El retorno de Ahyoka

La rendición de nuestra vida, como veremos en Ahyoka, nos sana por dentro y por fuera; solo así podremos cumplir nuestra misión en el mundo.

    05 DE SEPTIEMBRE DE 2021 · 08:00

    ,secuoya, sequoia

    Cuento: Ahyoka (parte 2) 

    Esta semana continuamos la primera parte de esta historia para todas las edades, en la que Ahyoka, nuestra simpática secuoya, volverá a ser trasplantada y tendrá que adaptarse al bosque de Cantabria y madurar allí. ¿No nos pasa a nosotros igual? Vamos de etapa en etapa, de temporada en temporada, y, a menudo, no entendemos lo que el Señor quiere hacer en nosotros y a través de nosotros, hasta que el Santo Espíritu nos concede una pizca de entendimiento y de contentamiento. La rendición de nuestra vida, como veremos en Ahyoka, nos sana por dentro y por fuera; solo así podremos cumplir nuestra misión en el mundo.

     

    Ahyoka: la tercera visita

    Pasaron algo más de doscientos años, rápidamente a mi parecer, y al paso normal en la vida de los humanos. Me dediqué a hacer todo lo que el gran águila me mandó. Vivir. Ser yo misma. Intentar ser de bendición.

    Serví lo mejor que pude a varias generaciones de comillanos y a cientos de miles de visitantes. Llegué a la vida adulta de una secuoya, y cuando pensaba que me arrugaría hasta desaparecer en aquella plaza cántabra, llegó el otoño, y con el otoño mi aniversario número trescientos veintinueve. Entonces, al amanecer de ese hermoso día, tuve la tercera visita de mi misterioso mensajero el águila. 

    –¡Buenos días Ahyoka! ¡Feliz cumpleaños! 

    –¡Águila! ¡Ha pasado mucho tiempo! 

    –No tanto para ti y para mí como para ellos –Al decir esto abrió ambas alas y giró el pico, dando a entender que se refería a los seres humanos–. ¿Cómo has estado, amiga secuoya? 

    –Bastante bien, creo yo. Es duro ver a una generación envejecer y pasar a la eternidad. Pero siempre encuentro consuelo en nuevos rostros que se acercan a disfrutar mi sombra, o en algún que otro artista que busca en la plaza su inspiración. Pienso que he aprendido a ser parte de este lugar y que Comillas ya es, en algún sentido, algo mío también.  

    –¡Has hecho un gran trabajo Ahyoka! El Creador te quiere recompensar –y como ya era habitual en ella sus últimas palabras las gritó desde el aire, antes de echar a volar–. ¡No temas por lo que vas a sufrir!

    Volví a quedar perpleja o, mejor dicho, intrigada. “Lo que vas a sufrir”. Eso no sonaba nada bien. Cada visita del ave real había supuesto un cambio importante en mi vida, y en aquella ocasión no sería nada diferente. 

    A los pocos meses comenzaron las protestas a mi alrededor. Defensores de la histórica secuoya de Comillas (como me llamaban) plantaban carteles y lazos rojos en la plaza con la intención de frenar la iniciativa del nuevo alcalde. 

    Efectivamente, con el último cambio de gobierno, y ante la escasez de agua de aquella década, decidieron mi traslado de vuelta al bosque. Que ese no era lugar para una secuoya sino en un hábitat apropiado. Que el alcalde que lo hizo, Sebastián Rojas, fue un inconsciente y gastó muchísimo dinero solo con fines electoralistas. Que bebo decenas de litros de agua al día y eso es despilfarrar un bien tan escaso. Esos y otros argumentos acabaron cristalizando en una nueva obra titánica, la de trasplantarme a mi vieja ladera. “Su verdadera casa”, según decían. 

    Ni las movilizaciones de vecinos ni lo costoso o peligroso del traslado lograron impedir que en la primavera del siguiente año mis raíces fuesen arrancadas del suelo comillano, y que miles de hojas de mis ramas quedasen esparcidas por el largo camino que me llevaba de vuelta a mi antiguo hogar. 

    En el centro de la plaza, donde antes había descansado por ciento cuarenta años la Fuente de los Tres Caños, y yo, Ahyoka secuoya, doscientos cinco primaveras, colocaron un monumento interactivo, que era lo último en imagen, luz y sonido en el siglo veintitrés. 

