Las cosas se complican para ‘el Tuerto’
Los capítulos 11, 12 y 13 de esta novela corta llevan al nudo de su relato.
31 DE AGOSTO DE 2025 · 08:00
En esta novela corta, presentada en Evangélico Digital por entregas cada domingo, llegamos a la mitad del viaje fantástico en el que conocemos un poco mejor la Fiesta del Envío de Candiles y presenciamos la reconciliación de Atanasio y Gabino, eso sí, en el marco de un azaroso día de pesca.
Toda novela tiene introducción, nudo y desenlace. Llegamos al nudo de esta historia, cuando nuestro protagonista, Atanasio El Tuerto, va a necesitar como nunca la intervención de la Providencia para poder salir del hoyo en el que parece que la Mala Fortuna lo ha vuelto a arrojar.
Capítulo 11- LA FIESTA DEL ENVÍO
La noche de aquel domingo, Atanasio llegó a casa, besó a Santiaga y se dio una ducha que le supo a cielo, para luego irse a la cama a dormir como un bendito. Al amanecer, un poco más tarde de lo acostumbrado, Tani se preparó un frugal desayuno, a base de café y tostadas, y salió de casa para abrir como cada día la pescadería.
Pronto reparó en el hecho de que, imbuido por sus problemas de los últimos días, había olvidado que ese lunes era el primer día de la fiesta de Candiles; por lo tanto, era festivo. Lo supo en cuanto vio —con su ojo derecho— las decoraciones de la Fiesta del Envío en farolas, balcones y ventanas. El ojo viejo lo llevaba tapado con el parche, con muy poca gana de usarlo y exponerse al riesgo de amargarse el día. En cambio, el nuevo, el que miraba todo otra vez con la inocencia e ilusión de Tani, aquel ojo que volvía a ver gracias a un nuevo milagro de Eulara, comunicaba a su cerebro certezas poco usuales para El Tuerto: que aquellas fiestas serían diferentes, que podía crecer en su relación con Gabino, que quizás Pilar aceptaría ir con él en una barca de envío y que ese lunes era para Negro, para recoger su cuerpo y enterrarlo, como merecía un gran amigo.
Una vez al año, en la noche del solsticio de verano, durante la Fiesta del Envío, todo Candiles baja al puerto, los jóvenes vestidos de blanco y los mayores de negro, para ver el espectáculo de las barcas de luz. Son las viejas barcas de pescadores que ya han quedado para paseos de jubilados o pesca menor y para la festividad o su réplica turística (siempre que haga buen tiempo). Las barcas deben ser adornadas con ramas de olivo y lámparas de madera, adentrarse en el mar unos doscientos metros y, separadas unas de otras, lanzar al cielo fuegos artificiales que llevan atados, en el extremo inferior del palo, oraciones y peticiones escritas a mano por los candileños. El envío al cielo de tales ruegos, dirigidos a Dios, a San Pedro o a la Virgen, según la preferencia del peticionario, es un espectáculo para los locales y los turistas que los acompañan. Y subir a las barcas portando todos aquellos escritos, un honor reservado a los miembros de las peñas de mensajeros.
Atanasio no pertenecía a ninguna peña. Todo lo contrario, en los días de junio dedicados al patrón de los pescadores, y en concreto en la ceremonia del envío, él se quedaba en casa o desaparecía, pues le recordaba su accidente y, por lo tanto, el comienzo de su desgracia. Pero ahora sería diferente. Hablaría con Paco, el de la lonja, o con el mismísimo Gabino. Los mensajeros pueden llevar a un par de acompañantes hasta completar el peso máximo de cuatro tripulantes. Pediría un hueco para Pilar y para él, lanzaría su propia petición al cielo y enviaría, por así decirlo, al fondo del mar, su mal carácter y toda la amargura que lo había aprisionado hasta entonces.
