Del bosque en llamas a los Jardines Celestiales

Llegamos al final de esta fantástica historia con la querida secuoya, Ahyoka.

    12 DE SEPTIEMBRE DE 2021 · 08:00

    Matt Howard, Unsplash,incendio bosque, fuego árboles
    Matt Howard, Unsplash

    Cuento: Ahyoka (parte 3) 

    El desenlace tiene consecuencias eternas para la princesa del bosque. Y espero que para ti también, estimado lector o lectora; que al ver el último viaje de nuestra protagonista te enamores de la vida que Dios nos promete y que puedas ver, a través de este cuento, cómo las casualidades no son tales, cuando hay un Padre Creador, cuidando de cada uno de nosotros.

     

    La cuarta visita

    Me gustaría decir que aquí termina el relato. Que pasaron unos años y dormí el sueño eterno. Que mis vivencias tuvieron este final feliz. Pero no es así. Una vez más fui testigo del paso de los lustros y el deterioro de los que tanto amaba fue inevitable. 

    Primero partió don Abelpino. Después mi querida amiga Mariacastaño. Y, por último, el bueno de Felix me dijo adiós una mañana de verano cuando durmió y nunca más despertó, al menos en mi ladera. 

    También presencié el rápido deterioro del planeta, junto a la decadencia de los hombres. O debido a la decadencia de los hombres, sería más apropiado decir. 

    Conforme pasaban las generaciones cada vez menos amantes de la naturaleza venían a visitarnos. Los excursionistas acabaron reduciéndose a ancianos solitarios que llegaban hasta mi sombra y suspiraban con la desilusión dibujada en su rostro.  

    Además, el aire estaba peligrosamente viciado y cuando llovía, lejos de refrescarnos, el agua nos dejaba la corteza áspera y con una sensación de picor insoportable. Contaminación. Del alma humana y, por supuesto, de la naturaleza. Eso es lo que estaba pasando, indudablemente. Prueba de ello era que el bosque ya no crecía de forma natural. Que ni decir tiene: nadie pensaba en repoblarlo. 

    Los árboles jóvenes se alzaban enfermos; y los lugares antes adornados con pinos, eucaliptos, abetos o robles ahora quedaban desiertos formando muchos lánguidos claros. El monte parecía la cabeza de un pobre moribundo, plagada de calvas. 

    En el siglo XXV las aguas del subsuelo eran peligrosamente tóxicas y solo aquellos que teníamos raíces más profundas pudimos encontrar venas de agua puras y nutrientes saludables. 

    Todo apuntaba a que este planeta también estaba cerca del sueño eterno, y me pregunté si yo misma no lo viviría con él. 

    Pero en la víspera de mi cumpleaños número quinientos treinta y ocho (si no me falla la memoria), y cuando era lo que menos esperaba, recibí la cuarta visita del gran águila. Esta vez llegaba muy cansado. Lo pude percibir por su hablar atenuado y por la forma en la que se movía en mis ramas. 

    –Buenas tardes, reina Ahyoka. 

    –¡Gran Águila! ¡Estás vivo! ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez? 

    –Mucho para ti y para mí. Aún más para los seres humanos. Poco para el contar de este planeta que llega a su fin. 

    La frase era lapidaria. Pero yo sabía en lo profundo de mi ser que no se trataba de pesimismo infundado. El mundo tal y como lo habíamos conocido en siglos anteriores ya no existía. En su lugar, una tierra mortecina se esforzaba por mantenerse viva, cada vez con más dificultad. 

    –¿De dónde vienes y por qué has tardado tanto en visitarme? –me animé a preguntarle.

     –Mis tiempos son marcados por el Creador, y mi camino consiste en recorrer muchos lugares llevando mensajes a aquellos que los quieren escuchar. 

    –Como los mensajes que me has traído varias veces, imagino. Todos se han cumplido. Recuerdo lo que me dijiste la última vez. Lo de que iba a sufrir. Y así fue. El trasplante de Comillas a esta ladera me afectó más de lo que hubiese imaginado. Pero luego se dio aquello de que me iban a recompensar y, aunque costó al principio, encontré de nuevo un hogar en el bosque y unos amigos que fueron realmente un regalo muy especial.  

