El Tuerto: Gabino, Petra y Pilar
Capítulos 5, 6 y 7 de esta novela donde una fuente misteriosa en el bosque le devuelve la vista al Tuerto... y con ella la posibilidad de una nueva vida.
17 DE AGOSTO DE 2025 · 08:00
Estamos ante una fábula contemporánea o novela de valores. La historia aborda con ternura y profundidad temas universales como la culpa, el perdón, la amistad perdida, el arrepentimiento, el cambio interior y la esperanza. Todo esto a través de un protagonista hosco, aunque vulnerable, que experimenta una transformación radical.
En los capítulos anteriores (ver índice al final de esta publicación) hemos sido testigos de la transformación de Atanasio. Esta semana se introducen tres protagonistas más: Gabino, Petra y Pilar. Un nuevo Tuerto, que ya no es tan tuerto, intentará recuperar la amistad con ellos.
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Capítulo 5- GABINO Y PETRA
Despachada la tarea con Braulio, comenzaron a llegar clientes. Mayoritariamente dueños de restaurantes del pueblo y de la comarca que acostumbraban a llevarse pescado y marisco fresco los lunes y jueves, especialmente en la temporada de verano, cuando la mercancía se vendía al turista tanto en fines de semana como entre semana. Atanasio calculó que al final de la mañana estaría la cosa tranquila para él y, sin duda, para Gabino. Se armó de valor, puso el cartel de “Vuelvo en diez minutos”, echó la llave y, respirando hondo un par de veces en la puerta de su negocio, se encomendó al cielo para andar la decena de pasos que le colocaban ante el escaparate de Pescados del Áttico. Echó un vistazo y solo quedaba una clienta a la que Petra, la esposa de Gabino, atendía con esmero. A él no se le veía en mostrador, por lo que Atanasio supuso que estaría en la trastienda.
En lugar de corazón, Tani sentía que un tambor resonaba en su pecho. Esperó un par de minutos y la clienta fue despachada con una sonrisa y un movimiento de mano de la pescatera, al tiempo que Gabino salía del fondo para reponer género. “¡Ahora o nunca!”, se dijo El Tuerto. Cruzó el umbral, avanzó un par de metros y, comprobando por última vez que no había nadie en el negocio, alzó su voz, trémula, con estas palabras:
—Gabino, buenos días.
Gabino y Petra no dijeron nada, se quedaron congelados. Ella con los ojos como platos y él con un lenguado en cada mano, pues estaba colocando dicha especie en el expositor.
—Te perdono —siguió con su declaración El Tuerto—. Fue un accidente... Fue idea mía. —Las palabras salían a trompicones, pero lo importante era que salían—. Y tú eras solo un niño. ¡Y te perdono!
Gabino, un tipo rechoncho, pelirrojo y de generosa melena —a pesar de su medio siglo— que siempre lucía muy bien recortada, con raya en un lado y una pequeña onda en el flequillo, se puso tan rojo como sus cabellos. Soltó los lenguados, se quitó los guantes y salió del mostrador para estar más cerca de Atanasio. Petra hizo lo propio, colocándose junto a su marido. Ella era una candileña morena, delgada, que recogía el pelo en un moño y escondía sus grandes ojos tras unas gafas rectas, de pasta marrón, que la hacían parecer ligeramente más joven de lo que era (dos años mayor que El Rojo, apodo que daban a su marido).
—¡Yo también te perdono! —respondió Gabino, sereno—. Llevas cuarenta años negándome la palabra y haciendo evidente ante el pueblo tu enemistá... Y sin dejarme pedir disculpas. Yo no estoy tuerto, pero no ha sío fácil, Atanasio.
Petra agarró el brazo de Gabi con ambas manos, como diciendo: “Aquí estoy, a tu lado, diga lo que diga El Tuerto”. Atanasio, por su parte, tragó saliva con dificultad, contuvo unas ganas de llorar repentinas, que lo hacían sentir vulnerable, y, como toda réplica, extendió la mano a su amigo de la infancia, esperando que Gabino la estrechara.