Quizás la Pili vería que iba en serio en eso de empezar una nueva vida y que ella podía acompañarle en el resto del viaje terrenal, sin el riesgo de acabar destruida por la personalidad enfermiza de Atanasio. Le pediría una nueva oportunidad. Pero eso sería el 21 de junio, faltaba una semana. Debía hacer bien el trabajo previo, para que Pilar quisiese subir con él a la barca.
Ese lunes inaugural, al atardecer, se dejaría caer por la Ermita de San Pedro para demostrar a todos que salía de su encierro y que cuatro décadas después volvía a participar de la festividad y de la vida en sociedad del pueblo.
Mucho antes de que Candiles tuviera nombre, cuando aún no era más que una playa solitaria y un promontorio de rocas entre acantilados, los marineros evitaban su costa. Decían que era traicionera, que las nieblas de invierno surgidas de la nada y las corrientes del Áttico, sumamente imprevisibles en esa zona, arrastraban los barcos al peligro; incluso los de los capitanes más experimentados. Una noche, en medio de una gran tormenta, la nave jónica llamada Pesta'lmenos fue empujada sin remedio hacia los cúmulos de rocas, peligrosas cual dientes de tiburón. La tripulación, sabiendo que la muerte era inminente, comenzó a orar. Fue entonces cuando lo vieron, un hombre de blanco, de pie sobre las peñas, alzando una lámpara de aceite que brillaba con luz firme y cálida, sin ser ahogada por el viento furioso. Guiados por aquella luz, los marineros lograron pasar entre peñascos y encallar en una cala segura. Al desembarcar en el lugar, corrieron en busca del hombre que los había salvado, pero no encontraron a nadie, solo una lámpara todavía encendida, descansando sobre una roca. Desde entonces dicha cala fue llamada Kandíli (de aquel nombre se deriva el actual Candiles) y la tripulación de marineros decidió probar fortuna pescando en la misma costa donde, a su parecer, un enviado de San Pedro, patrón de los pescadores, les había salvado la vida.
La lámpara original o su réplica (nadie lo sabe a ciencia cierta) se guarda en la ermita del acantilado. Cada vez que un barco pesquero tarda demasiado en regresar, la encienden y la bajan al puerto esperando que nuevamente se produzca el milagro. El primer lunes de la Fiesta del Envío, ante la mirada atenta de los candileños que se apretujan en la Ermita del Enviado y sus atrios, don Inocencio limpia y prepara la lámpara, poniendo en su depósito aceite nuevo, y la entrega a un niño o niña elegido ese año, a quien llaman el Portador, para que traslade la luz a la cúspide del viejo faro. El niño, vestido de blanco, símbolo de pureza, es escoltado por pescadores jubilados, todos de negro, representando el dolor por los que nunca regresaron de faenar en el Áttico, y son seguidos por todos los candileños en procesión silenciosa, mientras suenan las campanas del acantilado. Cuando el niño baja del faro, el patrón mayor de las peñas bendice el mar y ora por cada familia del pueblo. Finalmente, entonan el himno de Candiles, que concluye con estas palabras:
No temeré al mar si hay luz en mi camino.
La lámpara brilla, no estoy solo.
Y al volver a casa, me espera mi tesoro.
Pilar, acompañada de su amiga Inma —más conocida como La Peluquera— volvió a emocionarse con esa última estrofa del viejo canto, que fue elevado al cielo con solemnidad por pequeños y grandes, y soltó el brazo de Inma para aplaudir, como el resto, ante aquel fantástico comienzo de fiestas. Ella, con todo Candiles, había reparado en la presencia del Tuerto, y aunque disimulaba su interés, no le quitaba el ojo de encima. Cada pocos minutos, escrutaba la actitud de Atanasio, sorprendida, no solo de verlo allí por primera vez en su vida adulta, sino, más aún, por el talante sereno y complacido con el que permanecía entre los asistentes.
—¡Ve a saludarlo, Pili! ¡No seas tonta! —la animó Inma.
—¿Estás loca? ¡Y menos delante de todo el pueblo!