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    Ahyoka: de nuevo en el bosque

    Me plantaron nuevamente muy cerca del lugar de mi nacimiento. Miré alrededor y pude darme cuenta de que muchas cosas habían cambiado. Yo tampoco era la misma. Además, ya no conocía a ninguno de los árboles que serían mis nuevos vecinos. 

    Junto a los pinos, robles y abetos, otras especies habían crecido debido a un programa de reforestación que se llevó a cabo años atrás. Castaños, cedros o eucaliptos enriquecían el bosque diseminados aquí y allá. Además, mis recuerdos de la ladera eran siempre al límite norte del bosque, pero con el paso de aquellos dos siglos mi sombra ya no bordeaba el bosque, sino que cubría a otros árboles en medio de la foresta que se había extendido hacia todos los ángulos. 

    Aunque los árboles cercanos me dieron la bienvenida y se me presentaron yo me limité a guardar silencio como si fuese una secuoya inerte, de piedra. 

    –Se ve que esta especie no tiene el don del habla –susurraba una castaño próxima.

    –¡No seas bruta Mariacastaño! –reconvino don Abelpino–, simplemente ella será muda… Lleva varios días callada. ¡Créeme! He vivido muchos años y aún no he conocido árboles sin el don de comunicarse. 

    –Yo he escuchado viejas historias sobre un gran árbol, único de su especie en el bosque, que fue adoptado por una familia de pinos. Me lo contó mi abuela –intervino un pino joven, hablando con sigilo–, decía que era un ejemplar altísimo y muy fuerte, pero que después de largos años y de haber quedado huérfano llegaron grandes monstruos de los humanos y fue arrancado de aquí. 

    –¡No son monstruos, zoquete! Sino la maquinaria de los hombres –aclaró de nuevo don Abelpino–, los mismos chismes que plantaron este gran árbol.

    –Pues eso –prosiguió Felixpino, que así se llamaba el pino joven– mi abuela me contó también que se habían llevado a aquel gigantón porque no era natural que estuviese aquí. Vamos… que pertenecía a otras tierras. 

    Escuché atenta la conversación, pero me negué a explicarles que no era un árbol sino una árbol la protagonista de aquella historia, y más concretamente una secuoya; yo misma, en persona, que volvía a ser plantada en los montes cántabros después de más de dos siglos. 

    Sin embargo, no hablé porque el cuento de viejas había hecho mella en mi agrietada corteza. “En un sentido tienen razón”, pensé, “yo soy de otras tierras”. “Daría cualquier cosa por conocer a mis parientes de Europa… ¡Mejor aún!  A los de Norteamérica. Quizás allí tendría amigos o, al menos, pasaría inadvertida”. Estaba sumergida en profunda tristeza.

    La verdad es que echaba mucho de menos a mi familia. Este sentir de vacío se incrementó desde que retorné a la ladera. También, y para sorpresa mía, extrañaba mi vieja plaza de Comillas, pues la había aprendido a amar.

    El viento del norte, que antaño me parecía revitalizante, ahora me molestaba. El rocío abundante de la mañana, que tanto eché en falta en Comillas, ahora me entumecía. El posar de las aves o el correteo de los ciervos o conejillos ya no me alegraba. En mi esfuerzo por adaptarme a la vida del pueblo había cambiado y ahora sentía que no era de aquí ni de allá ni de ninguna parte. 

    Con el discurrir de las semanas y mi silencio autoimpuesto la situación, lejos de ir mejorando, parecía empeorar. Los otros árboles dejaron de hablarme. Los pajarillos no venían a cantar en mis faldas al Sol ni las lechuzas buscaban conversación nocturna. Mis ramas, pobladas por años con millones de hojas, disminuyeron su espesor pues, además de no retoñar las hojas caídas en el viaje, lo que es peor, también otras se iban desprendiendo con cada suspiro de mi alma.

    Percibí miradas de preocupación en aquellos seres que antes me admiraban como a una reina de la naturaleza. 

    –Sufre el mal del castor –dijo sin reparo Mariacastaño. 

    –¡No hables tan fuerte! –advirtió don Abelpino–, le vas a asustar. 

    –Yo creo que no nos oye –dijo Felixpino en tono compasivo–. Si es el mal del castor no soportará la llegada de los vientos. 