    El gran águila no dijo nada, pero se acercó a mi tronco un poco más para susurrarme después: 

    –Esa no era la recompensa a la que el mensaje se refería, Ahyoka. Aunque estar rodeada de amigos y crecer en un lugar asignado es una bendición que no todos pueden disfrutar –explicó cariñosamente el ave, y añadió–. Tu recompensa estaba reservada para este difícil momento, querida amiga. 

    Francamente, en ese instante me preparé para verle despegar con sus grandes alas como había sucedido en las anteriores ocasiones. Sin embargo, y para mi asombro, metió el pico entre las plumas y se quedó dormido. No me atreví a decir nada. Era como si viniera de un largo viaje y de muchas jornadas sin descanso. Y después de unos minutos yo también me dormí. 

    El sueño fue reparador para ambos, pero especialmente benefició al gran águila quien me golpeó suavemente con su pico. 

    –¡Buenos días Ahyoka! ¡Feliz quinientos treinta y ocho aniversario desde el día de tu siembra! –En su saludo se notaba mucha más energía. 

    Me produjo enorme dicha despertar en compañía tan grata. 

    –Aaaaaahhhh –bostecé– ¡Buenos días gran águila! ¿Cómo has dormido? 

    –Me puedes llamar Néhuma, y he dormido como hacía mucho tiempo que no descansaba. 

    –¡Néhuma! Gracias por seguir aquí. Pensé que al despertar ya te habrías marchado. 

    –Con tu permiso, he venido para quedarme a reposar aquí contigo. 

    –¡Menuda sorpresa! ¡Y qué buen regalo de cumpleaños! –exclamé con toda sinceridad– ¡Permiso concedido! Hace mucho que no gozo de una buena conversación. 

    –De eso precisamente quería hablarte Ahyoka –Me dijo mientras se desperezaba abriendo sus alas majestuosas y moviendo su cuello a un lado y otro, a la par que sus potentes garras le sujetaban a mi rama–. ¿Recuerdas que te anuncié recompensa de parte del Creador? ¿Y que ayer te dije que no era lo que supusiste, aunque esta ladera y tus amigos fueron una bendición sin duda? 

    Por toda respuesta guardé silencio, como aquel que tiene el alma en vilo y no quiere interrumpir ni siquiera para asentir. 

    –Pues bien –prosiguió Néhuma–, he venido a estar contigo y a contarte algunas cosas que debes saber y que son parte de tu historia. Déjame dar mi vuelo matutino y al regreso te explicaré de qué se trata. 

    Y en un parpadeo el gran águila se elevó en el firmamento, saliendo de mi campo de visión y dejándome tan nerviosa que si hubiese podido volar tras ella, de cierto que la habría perseguido para que comenzase su relato en el aire. 

    Pasaron un par de horas que se hicieron eternas. Imaginé que no solo se trataba de algo de ejercicio, sino que Néhuma habría ido a cazar. Hasta temí que algo malo le hubiese pasado y que ya no volvería. Pero cuando calentaba el Sol de la mañana mi noble huésped se posó en las ramas superiores de mi copa y fue descendiendo hasta el mismo lugar donde había dormido en la noche. 

    –¡Creí que pasarían otros doscientos años para volver a verte! –saludé con ironía. 

    –Perdona el retraso hermana secuoya. Pero debía entregar unos mensajes finales temprano esta mañana. Se me alargó la misión más de lo que imaginaba –y suspiró al darme el pronóstico–. El fuego se acerca, amiga Ahyoka. 

    –¿A qué te refieres con “el fuego se acerca”? –quise indagar pesarosamente. 

    –Todo tiene un principio y un final, Ahyoka –sentenció con gravedad–. La Tierra está muy seca. Languidece. Los hombres no la han sabido cuidar. Ha llegado el tiempo de los grandes fuegos; y este viejo bosque no será una excepción. Tú perteneces a una última generación de árboles que no dormiréis el sueño eterno. 