—¡Que los zurzan! ¡Así tendrán algo de qué hablar! ¡Anda, que lo estás deseando! —Esto ya lo decía la peluquera tirando del brazo de su amiga, a la que la noche bendecía con el disimulo de sus tinieblas para que su tez ruborizada no la delatara.
—¡Mía quién está aquí, Pili! ¡El Tuerto! —gritó señalando a Tani una Inma que no se hubiese atrevido a llamarlo así sin haberse pasado con la fos, la bebida típica de la Fiesta del Envío.
—Hola, Tani —saludó con seriedad sobreactuada Pilar, lista para cualquier reacción desagradable de Atanasio.
—¿Qué hay, Pili? ¡Me ha encantao esto del portador! —comentó el pescatero señalando al faro.
—Este año ha sido muy bonito, ¿verdad, Inma?
Pero Inma ya se había soltado del brazo de Pilar y andaba saludando a clientas de la peluquería a pocos pasos de ella.
—¿Volvemos juntos al pueblo? —se ofreció Atanasio.
—Será mejor... Que me espera mi sobrina.
—Querrá salir para la Cocía.
La Cocía era la preparación pública de cientos de litros de fos talasis en la Plaza Central de Candiles. Para los jóvenes de la comarca significaba baile y charanga hasta el amanecer.
—Bien imaginas... “No tardes en volver, tía, que he quedao con mi gente”, me ha repetío ocho veces hoy.
—Pues vamos andando —dijo Tani levantando el codo para que Pilar metiese su brazo.
Pili miró la cara de Atanasio, más galán que nunca, con su ojo derecho resplandeciente y una sonrisa nerviosa pintada bajo el bigote, y posó los ojos en el codo. Oía latir su propio corazón y le pitaban los oídos. Era consciente de que si metía el brazo allí podía estar metiendo, a su vez, la pata de nuevo, y de que todo el pueblo comentaría que La Espantá (tal era su mote) y El Tuerto habían paseado juntos desde el faro hasta las casas, o quién sabía hasta dónde después.
Cómo le hubiese gustado a Pilar tener una máquina del tiempo: parar el minuto presente, viajar de la actualidad al futuro inmediato y, de allí, al Candiles de cinco años adelante, para comprobar si aquel paseo se convertía en el comienzo de su felicidad o en una nueva espantada, como cuando dejó al Tuerto plantado en la iglesia. Lamentablemente, no disponía de tal tecnología y era (como su difunto padre le había dicho tantas veces) una de esas situaciones que se presentan en la vida cuando “o te atreves a dar el paso, o siempre te quedarás con la duda, que te carcomerá el seso como una termita”.
La Pili, haciendo caso a su padre, apretó el codo de Atanasio entrelazando su brazo y esa noche no volvió sola a casa.
Capítulo 12- UN DÍA DE PESCA
El plan de Atanasio de recuperar el tiempo perdido iba a toda máquina en lo que a Pilar se refería, sin embargo, con algo de retraso en cuanto a Gabino. Por ese motivo, el martes, antes de abrir las pescaderías, El Tuerto esperaba a Gabino y a Petra con un regalo en sus manos.
La noche anterior, al llegar a casa, henchido de felicidad por el paseo con la Pili, comenzó a revolver su habitación haciendo tanto ruido que llamó la atención de Santiaga.
—¿Qué es, mijo?¿Qué te llevas entre manos?
—Na, madre. Encontrar una caja vieja.
—Si me dices cuál, yo te ayudo.
—Pos una de mi infancia, con recuerdos... El tirachinas, la peonza y algunas fotografías.
A Tani le incomodaba la presencia de su madre en tal empresa: que lo juzgara como un hombre débil y sentimental, después de tantos años de carácter seco y de albergar rencor hacia Gabino y medio Candiles. Un rencor, por cierto, que había contagiado a sus padres, de manera que aquel cambio de actitud, con la gente en general y con El Rojo en particular, podía descolocar a Santiaga. Lo que no lograba imaginar Atanasio es que su madre estaba deseando que una reconciliación con su antiguo amigo sanara las heridas del pasado, y así ella poder descansar en la tumba con la seguridad de que su hijo no iba a quedarse solo, embutido en el disfraz de ermitaño.