    –Pobre gigantón, se está despoblando, sobre todo por este lado, dejándonos ver su tronco. Quizás es muy mayor y no ha soportado el aparatoso trasplante –razonaba don Abelpino, en voz queda. 

    Y claro que no era vieja. Me quedaba mucha vida por delante. Tampoco era el mal del castor (a pesar de no haber castores en esa zona la enfermedad se había popularizado entre las diferentes especies con ese nombre), es decir, el ataque de un hongo destructivo que mata al árbol por dentro hasta que se va partiendo y queda como leña para los hombres o material de trabajo para los castores.

    Lo que me pasaba era una mezcla de tristeza, soledad, apatía, añoranza… Algo que yo no sabía diagnosticar pero que me estaba enfermando más y más. 

    Cuando llegó el día de mi cumpleaños estuve esperando la visita del gran águila desde el amanecer hasta que me dormí. Pensé, “quizás él me traiga explicaciones o, al menos, esperanzas”. “Dijo que no temiera por lo que iba a sufrir y que el Creador me quería recompensar”, recordé. Mas la prueba se me había vuelto insufrible y la recompensa, para mí, hasta ese momento era simplemente infortunio. 

    Al amanecer del día siguiente a mi aniversario trescientos treinta desperté tosiendo por el rocío que había caído. Sentía helado el tronco por la zona que se había quedado desnuda. Los tosidos provocaron que más hojas débiles cayeran al lecho del bosque por montones. 

    Esto hizo que mis vecinos también se despertaran.

    –¡Oye, pero si parece que estás vivo! –clamó Felixpino. 

    –¡Tus hojas me han hecho cosquillas, grandullón! –vociferó Mariacastaño. 

    –Perdón, disculpad –dije con vergüenza. 

    –¡Pero si eres una árbol! –don Abelpino sintió una alegría repentina al saberme viva –¡Te creíamos muda o inerte, querida vecina!

    –Lo siento, de verdad… Un poco inerte sí que me encuentro –les confesé. 

    –Pobre… ¿y cómo te llamas? –quiso saber Mariacataño.

    –Ahyoka me pusieron mis sembradores y Ahyoka me llamaron mis padres, unos pinos muy ancianos que me adoptaron en esta misma ladera.

    –¡Ahyoka! ¡Qué nombre más bonito! Yo me llamo Felixpino. Tú debes ser la árbol de la historia que me contó mi abuela.

    Asentí tímidamente.

    –Abelpino para servirte, madame.

    –Yo, Mariacastaño. Un gusto conocerte. ¿De qué especie eres, querida? 

    –Soy una secuoya. No hay muchas por estas tierras. De hecho, soy la única secuoya de este bosque –y aclaré–. Tengo trescientos treinta años. Ayer los cumplí.

    –¡Trescientos treinta! ¡Eres viejísima! ¡Deberías estar quebrada o en el sueño eterno! –se le escapó torpemente a Felixpino, ante la mirada de reproche de sus compañeros, pues, si estaba cerca del sueño eterno (que es el paso previo a la muerte de un viejo árbol), recordármelo así hubiese sido de muy mal gusto.

    –Ja, ja, ja, ja –después de mucho tiempo me reí espasmódicamente– ¡No es así con nosotras las secuoyas! Vivimos dos o tres mil años, de manera que, aunque ya soy adulta digamos que acabo de dejar de ser joven.

    –¡Guuaaauu! –exclamaron a coro mis tres vecinos.

    En ese momento no me pude dar cuenta de que el movimiento de mis ramas al reír no había ocasionado que me despoblara más, como sucedió con la tos. Todo lo contrario, salir de mi aislamiento y conocer de aquella forma accidental a los que acabarían siendo nuevos amigos, me renovó lo suficiente como para no perder más hojas. 

    –¡Pero hija! ¿Por qué llevas meses en silencio? –quiso saber don Abelpino.

    –Pueeees… Es una larga historia…

    –¡Nos encantan las historias! –interrumpió Mariacastaño.

    –¡Tenemos tiempo de sobra y no pensamos ir a ninguna parte! –añadió Felixpino alegremente, provocando otra nueva sesión de risas.

    Hacía tiempo que no tenía un amanecer tan reconfortante, pero no me apetecía hablar mucho. De manera que me limité a explicarles:

    –Ya he visto partir a mis padres y hermanos; y a buenos amigos en Comillas. No me estaba dispuesta a llorar la despedida de más seres queridos. Es la condena de las secuoyas. El ser tan longevas.