    Todo aquello me parecía tan inquietante que mi tronco y ramas se estremecieron. Néhuma lo notó y me tranquilizó con nuevas esperanzas. 

    –¡No temas amiga! ¡Sé valiente! Tú ya sabes lo que es ser trasplantada y empezar de nuevo. Los cambios a todos nos asustan un poco, pero acaban siendo para bien. Digamos que, sencillamente, tu viaje a los Jardines Celestiales será un poco más directo. Muy diferente al camino de tus padres, hermanos y amigos. Yo estoy aquí para acompañarte en este último paseo. 

    Una paz difícil de describir se adueñó de mi alma y (¡locura donde las haya!), una emoción inusitada revitalizó mi sabia de manera que recorrió todo mi ser a la velocidad del relámpago. 

    –No entiendo muy bien lo que va a suceder… ¡Pero no tengo miedo! Tu presencia en mis ramas me hace muy fuerte. Creo que podría enfrentar la peor tormenta que jamás haya conocido Cantabria y sonreír al mismo tiempo. 

    Néhuma se rio de forma tan sana que me sentí más viva que nunca. 

    –¿Pero qué cosas tenías que contarme de mi historia, gran águila? –inquirí después de unos segundos. 

    –¡Ah, mi pequeña Ahyoka! ¡Cuánto he deseado explicarte algo de los sorprendentes caminos del Creador! –afirmó Néhuma–. Verás… Llevo mensajes a todos los rincones, y mi Señor sabe que mi hogar favorito, donde me gusta reposar, es el ser vivo más grande del Planeta Tierra, el cobijo de las secuoyas, árboles gigantescos y milenarios con los que suelo trabar amistad. Tengo varias residencias así en Europa, pero decidí preparar en Cantabria, en esta humilde, mi último hogar. 

    Cuando Néhuma dijo esto las hojas me dieron vuelta y me mareé de impresión. Nunca me había sentido una reina, aunque desde pequeña me ladera declaraban tal distinción, hasta ese bendito día en el que mi nuevo amigo me desveló que no venía de visita sino para hacer de mí su morada.  

    Néhuma prosiguió el relato. 

    –Ángel Losada Delafuente fue un comillano, biólogo, ecologista y amante de la botánica, que supo interpretar perfectamente el propósito del regalo que le hice a principios del otoño de 1.904. En la noche, mientras dormía, logré dejar sobre su escritorio una pequeña piña procedente del centro de Europa. Al despertar y encontrar la ventana abierta pensó que alguien había podido entrar para robarle. Pero el único cambio que descubrió en la casa fue a ti, querida Ahyoka, en forma de semilla, aguardando paciente sobre la mesa. Don Ángel Losada, a principios del siglo veinte era ya un biólogo que peinaba canas, muy querido en Comillas y defensor de los bosques cántabros. En cuanto descubrió que esa piña era de secuoya viajó con Luisillo, su joven ayudante, a los parajes que tan bien conocía y escogió este lugar para plantarte. Desde entonces frecuentó la ladera en excursiones, solo o acompañado, para comprobar tu buen desarrollo. El resto de la historia ya la conoces. 

    –¿Entonces me llevaste en tu pico desde el centro de Europa? –pregunté abrumada. 

    –Más concretamente desde Brwice, Polonia. Aún recuerdo el frío que hacía cuando te recogí. Tus padres biológicos fueron auténticos supervivientes, que soportaban temperaturas de menos de treinta grados. 

    –¿Soportaban? –quise saber tristemente con la esperanza de que todavía estuvieran vivos. 

    –Esos bosques desaparecieron, mi pequeña Ahyoka. Las guerras dejan muchas víctimas humanas, y además pérdidas en toda forma de vida de la naturaleza. 

    Unos segundos de silencio dejaron entrever recuerdos angustiosos que invadían el pensamiento de Néhuma, como una inundación de imágenes turbadoras. De manera que quise sacarle de aquella mirada al pasado con una nueva pregunta. 