—¡Si pudiera, me sacaba yo el ojo pa dártelo! —contestó El Rojo, mientras estrechaba la diestra del Tuerto con firmeza, cinco segundos como cinco lustros.
En ese instante, Petra susurró algo al oído de Gabino. Este arqueó las cejas en un primer momento y aguzó la vista después.
—Pero... Pero... Atanasio, ¿llevas el parche en el izquierdo? ¡Si yo te di! ... ¡Estoy seguro, por mi madre, te di en el ojo derecho! ¡Y siempre has tapao el derecho!
—Es cierto, Gabino —lo interrumpió Tani—. Pero mira, me han curao de mi ceguera —explicó al tiempo que subía el parche del ojo izquierdo para mostrarlo, tan sano como el otro, aunque cuatro décadas más viejo.
—¡Por San Pedro el Pescador! —se le escapó a Gabino.
Petra dio unos pasos vacilantes para sentarse en la única silla de la pescadería, la que facilitaban para la gente mayor que esperaba turno.
—¿Quién tea operao?
La pregunta pilló a Atanasio por sorpresa y se dejó llevar por la elucubración del Rojo.
—Una clínica muy buena y muy nueva.
—¡Ya te digo! ¡Eso es una gran noticia, Tani!
Cuando su diminutivo de la infancia sonó en los labios de Gabino, a Atanasio le dio un vuelco el corazón. Petra volvió junto a su esposo y por primera vez habló con aquella voz suya, grave y gastada, de compañera sufrida (la vida del matrimonio de pescaderos tampoco había sido fácil, buscando hasta la resignación un hijo que nunca llegó).
—¿Y por qué ocultas el milagro? Es una gran noticia, como dice Gabino.
—¡Eso! —insistió Gabi—, ¡ya no necesitas parche!
—¡Yo! ... ¡No! ... —dudaba y ganaba tiempo El Tuerto, buscando excusa que justificase aquel silencio—. ¡No puedo contarlo aún! ¡Me lo han pedido en la clínica! —mintió—. Hasta que no pase un tiempo y se demuestre que el ojo nuevo agarra bien... Es una operación experimental y no quieren atraer a más pacientes. Si se corre la voz...
—Bueno, bueno —dijo El Rojo, dando la explicación por válida—. Te guardamos el secreto.
—¿Cuánto tiempo? —quiso saber Petra.
—¿“Cuánto tiempo” qué?
—¿Cuánto tiempo para que den por bueno el tratamiento?
—¡Ah! ¡Un año! —improvisó Tani.
—¿Tanto? ¿Con el parche? ¡Qué pena! —exclamó Gabi.
—Ya te digo... ¿Podréis no decir na?
—¡Claro que sí, Atanasio! —confirmó Petra—. Pierde cuidao, que por nosotros nadie sabrá de tu ojo nuevo.
—¡Gracias! Pues, eso... ¡Vuelvo al negocio!
El Tuerto sudaba y había agotado toda su capacidad de diálogo de aquel día.
—¡Espera a Tani! —Gabino corrió a la puerta y se la abrió para despedirle con otra cuestión—. ¿Y ahora qué?
Eso mismo se preguntaba Atanasio, sin tener claro cómo seguiría aquella relación.
—Pues na —dijo con toda la naturalidad que consiguió reunir, saliendo ya por la puerta de Pescados del Áttico—. Nos saludamos y eso...
Justo cuando El Tuerto abandonaba el negocio de Gabino, Carmen, La Bocachancla, entraba, sin perder ripio de aquel encuentro inusual y, para su sorpresa, amistoso. Si iba a pedir más o menos pescado, solo Dios lo sabe. A menudo Carmen hacía acopio de género para toda la semana y los lunes era generosa comprando. Ser esposa del mayor agricultor de Candiles se lo permitía. Esa mañana, en cambio, le despacharon un kilo de sardinas y salió de la pescadería como alma que lleva el diablo. Haría una visita a Vicenta y, dado que la comida estaba ya medio hecha, calculó que pasar por casa de Patricia, quien a las dos cerraba su mercería, no sería ninguna locura, en vista del chisme que ardía en su pecho.