—Yo te echo una mano, Tani. Solo que debemos buscar en el trastero, ahí metimos las cajas viejas.
—Es verdad, madre. Pos si me ayuda terminamos antes.
El “antes” fueron las doce y media de la noche. Pero El Tuerto encontró lo que buscaba. Era una foto amarillenta de él y Gabino antes del accidente de los petardos, cuando aún no era tuerto ni se le había puesto mala la sangre. En la instantánea se lo podía ver a él, aprovechando su mayor altura para echar el brazo derecho sobre los hombros de Gabino, y llevaba el otro a la cadera con pose de superhéroe. El Rojo, por su parte, mostraba una dorada que debía de pesar cinco kilos a la cámara, sujetándola con ambas manos y con una sonrisa que era lo suficientemente elocuente como para hacerse idea de lo que sintieron, aquel par de adolescentes, pescándola. El rostro de Atanasio comunicaba algo así: “¡Somos los mejores!”. Y el de Gabi: “Verás cuando se la mostremos a nuestros padres”.
—¡Qué buena pareja hacíais, hijo! —suspiró Santiaga, sacando con estas palabras a Tani de su ensoñación.
—Y que lo digas, madre. Ya es hora de volver a serlo.
—¿Te piensas hablar con El Rojo?
—Bueno, eso ya lo he hecho, pero me falta algún paso más, ¿me entiende?
Santiaga, adivinando que su hijo quería regalarle la fotografía a Gabino, sin decir nada, salió del trastero y a los pocos minutos regresó con un marco de fotos en la mano. Mientras Atanasio volvía a dejar las cajas que habían desordenado en su lugar, la anciana había descolgado un cuadro de la pared del salón y tras vaciar el marco de su pintura habitual, convirtió la estructura, de cincuenta por treinta, en un portarretrato ideal para la fotografía de Gabi y Tani con la dorada.
—¡Madre, qué gran idea!
—Envolvértelo ya no puedo, mijo.
—Ni falta que hace. ¡Al Rojo le va a gustar así! —afirmó Atanasio, deseando que la noche pasase rápido y ver la reacción en su colega pescatero cuando recibiera el obsequio.
Eso era lo que El Tuerto ofrecía a Gabino, la mañana del martes, ante el asombro de Petra y el nerviosismo evidente del Rojo, quien aceptó el presente con mano temblorosa.
—¡Tani no sabía que conservabas la foto! ¡Aquel fue un gran día!
—Ni que lo digas, Gabino.
—¡Yo no he vuelto a pescar un ejemplar así! —dijo Gabi mirando a Petra. Ella, conteniendo las lágrimas, al presenciar el acercamiento de aquellos dos niños convertidos en adultos, que se esforzaban por recuperar algo de la dicha perdida, preguntó:
—¿Y por qué no lo volvéis a intentar?
—¿Intentar qué? —quiso saber El Rojo.
—Pescar otra dorada, igual o más grande...
—¡Es buena idea, Gabino! —opinó Atanasio.
—¡Habrá que buscar el día, por San Pedro! —propuso Gabi.
Petra volvió a ayudar a los pescateros.
—¿No es festivo el viernes?
Y fue así cómo el viernes, dedicado al Toro Embolao, Atanasio y Gabino se encontraron antes del alba para embarcar en La Coqueta, el bote del Rojo, en busca de una dorada de Güines, o (como ambos deseaban profundamente) de repescar una amistad hundida por la furia de la mala fortuna.