    –¿Y por qué tuve que ser trasplantada a Comillas si mi lugar era este? 

    Tardó unos instantes más en reaccionar antes de hacer un sonido parecido al aclararse la garganta y entonces contestó. 

    –Podría decir simplemente que ese era el camino preparado de antemano para ti. 

    –Como mi destino –le interrumpí. 

    –Sí. Todos tenemos un deber de servir a los demás como parte de nuestro camino o destino. Pero hay algo más. Algo que ennoblece tu experiencia en Comillas y que no deja de ser una ley natural. Se trata del principio de la siembra y la cosecha.

     –¡Don Ángel Losada Delafuente! ¡Él era de Comillas! –adiviné al instante.  

    –Exacto. Cuando buscaban un árbol para el centro de la plaza era justo y apropiado que fueras tú. Apropiado porque de todo el bosque eres única, amiga Ahyoka. Y de justicia porque don Ángel te sembró generosamente en esta ladera, y al paso de los años sus generaciones te cosecharon. 

    –¡Solo el Creador puede llevar la cuenta de la ley de siembra y cosecha! –dije asombrada. 

    –¡Oh, no sabes hasta qué termino de perfección esta ley se cumple en La Tierra incluyendo a los descendientes, tanto en el sentido negativo como en el positivo! –Néhuma hablaba con evidente entusiasmo, y siguió la evocación–. El alcalde, responsable de tu trasplante, don Sebastián Rojas, fue el bisnieto de Luisillo. 

    –¡Tres generaciones! –conté. 

    Esta idea resultó ser un gran alivio para mí. ¡Había servido a bisnietos de mis sembradores! 

    –¿Qué me dices en el caso de don Ángel? –quería aprovechar la ocasión para comprender mejor la utilidad de mis años en Comillas. 

    –En el caso de la familia de don Ángel una parte importante abandonó Cantabria en la cuarta generación, sin embargo, el tataranieto, Gonzalo Calderón y su esposa Rut pudieron ver tu trasplante a los 79 años y disfrutar tu sombra hasta su muerte. Sin que tú lo supieras, hijos de choznos de Luisillo o don Ángel corretearon a tu vera o se fotografiaron con orgullo frente a tu cerca. 

    –¿Hijos de choznos? –La cuenta era demasiado extensa para mí. 

    –¡El chozno es el hijo del tataranieto! –explicó el gran águila entre risas–. Me estoy refiriendo a la quinta y la sexta generación. ¡Y todavía te sorprendería más saber qué secuoyas han nacido a través de tus piñas, y dónde fueron plantadas y la singular historia de cada una de ellas! ¡O cómo vuestra sabia polaca tuvo una ascendencia norteamericana! ¡Secuoyas de gran valor para mí hace muchos siglos atrás! 

    –Lo que me quieres enseñar es que todo está conectado ¿verdad? 

    –No solo conectado, querida amiga. De alguna manera fuiste deudora a un comillano que te sembró. Por eso serviste a sus descendientes y a esta tierra cántabra que te vio nacer. 

    –Si hay una deuda que tengo con alguien, sin duda, es para contigo. Fuiste tú el que me trajiste en tu pico desde Polonia. 

    En ese momento Néhuma hizo algo maravilloso. Retrocedió con unos pocos saltos ágiles y abriendo sus dos imponentes alas las comenzó a agitar fuerte y acompasadamente. 

    La brisa que este movimiento generó acarició mi tronco y ramas, dejándome experimentar una mezcla de alegría potente, junto al deseo de las cosas puras de antaño. Brotó la esperanza de que algo divino y superior a lo que hubiese conocido hasta entonces estaba a punto de explotar, como aquellos castillos de fuegos artificiales que tantas veces presencié en las fiestas de Comillas. Mientras el viento de sus alas se hacía más y más fuerte un aluvión de imágenes se sucedieron en cascada. Amaneceres y puestas de Sol. Lluvias finas y vientos cargados de aromas que mecían mis hojas. Las estrellas milagrosamente próximas en las noches de verano. Los abrazos de los niños de Comillas. Las palabras tiernas de mis padres. Cumpleaños en compañía de amigos. Los viajes a lo desconocido en aquellos enormes vehículos. Las visitas de Néhuma. El roce de las ramas de mis hermanos… ¡Toda mi vida, en pocos segundos, envolvió mi atención! 