    Hubo un momento de silencio incómodo que fue roto por Mariacastaño. 

    –¿Te trajeron desde Comillas? ¿Está lejos de aquí? 

    Hice ánimo para responder porque sabía que eso daría inicio al relato de todo lo vivido hasta entonces, pero al fin contesté:

    –No es tan lejos, y al mismo tiempo podría parecer que te llevan al fin del mundo si viajas como yo lo hice.

    Era evidente que me había ganado la atención de mis nuevos compañeros y, como cabía esperar, pasé el resto de la semana contándoles mis venturas y desventuras, a la vez que escuchando sus propias historias y las novedades del bosque tras mis dos siglos de ausencia.

    Es curioso lo que una buena amistad puede llegar a sanar. En este caso tres amigos: mis dos queridos pinos, que me recordaban entrañablemente a mis hermanos; y aquella sencilla castaño, que no albergaba maldad en su tronco.

    Poco a poco, sin yo darme cuenta, mis hojas volvieron a brotar con fuerza y exuberante verdor, y mis raíces penetraron profundo encontrando las ricas venas de agua subterránea de mi vieja ladera, así como los minerales y nutrientes que tanto había echado en falta en el pueblo.

    Un día, Mariacastaño cayó en la cuenta de que mi aspecto era muy particular, pues me había crecido nueva falda en todo mi contorno excepto en la parte del tronco que se había despoblado.

    –Eso se te queda como cicatriz de guerra, querida mía. ¡Mira! Yo tengo esta marca de aquí por un rayo que me golpeó en una noche de tormenta –me animó mi amiga–. No me quejo. Doy gracias al Creador de que no ardieran mis ramas. Si llega a caer un rayo sin lluvia quizás hubiésemos muerto más de un árbol.

    Yo tampoco me quejé. Ya no lo hacía desde hacía un tiempo y lo cierto es que me sentía mucho mejor aceptando que la vida es así: tiene sus notas suaves y las estridentes; sus días amargos y temporadas dulces.

    Sin embargo, para los humanos mi nueva apariencia era algo excepcional.

    –¡La forma de sus ramas y sus hojas es increíble! –decían.

    –¡La naturaleza le ha tejido un vestido hermoso! –clamaban al verme.

    –¡Es toda una reina! ¡Fijaos qué falda frondosa!

    –¡Ni los modistos parisinos confeccionan algo tan elegante! –Recuerdo que musitaban.

    Me apodaron La Reina, y era raro el fin de semana en el que no venían excursionistas a contemplarme y a fotografiarse a mi lado; o quienes pasaban horas pincel en mano intentando retratar nuestra vieja ladera.

    Entendí en aquel momento que nuestras marcas y cicatrices, las que nos recuerdan duras batallas o las peores etapas, muchas veces son el ornamento que puede consolar e inspirar a otros.

    Don Abelpino, Mariacastaño, Felixpino y los otros árboles que me rodeaban estaban contentísimos con las visitas. Ellos también aparecían en las fotos y lienzos que se hicieron característicos de las guías de viaje cántabras.

    Solo un arrugado roble gruñón y un eucalipto que le acompañaba en su amargada existencia, alzaban la voz de tanto en tanto para decir que “esto ya no es lo que era”, que “desde que llegó esta secuoya no hay quien descanse”, que “¿qué se ha creído para llamarse reina?”. Eran quejas y comentarios hirientes a los que yo no hacía caso. Nunca me autodenominé “reina”. Pero es probable que la profecía de mi amado padre se estaba cumpliendo y mi destino finalmente era ser diferente, tal y como él me llamaba: “una princesa del monte cántabro”.

    Así comenzó una etapa maravillosa en mi vida, con mucho crecimiento en todo sentido. Hasta mis raíces se extendieron y gané unos metros a lo ancho y alto, para sorpresa de mis vecinos.

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    La próxima semana, Dios mediante, conoceremos el desenlace de la historia de nuestra querida Ahyoka. Hasta entonces: ¡Crece! ¡Vive! ¡Vuela!

     

    El cuento completo en este blog de Soliloquios:

    Parte 1: La historia de Ahyoka

    Parte 2: El retorno de Ahyoka

    Parte 3:  Del bosque en llamas a los Jardines Celestiales

    Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - El retorno de Ahyoka

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