La dorada debe ser pescada al amanecer. Además, que había dos zonas que se prestaban a su captura en bote: cerca de las rocas o en las praderas de posidonia. Eso lo recordaba El Tuerto. Y que de niños no se atrevían a embarcar solos; pescaban desde el espigón. En todo lo otro referente a la pesca debía dejarse aconsejar por Gabino, ya que la afición por el mar la mantuvo este, en tanto que Atanasio tiró para el monte, cazando con mayor tranquilidad que pescando, al saber que no se cruzaría un domingo con El Rojo. Ahora, allí estaban los dos, avanzando mar adentro, hacia las rocas, para fondear donde se movían los peces.
Atanasio no se atrevió a contradecir a su colega en cuanto al lugar en el que probar suerte. Gabi argumentaba que las praderas de posidonia eran ideales para otra época del año, “que en junio los pescadores las esquilmaban a conciencia”. Pero El Tuerto, a pesar de llevar el izquierdo con parche y funcionar con el derecho desde el que veía las cosas con fe y optimismo, consideraba imprudente echar el ancla cerca de las rocas con el “Áttico enredao”, es decir, con el mar picado.
— Si hay una dorada para nosotros, hoy estará escondía cerca de los acantilados. Pierde cuidao, compañero —lo tranquilizó El Rojo—, que ya lo he hecho otras veces.
Con el sube y baja del bote, Atanasio no tenía problema. Pero con el saber encontrar tema de conversación, ahí sí que sentía náuseas. Se le ocurrió que poner al tanto a Gabino de sus avances con la Pili sería un buen punto de partida desde el que echar a andar su amistad. Le contó lo de la visita a la pescadería con todo lujo de detalles; luego lo del paseo desde el faro hasta su casa y lo que hablaron; y lo simpática que notó a La Espantá (él también conocía el apodo de Pilar, del que en gran medida era culpable).
—¿Y dices que te gustaría acompañarnos a Petra y a mí pa lo del envío?
—Se me ocurrió así, Gabi... Pero sin compromiso, que tengo otras opciones.
—No, hombre, si yo puedo hablar con mis cuñaos, que se vienen cada año en nuestra barca. Les digo que esta vez saquen su bote y lo hagan ellos con sus hijos.
Atanasio analizó el tono y la expresión del rostro de su compañero y entendió que era sincero en el ofrecimiento y que lo hacía de buen grado.
—Yo querría pedirle que me dé otra oportunidá —le explicó Atanasio al pescatero convertido en capitán de barco—. Pero justo después de lanzar el cohete con nuestros ruegos al aire.
—¡Pues lo hacemos así! ¡Vosotros tiráis los chupinazos primero y en lo que la Petra y yo mandamos los nuestros y estamos concentraos con el envío, tú le entras a la Pili!
—¡Bien planteao! —celebró El Tuerto, que ya imaginaba un sí de la candileña.
—¡Te digo yo que a esa la tienes en el bote!
—Bueno, eso espero... ¡Que esté conmigo en tu bote! —bromeó Atanasio, aprovechando el juego de palabras— Y que pueda decidirse al ver que he cambiao.
—¡Has cambiao, Tani! ¡Y mucho! —Gabino hablaba a los gritos, ya que el motor de la barca rugía en su esfuerzo de remontar las crestas del Áttico—. ¡Yo no sé si eso de volver a usar el ojo derecho ha activao áreas de tu cerebro que estaban dormías!
—¡Es posible, es posible! —concedió El Tuerto.
Capítulo 13- UN NUEVO ACCIDENTE
Agarrándose a los asideros para no rebotar en el galope de La Coqueta, o peor aún, caer al agua, Atanasio preguntó a Gabino:
—¿Por qué tanta prisa, compadre?
—¡Es que no quiero que nos amanezca, Atanasio! ¡Las doradas no comen si duermen!
—¡Verdad es, pero que volvamos vivos!
La noche se resistía a ceder protagonismo al día y desplegaba sus tinieblas en complicidad con las nubes que ocultaban a la luna y sus estrellas. No contentas con esa labor, decidieron también descargar tímidas gotas de agua, avisando a los pescadores de que el Toro Embolao acabaría mojado por la lluvia. Los chubasqueros hicieron su parte para que el chispeo no les preocupase en demasía. Otra cosa era el lugar donde Gabino detuvo la embarcación y lanzó el ancla. A juicio del Tuerto, peligrosamente cerca de los acantilados.
