No me voy a excusar!

Cuando el candileño levantó la voz, la roca rebotó sus palabras en una reverberancia que le hizo escucharse a sí mismo y sentir vergüenza.

—¿Excusarte? No hace falta que lo hagas, Atanasio. Estoy aquí para tu ayuda y no para acusarte. Ven. Lávate en mis aguas.

—¿En qué aguas? Si ya no eres fuente.

—Acércate un poco más y verás...

La invitación, expresada en un timbre entre alegre y misterioso, volvió a irritar al pescatero. Instintivamente, sin poder razonarlo, intentó apretar el rifle a su costado antes de dar un paso, pero reparó en el hecho de que su Mauser se había desprendido de su hombro en algún tramo de la caída. Sintiéndose más indefenso y desnudo que nunca, Atanasio adelantó su posición hasta quedar a un metro de la roca. Entonces la vio. Una pila de agua de apenas medio metro de alto y un metro de largo, sumamente estrecha, se alzaba detrás de Eulara, con aguas cristalinas que traslucían el color perlado de su continente.

—¿Qué es esto?

—Mis aguas, para lavarte.

El Tuerto, dubitativo, se aproximó al lavacro y, puesto de rodillas, tocó tímidamente el líquido. Era agua tan fría como la del deshielo.

—No temas —lo animó la piedra angelical.

—¿Puedo volver a ver?

—Por supuesto.

Atanasio se quitó el parche completamente, dejó la cinta en el suelo y, esta vez con ambas manos, lavó su rostro en las aguas de Eulara. Abrió ambos ojos para cerciorarse de que entrasen en contacto con la cura.

No era solo asunto de miopía. Atanasio se levantó del banco del mirador y reposó sus manos nuevamente en el muro de piedra. Al cambiar el parche del ojo izquierdo al derecho para ver la luna, el mar o las estrellas, la nitidez disminuía. Eso estaba claro. El ojo nuevo, creado por Eulara, veía mejor. Pero luego estaba lo que sentía su corazón. Giró la cabeza buscando contacto visual con el pueblo. Las luces de las farolas eran amarillentas, pero las que se encendían en las casas variaban, unas más frías y otras más cálidas. Con la suma de todas ellas, uno podía distinguir el contorno de Candiles. Una ancha cascada de hogares aferrados a la montaña, como una manada de cabras montesas. ¿Y sus gentes? El tuerto podía contestar a esa pregunta. Criticones, cobardes, hipócritas, egoístas, devotos de San Pedro y amantes de la tradición, pero con igual pasión por el juego, el vino, la siesta y el garruleo. En ese momento, Atanasio se cambió el parche de ojo, tapando el viejo y dejando libre el sano, el regalado por Eulara. Ante la maravilla de la creación, ¡qué ganas de vivir y qué vuelco del corazón al saber que se le daba una nueva oportunidad! ¿Y los candileños? Gentes sencillas, de manos curtidas por el trabajo y alma hospitalaria. También era cierto todo lo otro, pero Tani se atrevía a decir que aquel era un buen lugar para formar una familia, envejecer y morir. Si quisiera alejarse de allí y volver a empezar en otro lugar, su alma se secaría al no escuchar el batir del mar contra las rocas o el olor a pesca y a diésel quemado. Y las clientas, con sus penas y alegrías que siempre descargaban en el mostrador de su pescadería, aunque él no les hiciese ni caso. Los “buenos días, Atanasio”, las “buenas noches”, subiendo la Cuesta de los Pescadores, de regreso a casa. Y Pilar, su silueta esbelta, conservando juventud a sus treinta y ocho primaveras, su sonrisa franca, aquellos ojos pequeños y vivaces... Lo quería intentar: sacar el jugo a la vida que se le había escapado en el pasado o lo agrió con su hosco temperamento—, recuperar el tiempo perdido.

Cuánta diferencia de luz y de entendimiento, y de disposición de corazón ante el presente y el futuro. Sin lugar a duda, con su nuevo ojo parecía un hombre nuevo, y el Atanasio de siempre ya había malgastado demasiados años.

¿Qué había dicho la roca?: “Que vuelva Tani, aquel niño alegre que nunca debía haber muerto”.

 

Capítulo 10- TANI

Montado en su jeep y conduciendo con la visión del ojo derecho (para tapar el viejo y que no molestase al nuevo), Atanasio fue recapitulando lo que había sucedido en el resto del día.

Se lavó la cara en la pila de aguas vivas, soportando el picor, que le quemó los ojos como si los rociase con alcohol sanitario, y después de cinco segundos recuperó la visión de su globo ocular derecho.

Lo primero que distinguió fue su propio rostro reflejado en el agua del lavacro, pues la superficie en calma creaba un espejo natural extremadamente fiel.

—¿Qué ves, Tani? —preguntó repentinamente Eulara.

—Desde luego que no a Tani —contestó lacónicamente el candileño.

—¿Y te gusta lo que reflejan mis aguas?

Atanasio no quería responder a esa cuestión. Claro que no le gustaba el tipo cascarrabias, solitario y rencilloso en que se había convertido. Cuando estaba a punto de incorporarse para huir de su propia imagen, la fuente le advirtió:

—Si te levantas ahora, Tani, estarás perdiendo una gran oportunidad de cambiar. ¿Por qué no sigues un poco más de rodillas?