Capítulo 6- PILAR
En cuestión de un par de días, todo el pueblo sabía lo de la reconciliación de Gabino y Atanasio. El asunto dio que hablar en los tres bares de Candiles, en el Centro Social, en las tertulias improvisadas de las madres en el parque o en la sala de espera del Consultorio Médico. Se especulaba con las razones de tal acercamiento después de cuarenta años de silencio: que alguno de ellos tenía un cáncer terminal y se quería ir de este mundo en paz; que El Tuerto se iba a probar suerte más allá del mar Áttico y cerraba capítulos pendientes; otros sugerían que Atanasio se había hecho cristiano y que practicaba el perdón, como lo manda Dios. Esta hipótesis carecía de peso, ya que nadie había visto al pescatero por la iglesia o en compañía de don Inocencio. El alcalde, don Víctor, también hizo pública su teoría:
—¡El otro día vi yo en la tele que un infeliz cambió completamente su personalidad por un tumor en el cerebelo!
Y como era el alcalde y defendía su razonamiento con vehemencia de mitin, fue la explicación que más fuerza tomó. Además, es la que convencía a los que observaron el comportamiento de Atanasio en días sucesivos.
Sin que El Tuerto lo pudiese imaginar, sus idas y venidas, su trato a los clientes y cualquier otra interacción con vecinos se convirtió en objeto de estudio y comentarios en Candiles.
—Pobrecico, ¿cómo le habrá tocado su mal la cabeza, que llegué a punto de cerrar la pescadería y me atendió la mar de simpático?
—Pues no que estoy en un cruce, el de la Cuesta Chica, y él tenía preferencia, y me saca la mano para darme paso... ¡Con una sonrisa pintada en la cara!
—¡Vamos, que no es El Tuerto, que nos lo han cambiao!
—Me tocaba pedir el DOMUND y no he entrao en su pescadería desde que colaboro con la Iglesia, pero me dije: “Voy a probar, vaya ser que las habladurías sean verdá”... Entro adonde El Tuerto y ha echao en la hucha dos billetes; nada de monedas, ¡dos billetes!
—Pues yo le he preguntado directamente al Rojo. “¿Es cierto que os habéis reconciliao?”, le digo. “¡Verdá es!”, me suelta. “¿Y eso? ¿Que se está muriendo El Tuerto?”. “¡De eso nada, Toño!”, me responde enfadao. “¡Que las personas cambian y ya está! ¿No es suficiente razón?”.
—A mí me lleva tratando como a un rey ya dos lunes —dijo Braulio—. Al principio creía que era una broma o que le había tocao la lotería, pero ahora estoy seguro de que Atanasio ha venío a hacerse bueno cuando la mayoría empiezan a hacerse malos.
Inevitablemente, el nuevo cotilleo del pueblo llegó también a oídos de la Pili. Ella conocía mejor que nadie a Tani, a excepción, claro está, de la madre del Tuerto. Y aunque decidió comprar el pescado en Pescadería Gálvez e Hijos, donde la hija del Gálvez, la Mariana, que regentaba el negocio (ni a Atanasio, por lo obvio, ni a Gabino, para no hacer sangre), aquella semana, no obstante, se armó de valor y fue a la pescadería del Tuerto, antes del cierre del martes a la tarde.
—¡Pili, qué sorpresa! ¿Acaso la Mariana sea enfermao? —saludó torpemente Tani.
—No, qué va... Que una compra pescao donde quiere. ¿O no? —replicó Pilar, quien tras el fiasco de su intento de boda con Atanasio había quedado soltera y dedicada al cuidado de su anciana madre.
—Claro que sí, mujer. Perdona. ¿Qué te voy poniendo?
—Para empezar, filetéame ese salmón como sabes que me gusta. ¿Todavía lo recuerdas?
—De ti lo recuerdo to —se atrevió a decir Atanasio.
—¿Lo recuerdas to? ¿Con tristeza o con vergüenza? —contestó mordaz la Pili con sus brazos en jarras.
—Ambas cosas, mujer.
El Tuerto bajó la cabeza con sincera pena y Pilar notó que el despecho y la rabia del trato habitual de Tani hacia ella habían cedido el lugar a un sentimiento de culpa, inexistente hasta entonces.