—¡Verás cómo aquí pican! —aseguró un Gabino excitado, que parecía volver a tener doce años.
—¡Pero el bote baila mucho, Gabi! —dijo Atanasio, todavía aferrado a los asideros.
—¡Pescaremos sentados, compadre! ¡Ahí tienes la carnaza!
El Rojo colocaba gamba en el anzuelo y la aseguraba con hilo de costura, un truco para días revueltos como aquel. Tani lo imitó, lanzando miradas cada tanto al cielo, pues relámpagos distantes gritaban tormenta mar adentro. De pronto, un trueno, rebotado por las paredes del acantilado, hizo temblar el bote, y el corazón del Tuerto.
—¿No será mejor volver el domingo, compadre?
—¡Mira a la luz de la ermita, si te entra miedo, Tanasio! —contestó Gabi, dejando escapar una risa picarona y disfrutando con el componente de emoción que les había regalado el cielo— ¡Vamos, Tani, la caña se desespera!
—¡Lanza tú primero, que yo cambié el rifle por la caña hace mucho!
Así lo hizo Gabino, solo que, para mayor complicación, se puso en pie, manteniendo el equilibrio a pesar del vaivén de La Coqueta. Lanzó cebo también El Tuerto, aunque sin imitar a su amigo, pues seguía sentado y nervioso, dirigiendo la vista al oscuro acantilado que se alzaba soberbio, desafiando al trueno, al viento y al mar, como había hecho desde tiempos inmemoriales. Ninguno de los dos tripulantes dijo nada por espacio de media hora, concentrados en probar suerte cada tanto en un nuevo lugar, siempre cercano a las rocas puntiagudas. Gabino temía que les amaneciese de vacío. Por esa razón, se sentó de nuevo, arrancó el motor y levó ancla.
—¡Voy a fondear un poco más allá! ¡He tenido suerte en ese entrante otras veces!
—¡Gabino no te la juegues por una dorá! —gritó El Tuerto, haciendo notar ansiedad en el tono.
—¡Pero, compadre, hay que repetir la foto, cuarenta años después y con la dorá en tus manos esta vez!
Atanasio no volvió a cuestionar al obcecado capitán. Sin embargo, en su corazón comenzó a hacer una oración ferviente para que volviesen sanos y salvos y, a ser posible, con dorada en bolsa.
Pasó una hora en la que pescaron algún que otro sargo mediano y un par de mojarras, pero la dorada se resistía.
—¡Mira que yo hablo con Paco, el de la lonja, y nos prepara una dorá de campeonato pa la foto! —comentó El Tuerto medio en broma, medio en serio, cuando las primeras luces de la aurora hacían acto de presencia, atenuadas por el gris de las nubes.
—¡Vaya rabia, hombre! ¡Ahora que el Áttico nos había dado un respiro!
Y era cierto que las corrientes, incansables toda la madrugada, habían cedido protagonismo a simples olas que buscaban la falda del acantilado colándose entre las rocas.
Un nuevo pez había picado en la caña de Tani. Era un ejemplar de algo menos de un kilo, unos cuarenta centímetros, de color amarillo-grisáceo, con rayas. En cuanto Gabino lo vio, colgado de la caña de su colega le advirtió:
—¡Ojo, Atanasio, que has venío a pescar un pez araña!
—¿Un pez araña? —voceó El Tuerto escéptico. Él los hacía en fondos arenosos, incluso enterrados en el fango, pero ¿nadando entre las rocas, socializando con doradas? Recogió sedal y, puesto en pie por primera vez en la barca, sin necesidad de usar guante (pues se sentía hábil manejando pescado tras toda una vida en la profesión) desembarazó al pez araña del anzuelo y lo volvió a mandar al mar todo lo lejos que pudo.