—Deja de llamarme Tani, por favor. Ese nombre parece el de otra persona.

El ruego del pescatero no sonó como una exigencia, sino como el lamento de un corazón contrito. A pesar de que Atanasio cerró los ojos, no obstante, se mantuvo arrodillado como le pidió Eulara.

—Es cierto —corroboró la roca—, es el nombre de otra persona, una inocente, alguien que todavía puede aprender y mejorar. Pero esa persona está dentro de ti. Tú decides si le das o no lugar. Es hora de que vuelva Tani, aquel niño alegre que nunca debía haber muerto.

—No entiendo por qué me está pasando esto a mí.

—Porque tienes un Padre en los cielos que te ama... ¡No puedes imaginar de qué manera te ama, Tani! Tanto que envió a su hijo para salvarte...

—¿Te refieres a Jesús?

—¿A quién, si no?

—¿Jesús puede ayudarme?

—¡Por supuesto! Él dijo que si tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz. Pero si tu ojo es malo, todo tu cuerpo estará lleno de oscuridad.

—Mi ojo ha sido malo, Eulara, y mi oscuridad como boca de lobo. —Al confesar eso, dos lágrimas se desprendieron de las cuencas de Atanasio y cayeron sobre el agua de la pila, tan pesadas como si hubiesen sido dos piedras.

El ruido del impacto de las gotas en el agua no se correspondía con el de una lágrima, sino con algo más voluminoso. Por esa razón, El Tuerto abrió ambos ojos y vio cómo el agua del lavacro estaba removida con ondas concéntricas que partían del lugar del impacto, pero que poco a poco se iban serenando hasta volver a ser agua mansa. Atanasio observaba en las aguas a un muchacho sonriente, que desprendía nobleza y que lo saludaba con su mano derecha.

—¡Soy yo!

—Sí, así es.

—¡Soy yo cuando era un muchacho, antes del accidente!

—He querido llevarte a esa época, antes de ser tuerto.

—¿Puede verme? —quiso saber, sin apartar la vista de su yo de cuarenta años atrás.

—Parece que sí —afirmó Eulara.

—¿Y escucharme?

—¡Prueba! —lo animó la fuente.

—Hola, Tani —saludó Atanasio, sintiéndose ridículo.

—Hola —dijo la imagen de las aguas.

—¡Puede oírme y hablar! —exclamó sin dejar de mirar al niño.

—Aprovecha y dile lo que quieras —sugirió Eulara.

—Yo... Yo no te dejé crecer. Lo siento mucho —se atrevió a confesar el pescatero.

—Creció El Tuerto —arguyó la voz que manaba de la pila; una voz infantil, vigorosa, que no dejaba asomar nada de tristeza.

—El Tuerto —repitió Atanasio con resignación.

—¿Recuerdas cómo veías la vida cuando eras Tani? —intervino Eulara.

—Sí —susurró el de Candiles—. Sí que lo recuerdo.

—¡Ahora puedo ver otra vez! —suspiró el niño desde el lavacro.

—¿Cómo que puedes ver otra vez? —inquirió Atanasio.

—¡Que puedo ver desde dentro de ti! —sentenció Tani, y cambiando de forma ante la mirada atónita del pescatero, añadió—. Porque he permanecido dentro de ti esperando a que me dejaras recuperar la vista...

Tras decir esto, lo que Atanasio vio en las aguas fue su propia imagen reflejada, eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja y sus dos ojos como dos estrellas.

—¡Eulara, ahora lo entiendo!

Pero Eulara ya no dijo nada.

—¡Es más que ver, es tener luz!

La roca blanca callaba y Atanasio se preocupó. Incorporándose, tras recoger el parche del suelo, se acercó a su ángel y la llamó de nuevo:

—¿Eulara?

Como toda respuesta, la piedra comenzó a disminuir en la intensidad con la que brillaba.

—¡Eulara, no me dejes aquí abajo! ¡Tenía preguntas que hacerte aún!

La roca callaba y perdía poco a poco incandescencia. Atanasio supo que no debía perder ni un segundo. Metió su parche en el bolsillo del chaleco de cazador, dio una palmadita a la piedra blanca a modo de adiós y deshizo sus pasos a toda prisa, encontrando en el temor a quedar en aquella oscuridad omnímoda su mejor acicate para trepar el terraplén, recoger su rifle y gorra, y abandonar la caverna sin el ciervo, pero con algo mucho más valioso: la visión en los dos ojos y la seguridad de que seguía siendo tanto Tani como Atanasio.

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Novela corta ‘El Tuerto’

I.- Capítulo 1 ATANASIO EL TUERTO y Capítulo 2 EULARA

II.- Capítulo 3 SANTIAGA y Capítulo 4 UN BAÑO EN EL MAR ÁTTICO

III.- Capítulo 5- GABINO Y PETRA, Capítulo 6- PILAR y Capítulo 7- UNA NUEVA COMIDILLA

IV.- Capítulo 8- LA SEGUNDA VISITA A LA FUENTE, Capítulo 9- EL LAVACRO y Capítulo 10- TANI

Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - El Tuerto y la segunda visita a la fuente