—Me hiciste mucho daño, Atanasio... ¡Y vamos! ¡Empieza, que tendrás que cerrar y yo que irme!
El Tuerto, con su parche en el ojo izquierdo —algo que no alcanzó a distinguir la Pili— fue trabajando el salmón con el estómago encogido y en silencio. Pilar también callaba y observaba los movimientos diestros del pescatero, sin apartar la vista del salmón.
—Ponme también rodaballo; y me quitas la espina, para hacerlo al horno.
—¿A tu madre le sigue gustando?
—Mi madre ya no mastica. To se lo trituro; ya está mayor. No la reconocerías.
—¿Y con quién la tienes ahora?
Atanasio iba preparando el rodaballo más lento de lo normal, como aquel que pretende que el reloj ande despacio.
—Con Margarita, mi sobrina; que se ha venío una temporada al pueblo, a despejarse y a echarme una mano también.
El Tuerto notó que un calor asfixiante hacia acto de presencia y la baja temperatura de los expositores, con el hielo a manta, no impidió que unas gotas de sudor pintasen su frente.
—Entonces no tienes prisa por volver a casa, ¿verdá?
Pilar lo miró inquisitiva y salió por la tangente.
—La justa para que no se me ponga malo el pescao.
—Por eso no te preocupes, Pili... Que, si te tomas unos vinos conmigo, ande el Pascual, el salmón y el rodaballo te esperan a gusto. —Un silencio incómodo se instaló entre ambos, Pilar también visiblemente ruborizada. Ya la compra estaba pesada y embolsada, y no había más excusa para la demora—. ¿Qué me dices, Pili?
—Qué será otro día, Atanasio...
—Eso no es un “no”.
—Tampoco un “sí”.
—Pero ¿volverás a comprarme?
—Depende de lo bueno que me salga el género.
—¡Tú sabes que el mejor! —exclamó El Tuerto sin disimular su sorpresa.
—Anda, dime cuánto te debo y déjame respirar.
—Esta vuelta te invito yo, y a la próxima ya me pagas...
—¡Tani, por favor!
—La caja está cerrada. Mira que son las... Mira que son las ocho —dijo señalando al reloj de la pared lateral.
—Tarde es. Me marcho. ¡Hasta más ver!
—¡Eso espero, Pilar!
Pili ya no contestó, sino que sonó la campanilla que avisaba del girar de la puerta y, con un andar rápido, el único amor de la vida del Tuerto se encaminó a su nido, mientras que él dejaba todo recogido y limpio en la pescadería, convencido de que Pilar había abierto la puerta a una nueva oportunidad, y esta vez no la pensaba desperdiciar.
Así estaba cambiando la vida de Atanasio a los nueve días del encuentro con Eulara, la roca que hablaba. Sólo que, al día número diez, Tani amaneció nuevamente tuerto.
Capítulo 7- UNA NUEVA COMIDILLA
Era miércoles. Atanasio esperaba regresar a la Sierra del Quintillo el siguiente domingo y, con el pretexto de cazar, hacer la visita reglamentaria a Eulara, su ángel particular en forma de piedra blanca. Sin embargo, cuando sonó el despertador a las cinco y veinte de la mañana, como cada día, solo pudo abrir un ojo, el izquierdo. El derecho, que era el nuevo, a pesar de subir el párpado, permanecía en una oscuridad total, ciego como cuando la cavidad carecía de globo ocular.
—¡No puede ser! ¡He perdido mi ojo! —dijo Tani incorporándose de la cama para comprobar por el tacto que el miembro seguía ahí, pero sin la capacidad de ver.
Cuánto se arrepintió entonces de no haber visitado a Eulara el domingo anterior. Le asaltaron dudas de si las aguas de la fuente reactivarían el ojo o si lo había perdido definitivamente.
“Le diré a madre que se ocupe de la pescadería... ¡O, si no, directamente la cierro!”. Pero recordó a Pilar y su buena disposición del día anterior. Indudablemente, la Pili fue a comprar a su negocio para verlo a él y hablar con él. ¿Qué tal si regresaba y él no estaba allí? Si había funcionado cuarenta años tuerto, podría aguantar así hasta el domingo, concluyó.