     Cuando el gran águila cesó el movimiento de alas pregunté qué había sido aquello. 

    –Te he ayudado a repasar tu vida. ¿Te das cuenta, Ahyoka, de lo rica que ha sido tu existencia? Eres lo que eres, no solo por sumar más de cinco siglos en el mundo, sino porque has vivido. ¡Has vivido, amiga secuoya! Con todo lo que eso implica. Con sus luchas y alegrías. Tiempos de soledad y de ricas amistades. Temporadas de cosecha y otras de sequía… ¡Te has convertido en toda una reina! Una morada para mis cansadas plumas y una buena amiga con la que terminar mi trabajo en este planeta. 

    No sabía qué responder. Estaba sobrepasada por esta magistral lección que daba sentido a todo mi paso por La Tierra. Después de unos instantes logré decir: 

    –Imagino que esto es el regalo. Quiero decir, tus palabras, tu explicación, lo que me estás enseñando… ¿o de nuevo me equivoco? 

    Néhuma no dijo nada. Se acercó más al borde de mi rama, hasta que salió de mi falda elevando el vuelo en círculos cada vez más amplios. Subió unos quinientos metros hasta que se mantuvo planeando con su mirada perdida en el oeste. Unos diez minutos después se dejó caer de regreso a mis ramas. 

    Absorta en estos movimientos no reparé en el extraño ruido que se percibía débilmente. Ahora puedo decir que era el crepitar del bosque, devorado por las llamas. Y el calor. ¡Cómo llegó el calor! La temperatura del aire cambiaba bruscamente. Nunca había experimentado un viento tan sofocante. 

    –Ya queda poco, mil fiel Ahyoka. 

    –¿Poco para qué? –La pregunta era retórica, por no decir tonta. Yo sabía que la destrucción del monte que el gran águila me anunció estaba llegando antes de lo previsto. 

    –¡Oh, la recompensa! –Néhuma recordó en ese instante mi pregunta–. Tu galardón es un viaje. Una última travesía. Que al igual que en un principio podremos hacer juntos. ¿Querrás acompañarme a los Jardines Eternos? 

    –¿Es donde están papá y mamá? –me atreví a preguntar. 

    –¡Y muchos más! ¡Y Abelpino, Mariacastaño, Félix! ¡Y don Ángel Losada, y tus hermanos o Luisillo! Solo que allí los encontrarás con otra apariencia. Si aquí se siembra una secuoya, nacerá una secuoya. En los jardines del Creador se siembra un pino, pero lo que brota es algo sumamente superior. 

    –La verdad es que pensaba que íbamos a compartir más de una jornada. Me ha sabido a muy poco esta corta amistad.  

    Después que hice esta confesión, y para mi asombro, Néhuma rio dulcemente y apretó sus garras a mi rama sin llegar a hacerme daño. 

    –¡Pero Ahyoka! ¡Yo siempre he estado contigo! ¡Desde que te llevé en mi pico cuando no eras más que una semilla! Solo que no siempre te he acompañado con esta forma alada. Ahora bien, te aseguro que nuestra amistad no termina con esta travesía. Por el contrario… ¡no ha hecho más que empezar! 

    ******************************** 

     

    La travesía a los jardines

    Intentaré resumir en pocas palabras lo que para mí fue un viaje larguísimo. Néhuma volvió a levantar el vuelo y ascendió haciéndose cada vez más pequeño, aunque con el brillo del Sol me costaba mantener mi mirada en el gran águila. Por otra parte, cuando me vine a dar cuenta los árboles a mi alrededor ardían de forma furiosa. 