Que si el Áttico lo hizo adrede o fue cosa de san Pedro o lo perseguía la Parca desde chico, no es la disquisición que nos ocupa. El caso es que un movimiento inesperado del bote mandó a Atanasio peligrosamente al agua. Cayó de espaldas, cerca de las rocas, y La Coqueta, no contenta con desalojarlo, descargó un golpe en plena frente del Tuerto cuando este intentaba volver a la superficie.
—¡Tani! ¡Tani! —gritaba Gabino frenético, sin saber el cómo ni el porqué de aquellas corrientes traicioneras, cuando lo peor de la marejada parecía haber pasado hacía ya rato—. ¡Tani! ¿Dónde estás, por la Virgen?
Gabi se asomaba a uno y otro lado del bote para intentar localizar el cuerpo de su amigo, pero ni rastro. El mar removía sus aguas y soltaba espuma rabiosa, no queriendo devolver lo que ya había tragado.
Sin perder ni un segundo más, El Rojo se lanzó al Áttico a intentar rescatar a Atanasio. ¿Cómo podía imaginar que aquella heroicidad sería lo último que hiciera en vida?
*****
Cuando Atanasio despertó, estaba solo en la barca, con el mar en calma y el sol calentando su cuerpo. Vomitó el agua que había tragado y, aturdido aún, comenzó a llamar con todas sus fuerzas a Gabino, sin recibir ninguna respuesta. Un dolor persistente de cabeza le recordó el golpe de La Coqueta. Cuando se tocó la frente notó un hematoma que le latía como un segundo corazón.
—¡Rojo! ¡Rojo! ¡Por Dios, Gabino! —dirigía sus llamadas al agua, a las rocas, al acantilado y al cielo.
Finalmente, desesperado como el que ha perdido un hijo, se echó al mar y rodeó el bote buceando para poder ver, quizás en el fondo arenoso o entre alguna roca profunda, el cuerpo inerte de su amigo. Pero nada. Sin paradero de Gabi.
¿Cómo había podido salvarlo a él para luego desaparecer? ¿Qué sinsentido o experimento del destino los volvía a poner a los dos como víctimas de un accidente? Y si le había pasado algo al Rojo, ¿por qué a Gabi, que era buena persona y tenía esposa esperándole en casa, en lugar de a él, que sería una pérdida menor para Candiles? Atanasio reparó en el detalle de que ya no llevaba el parche. La caída al mar o el rescate —que suponía había hecho su colega— lo soltaron de su cabeza. Tendría que volver al pueblo con ambos ojos expuestos.
“El puerto, con el Toro Embolao, debe de estar atestao de gente”, pensó. “No puedo desembarcar por allí. Me vería todo Candiles. Iré al embarcadero de la Cala del Colorao y desde allí a casa, a por un parche... Entonces podré alertar a la policía”. Tales fueron los planes de Atanasio para no descubrir su sanidad y, al mismo tiempo, albergando la duda de si estaría haciendo lo correcto al retrasar el aviso de la desaparición de Gabino.
Finalmente, se convenció de que era lo más sensato y que, a lo sumo, le tomaría una hora de diferencia. No imaginaba las complicaciones que el parche le iba a acarrear aquel día.
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Novela corta ‘El Tuerto’
I.- Capítulo 1 ATANASIO EL TUERTO y Capítulo 2 EULARA
II.- Capítulo 3 SANTIAGA y Capítulo 4 UN BAÑO EN EL MAR ÁTTICO
III.- Capítulo 5- GABINO Y PETRA, Capítulo 6- PILAR y Capítulo 7- UNA NUEVA COMIDILLA
IV.- Capítulo 8- LA SEGUNDA VISITA A LA FUENTE, Capítulo 9- EL LAVACRO y Capítulo 10- TANI
V.- Capítulo 11- LA FIESTA DEL ENVÍO, Capítulo 12- UN DÍA DE PESCA y Capítulo 13- UN NUEVO ACCIDENTE
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - Las cosas se complican para ‘el Tuerto’