Mientras se lavaba la cara en el baño, se fue convenciendo de que aquello era lo más razonable. Sería demasiado cargar a Santiaga con una jornada tras el mostrador. Los clientes harían preguntas. No parecía prudente. En cuanto a ir después del cierre, el viaje hasta la Reserva del Marqués duraba dos horas. Si cerraba a las ocho, llegaría ya de noche.
“¡Esperaré al domingo y será lo que Dios quiera!”, se dijo.
Fue así como, aquel miércoles, se colocó el parche en el derecho y, como siempre había hecho, funcionó con su ojo viejo.
Antes de salir de casa, Santiaga en camisón y todavía medio dormida, lo interceptó en la puerta.
—Hijo, el perro está raro.
—¿A qué te refieres con raro, madre?
—Pues que no anda... To el día echao en su alfombra. ¡Y no come! Está triste...
—¡Bah! ¡Eso es que no fuimos el domingo a cazar! No se preocupe, madre... Libéreme el paso, que tengo faena.
—Pero, Atanasio, yo conozco al Negro.
—¿Mejor que yo, mujer? —contestó con aspereza el que ya se desesperaba por llegar a la Lonja y recoger los encargos antes de levantar la persiana.
—No digo eso, solo que el perro ya es viejo. ¿Cuántos años tiene?
—¡Que no, madre, que no! ¡Que no es tan viejo, el chucho! ¡Le queda cuerda! ¡Vaya a dormir y déjeme a mí cuidar lo que es mío!
Y de un leve empujón (que a Santiaga le supo a patada), El Tuerto se abrió paso en el pasillo, llegó a la puerta de madera y con un golpe seco dijo adiós a la preocupada vieja, sin molestarse siquiera en echarle un ojo al can.
El día transcurrió gris, ácimo, de molestia en molestia, porque Atanasio volvía a ser el pescatero malhumorado de siempre.
—¡Pues no me compres si no te parece ajustado el precio con la mercancía! ¡Tira, si quieres, pa otro desdichao con quien regatear! —se quejaba con La Bocachancla, quien ruborizada recogió la bolsa de mero y se marchó balbuciendo.
—¡Será revenío, el tuerto este! ¡Se pone gallo por recordarle que ayer el mero costaba menos!
Pero Atanasio la veía irse a toda prisa, seguro de que lo pondría verde perejil en todo Candiles, y gritaba:
—¡Te sobran los cuartos y me escatimas céntimos! ¡La Virgen del Pompillo!
¿Y a dónde iba La Bocachancla? Evidentemente, a esparcir como esporas llevadas por el viento la novedad del cambio de talante del Tuerto. Que, si era un tumor lo que le había hecho ser bueno, pues dicho quiste ya se le había encogido. O si era otro el motivo, su efecto bondadoso sobre Atanasio ya no era tal.
Claro está, las gentes de Candiles tenían, de nuevo, un aliciente para seguir con su particular afición de observadores del tuerto, como quienes lo son de las aves, de las mariposas o de los arrecifes del mar.
—Habrá que pasarse a comprar algo ande el Atanasio y no fiarse de lo que dice la Carmen —comentaban las vecinas.
—Anda a ofrecerle algo al Tuerto —ordenó Paco el de la Lonja a Braulio, para flagelo del mozo.
Don Inocencio, tras recibir en su confesionario a más de una y más de uno, entonando el mea culpa por sus malos pensamientos hacia el pescatero, por desaires y ofensas, quiso ir él mismo a saludar a Santiaga y preguntarle por su hijo.
—El milagro terminó, padre. No sé si yo he hecho algo malo, que ha provocado el cambio.
—¿A qué te refieres, Santi? —Don Inocencio gustaba de recortar los nombres de sus fieles para ganar cercanía con ellos.
—No sé... He pensao de todo. Le di la noticia el miércoles, de que el Negro estaba malo, y se torció... Por eso está así. O bien, que he cambiao de marca de leche, y mi Tani es muy fiel en llevarse un vasico a la cama pa bebérselo de noche, y por eso...