    Pensé, sinceramente, que ese sería mi final, pero cuando las llamas comenzaron a infligir dolor a mis ramas, Néhuma regresó. Yo ya no miraba al cielo, sino a la amenaza del fuego, así que no puedo explicar en qué momento descendió mi amigo el águila. Lo que sí sé es que con sus grandes alas hizo retroceder las llamas; y que tomó mi copa entre sus garras, firmemente, como el recolector que agarra un matojo y de un tirón desentierra una yuca o una zanahoria, así de fácil me apresó entre sus patas y me arrancó de la ladera de Cantabria

    Pero ¡maravilla divina! ¡Néhuma era ahora mucho más grande! Un ave gigantesca que sin apenas esfuerzo levantó con su vuelo dos mil toneladas, dejando mis raíces desnudas y un gran hueco donde antes había estado yo plantada. 

    Más abajo quedaba el bosque en un océano de fuego. Y, mientras ascendíamos a velocidad de cohete, La Tierra se fue haciendo cada vez más pequeña y más brillante, hasta que llegó un momento en el que parecíamos estar volando entre un gran Sol arriba y un pequeño sol abajo. ¡Estábamos surcando el firmamento hacia algún punto en el Universo! 

    Tenía la sensación de que mi gran águila podía llegar a cualquier lugar que se propusiera, no importando la distancia o lo escondido que estuviese el mundo en el que se hallare plantado el jardín del Creador. 

    Nada que yo pude ver, en mis quinientos treinta y ocho años de secuoya, era digno de comparar con los paisajes espaciales que nos rodeaban en aquel formidable viaje. 

    Néhuma no decía nada, solo volaba y volaba, con resolución. Y yo, como los niños de Comillas que señalaban boquiabiertos la primera vez que me veían, disfruté de las nebulosas, las estrellas, los agujeros negros, las constelaciones o las galaxias.

    Pero, tan eterno se me hizo el viaje, y tan incansable surcaba mundos el gran águila, que en algún momento de la travesía me dormí. Sin duda, el balanceo continuo, la música que llena todo el basto espacio y el constante sonido de las alas al batir, ayudaron a que cayera en un placentero y profundo sueño. 

    Y desperté aquí. En mi nuevo hogar. En una nueva ladera. Plantada junto al río más bello y caudaloso que nunca hubiese imaginado. 

    ¿Quién me iba a decir a mí (una secuoya de Cantabria, criada por pinos y descendiente de sempervivens polacos) que en los Jardines Eternos sería un árbol frutal? 

    Cuando desperté me vi rodeada de todo tipo de árboles frondosos, cargados de bellas flores y ricas frutas. Especies de árboles que no llegué a conocer en La Tierra y (ahora que lo medito) dudo de que pudiesen darse en la naturaleza terrenal, ya que ante mis ojos vi que en un mismo árbol convivían flores y frutas sin problema. Y es que los árboles frutales de este jardín damos varios tipos de fruto al año, y exhibimos multitud de clases de flor. Así de extraordinario y sobrenatural es todo aquí. 

    Desde mi nueva ladera divisé el río que se perdía en el horizonte y que descendía de una gran meseta produciendo unas cataratas tan impresionantes que el salto de aguas generaba un vapor que mantenía húmedo todo a mi alrededor. 

    ¡Tenía plenamente lo que un árbol pudiera desear! Rica tierra, luz renovadora, humedad continua, brisa apacible y un vestido verde plata adornado con frutas rojas y flores amarillas.  

    Ahora bien, el impacto más grande cuando desperté en el Jardín Celestial fue recibir la visita de mis padres y hermanos, a los que se sumaron don Abelpino, Mariacastaño y Felixpino. ¡Cuán sublime fue mi regocijo al reconocerles en su voz! Digo que les reconocí en su voz porque la apariencia era muy diferente y, tal como me lo advirtiera el gran águila, gozando de una existencia muy superior, pues llegaron caminando cada uno con sus raíces perfectamente acopladas formando tres extremidades que les permitían la movilidad. Don Abelpino, de verde oscuro aderezado con naranja, el fruto, y florecillas azules. Mariacastaño lucía frutas violetas y flores rosas. Félix era otro árbol frutal de verde claro el traje y fruto verde oscuro, con flores del mismo color. Ellos, como mis padres y hermanos, engalanados de una forma mucho más viva y bella que en La Tierra. 

    –¡Bienvenida Ahyoka, mi amada hija! –celebró papá. 

    –¡Te estábamos esperando reina del bosque! –dijo mamá exultante. 

    –¡Qué guapa estás, amiga mía! ¡No te vas a cansar de ese vestido porque en cada cambio de estación renovamos todos el fruto y siempre nos sorprende el Creador con nuevas galas! -dijo Mariacastaño entusiasmada. 

    –¡Aquí podemos caminar sin cansarnos, Ahyoka! –me informó Felixpino– ¡Y hasta paseamos con el Creador! 

    –Solo que debemos volver al lugar donde hemos sido plantados cada uno, ya que ahí tomamos nuestro alimento y porque al comienzo de cada nuevo día, en el sonar de trompetas, desde allí alabamos y damos gracias por la generosidad recibida –explicaba mamá con el fin de que tomara nota de las pocas instrucciones que hay en estos jardines. 

    –También, en las trompetas que marcan la nueva jornada hay una llamada a dar fruto –ahora era don Abelpino el que me enseñaba cómo proceder. 

    –¿Dar fruto? –pregunté torpemente. 

    –¡Claro hija! –rio papá –¿Para qué crees que somos tan bellos y abundantes en fruta? Es para provisión de los hombres, que disfrutan de la ciudad celestial y vienen hasta aquí a cosecharnos. 

    Todo me parecía tan maravilloso y embriagador que tomé una buena bocanada de aire y comencé a gritar: 

    –¡Hurra! ¡Hurra! ¡Grandioso! ¡Espléndido! ¡Fenomenal! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Viva el Creador! ¡Viva el Creador! 

    Y, sin habérmelo propuesto, salté con mis raíces móviles y me desenterré sin dificultad. Luego corrí rodeando a mis hermanos, abracé con mis ramas esponjosas a mis padres, y reí hasta que no me quedaron fuerzas. 

    En realidad, todos reímos y danzamos y nos pellizcamos para comprobar que todo esto no era un sueño sino la pura verdad. 

    –¡Acostúmbrate hija! –dijo mamá entre carcajada y carcajada– Aquí sí que es fácil celebrar. En todos los cambios de cosecha y toque de trompetas solemos hacer fiesta al Creador. No recuerdo ni un solo día de llanto, tristeza o pesar en los Jardines Eternos. 

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    La quinta visita

    Pero el colofón de todo fue divisar a Néhuma, con sus grandes alas y su movimiento veloz, sobrevolando las cascadas y acercándose a mi nueva ladera. El tronco me palpitaba de emoción a medida que se hacía más y más grande. Eso sí, con el tamaño habitual y no con el que empleó para trasladarme a los Jardines Celestiales. Toda mi familia y amigos se inclinaron en reverencia ante el águila real. 

    –¡Queridísima Ahyoka! ¡Qué bella y enérgica estás! Les pedí a algunos de tus seres queridos que te dieran la bienvenida y que te explicaran cómo es la vida aquí –Y posándose sobre una de mis ramas más grandes me susurró–. Pronto te presentaré a tus parientes polacos; a tus ancestros californianos; a don Ángel Losada y a Luisillo; y otros amigos de Comillas que tuviste que despedir en tus años terrenales. ¡Verás cuán diferentes son ellos también aquí! 

    –¡Estoy deseándolo! –reconocí al instante– ¡Me encanta mi nueva naturaleza! ¿Y yo? ¿También podré pasear con el Creador, querido Néhuma? 

    –¡Por supuesto! –dijo con ternura– no creo que haya ningún problema… ¡Si has volado con Él, estoy seguro de que aceptará gustoso caminar también contigo! 

    Esta declaración provocó que toda mi savia bajara bruscamente a las raíces y de nuevo, al instante, trepase hasta las ramas. ¿He volado con Él?, me dije. ¿Se refiere al Águila gigante que me transportó hasta aquí? ¿Está hablando de sí mismo? Caí sentada sobre mi tronco, como se desprendían las piñas con el viento atlántico, y así descubrí una nueva postura y que mi tronco era flexible. 