—¡Que no, mujer, que no! ¡Pierda cuidado! Sea lo que sea que motiva los cambios de humor de Atanasio, nada tiene usted que ver en ello.
La Pili se abstuvo de visitar al Tuerto, por miedo a retroceder lo poco que habían avanzado. Pero Gabino y Petra, siendo sábado a mediodía, y no pudiendo aguantar más la curiosidad, hicieron por tropezarse con Atanasio, aunque este siempre tardaba más en echar la persiana e ir a comer.
—Hombre, Tani, ¿qué tal va la semana?
—Digo... Si yo no te llamo Gabi, no me digas tú, Tani, que ya no vamos a parvulario —respondió El Tuerto ante esas confianzas, conteniendo la rabia.
—¡Perdona a mi marido, Atanasio, que ha sido una mañana de locos y no hila tres por cuatro! —rebajó tensión Petra.
Atanasio no contestaba, no los miraba, solo se tocaba los bolsillos del delantal que aún llevaba puesto y del pantalón debajo de él, para encontrar las llaves del jeep.
—¿Dónde las he puesto? ¡Me giño en Panete! ¡Me las he dejado dentro! ¡Bueno, pues na! ¡Buenas tardes!
Dejó la breve charla de golpe y a un Gabino más triste que decepcionado. Todavía sin mirarlos, pues ya se agachaba para volver a abrir, Atanasio les dirigió un gruñido que venía a decir, si uno hacía esfuerzo por imaginar:
—¡Hasta más ver!
Pero lo peor estaba esperándole en casa. Santiaga aguardaba en la puerta con el rostro desencajado.
Atanasio, que había ido a trabajar en coche y no andando, para evitar saludos y preguntas molestas, bajó del vehículo a toda prisa y fue a su madre pensando que estaba enferma. El enfermo seguía siendo Negro. El Retriever había comenzado a gemir a media mañana, para luego callar y cerrar los ojos. Santiaga no sabía si había muerto.
Entre increpaciones, exabruptos y resoplidos, El Tuerto cargó al can en el jeep (una vez comprobado que aún vivía) y pisó acelerador para buscar al veterinario de Las Gabias, el pueblo cercano, ya que en Candiles no había de guardia.
Se fue con su fiel mascota y regresó tres horas después, acompañado únicamente de su mala sombra. A Negro hubo de sacrificarlo, no sin antes discutir a los gritos con el doctor.
¿Cómo se atrevía a culparle a él por la muerte del animalillo? Había voceado Atanasio, conteniendo las lágrimas. ¿Cómo iba a saber él que estaba tan grave? ¿Qué clase de veterinario era aquel que hubiese operado al perro cuando empezó el problema y ahora no podía hacer nada? Salió de la consulta exigiendo, para el lunes, una explicación del porqué no pudo salvarlo o lo denunciaría ante el Colegio de Veterinarios. Por ese motivo, el albéitar, tan gravemente amenazado, le aseguró al Tuerto que haría una autopsia en la que quedarían claras las causas de la muerte y, en ese informe, probada su inocencia. Que sería el dueño, en todo caso, el que tendría que examinar su conciencia, por el retraso en auxiliar al animal.
Atanasio entró en la casa como alma atormentada, cerrando las puertas con ira sobrada, haciendo retumbar las paredes, y se encerró en su cuarto el resto del día. La sufrida madre no necesitó explicaciones ni se atrevió a hacer reproches. Supo que Negro había muerto por el orgullo y mal genio de su hijo, y que la pescadería no abriría aquella tarde.
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Novela corta ‘El Tuerto’
I.- Capítulo 1 ATANASIO EL TUERTO y Capítulo 2 EULARA
II.- Capítulo 3 SANTIAGA y Capítulo 4 UN BAÑO EN EL MAR ÁTTICO
III.- Capítulo 5- GABINO Y PETRA, Capítulo 6- PILAR y Capítulo 7- UNA NUEVA COMIDILLA
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - El Tuerto: Gabino, Petra y Pilar