    Mi ilustre compañía estalló en carcajadas una vez más, e incluso Néhuma rio cuando sintió el temblor de la tierra al darme el troncazo. 

    Todavía estaba yo meditando en las palabras del gran águila cuando este dijo con voz cariñosa y al mismo tiempo cargada de autoridad: 

    –¡Ahyoka! ¡La que porta la alegría! Darás honra a tu nombre. Hay una nueva misión para ti. 

    Su hablar era solemne, y alzando el vuelo se mantuvo suspendido en el aire con aquel aleteo que producía una brisa fresca y revitalizante. Así que inmediatamente todos nos paramos sobre nuestras raíces. 

    –Se te ha asignado un escriba real que vendrá a tu lado después del sonar de trompetas. Debes contarle tu historia Ahyoka, para que lo que has vivido traiga dicha y consuelo a todo el que la lea. Él la redactará fielmente, y yo la haré llegar a muchos corazones sinceros y sedientos como el tuyo. 

    –¿Corazones sedientos? ¿Aquí? ¿En este lugar de felicidad y paz? 

    Mi pregunta no era muy apropiada, lo sé, pero no pretendía cuestionar la utilidad de mi historia o los planes del Creador. Simplemente, lo que no entendía era la necesidad que podría tener alguien en este mundo tan maravilloso. ¿Acaso habría lugar para la duda o algún dolor por sanar todavía allí? 

    –¡Pequeña Ahyoka, mi princesa especial! Yo soy Néhuma, el gran águila mensajera. No solo atravieso galaxias, mundos, o dimensiones naturales y espirituales, visibles e invisibles. También viajo a través del tiempo. El ayer, el hoy o el mañana son lo mismo para mí, simples pasadizos cronológicos de una misma realidad que puedo surcar con el poder y la visión del Creador. 

    Me sentí tan avergonzada. Vi que comprendía ciertamente muy poco sobre los altos caminos del Gran Águila, y que entendía con muchos límites los designios del Creador para con sus criaturas. 

    –Tú relatarás lo que has vivido –aclaró Néhuma–, y yo viajaré en el tiempo, al día y al lugar oportuno, para llevar tu historia a otras vidas que estén atravesando momentos duros como los que tú has tenido que enfrentar. 

    Y así fue cómo terminó la quinta visita de Néhuma. Con la honrosa encomienda de contarte mi pequeña historia, ahora que la veo con la perspectiva de los años y de la bondad recibida. 

    ****************************************** 

     

    Palabras de despedida

    Espero que mi testimonio te sirva. Que te ayude a ser más feliz. Pero quiero despedirme con el que ha sido mi mayor descubrimiento. Lo he hecho recientemente, aquí, en los Jardines Eternos: 

    Mi verdadera recompensa no ha sido el viaje. Mi galardón es mucho más que aquella última travesía hacia mi nuevo hogar. Ahora entiendo, y puedo explicar claramente, que mi mayor bendición es la amistad que he trabado con el gran águila. Su presencia, sus visitas y viajar en su pico o en sus garras (poco importa la forma), son el mejor tesoro que cualquier reina jamás pudiera guardar. 

    Si Néhuma te hace llegar mi historia, ¡por favor! ¡hazme caso! No te contentes con leerla. Prepara un hogar para él en tus ramas. Deja que anide en tu tronco. Hazle un lugar cerca de tu corazón. No te arrepentirás.

    De tu amiga, con cariño, Ahyoka

    P.D. ¡Nos vemos por aquí arriba! Aunque llegues con otra apariencia, seguro que nos reconoceremos.

     

    El cuento completo en este blog de Soliloquios:

    Parte 1: La historia de Ahyoka

    Parte 2: El retorno de Ahyoka

    Parte 3:  Del bosque en llamas a los Jardines Celestiales

    Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - Del bosque en llamas a los Jardines Celestiales

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