La historia de Ahyoka

La conmovedora vida de una secuoya del Cantábrico a la que le visita de tanto en tanto una misteriosa águila.

29 DE AGOSTO DE 2021 · 08:00

Nina Luong, Unsplash,secuoya, sequoia
Nina Luong, Unsplash

Cuento: Ahyoka (parte 1)

Estoy pasando unos días de descanso en la bella Cantabria, al norte de España. Una de las visitas que más nos han gustado ha sido la del Bosque de Secuoyas. En mi caso, ha sido reencontrarme con un cuento que escribí cuando nos íbamos de misioneros a Bolivia.

Para mis hijos no fue fácil dejar su amada España y a los amigos y familia para empezar de cero en una tierra desconocida. Y, para ayudarles en ese gran cambio, que suponía desarraigo en muchos sentidos, escribí uno de los cuentos a los que más cariño le tengo.

Ahyoka es la conmovedora historia de una secuoya del Cantábrico a la que le visita de tanto en tanto una extraña águila. Por su extensión la voy a dividir en varias entregas.

Espero que os hagáis amigos de esta princesa del bosque y que saquéis alguna buena lección, además de pasar un rato entretenido con esta noble lectura.

 

Ahyoka: la siembra

Es necesario que os cuente un poco de mi historia ahora que la veo con la perspectiva de los años y de la bondad recibida.

Mi nombre es Ahyoka. Crecí en un bosque de Cantabria rodeada de robles, pinos y abetos. Mis padres, dos pinos centenarios, me adoptaron desde el primer día en el que me sembraron junto a ellos, cuando no era más que una pequeña semilla de secuoya traída del centro de Europa. Fue en el año 1.904, del contar de los humanos. Mis padres escucharon la conversación que mantenía la extraña pareja de amantes de la naturaleza cuando me plantaban en tan inusual lugar.

Cuando crezca, con el paso de los siglos, será la reina del bosque –decía el más experto a su ayudante–. Así como la ves, una semilla tan pequeña, sin embargo, acuérdate de este día Luisillo, porque puede llegar a medir cuarenta metros y se necesitarán al menos diez hombres para poder abrazar su tronco.

–¿Cómo la llamaremos? –preguntó el joven– Es justo que si va a ser una reina tenga un nombre importante.

–Bueno. Es una secuoya. Su origen se remonta a los Estados Unidos –contestó el botánico como quien reflexiona en voz alta, a la vez que cavaba ya el hueco en el lecho del bosque.

–¿Secuoya sin más podría servir?

–No creo. Es una secuoya, pero debemos darle un nombre con más personalidad –Mis padres tomaron buena nota del resto de la conversación–. ¡La llamaremos Ahyoka! En honor a la hija del indio cheroqui Sequoyah, del que probablemente procede el nombre de los gigantescos árboles.

–Ahyoka… Me gusta –afirmó el discípulo suspirando–. Suena a princesa. ¿Qué significa?

–“La que trae alegría”, en lengua cheroqui. Y bueno… En un sentido fue una princesa, ya que Ahyoka se convirtió en la primera india que aprendió a hablar la lengua cheroqui.

–¿Y eso, don Ángel? ¿Por qué la primera? –quiso saber Luisillo, que ya cubría la semilla con tierra húmeda.

–Sencillo. Su padre, Sequoyah, inventó el idioma cheroqui. Pero, tras doce años de trabajo que le tomó confeccionarlo, nadie de su pueblo creyó que pudiera ser útil para algo. Así que, el indio no se dio por vencido, enseñó la lengua a su amada hija Ahyoka y ambos pudieron demostrar que era una gran herramienta. Así fue como se convirtió en el idioma oficial de los cheroquis.

–Ahyoka, nuestra secuoya solitaria –susurró el ayudante meditabundo–. ¡Ella también será única en este bosque!

–Toda una reina –concluyó el maestro jardinero mientras abandonaban el lugar de la siembra.

Esta fue la razón de por qué mis padres no se atrevieron a llamarme de otra manera, y en cuanto crecí lo suficiente me contaron la historia de mi nacimiento.

–Hija tú, como la princesa cheroqui, tienes un destino especial –me solía recordar mamá.

–Crecerás, mi querida Ahyoka, y en tu sombra abrigarás al bosque muchos siglos después de que nosotros hayamos partido –aseguraba mi buen padre.

Lo que yo no sabía era que precisamente mi singularidad, es decir, el tamaño descomunal que me diferenciaba de las otras especies y nuestra longevidad (podemos vivir varios miles de años) sería la causa de mis luchas y complejos.

Muchas veces me sentí extraña entre las otras especies. Adoptada por árboles amorosos, pero muy diferentes a mí. Ajena a ese bosque de pinos, abetos y robles.

A pesar de estar rodeada por mis padres y hermanos mayores, relativamente pronto (según las edades de nosotras las secuoyas), sobrepasé en altura a todos mis vecinos y a mi propia familia, y era objeto de burlas abiertas o de constantes miradas indiscretas. “Larguirucha”, “estirada”, “extranjera”, “creída” o “mastodonte” … Los árboles jóvenes decían por envidia o placer lo que sus padres, a veces, callaban por educación. Sin embargo, mi familia siempre me animaba y acercaba sus ramas a las mías en aquellos días grises.

–Estás destinada para algo grande, Ahyoka. No te avergüences por ser diferente –musitaba tranquilo papá.

–Tú ni caso, hija. Si estás aquí es porque así lo quiso el Cielo, mi arbolito –Era la fe de mamá.

El tiempo fue pasando, y crecía más y más, mientras veía a todos lentamente envejecer. Yo iba sumando anillos a mi tronco, ramas a mis ramas y metros a mis raíces, siempre aprendiendo de mis padres, y arropada por mis hermanos-pinos más cercanos. Hasta que papá y mamá poco a poco se secaron; y las nieves del invierno de un fatídico año los quebraron. Fue durísimo para mí verlos partir así (como ellos confesaban a menudo), a los Jardines Eternos.

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Ahikoya: la primera visita

Entendí que mi naturaleza era diferente a la de mis hermanos, cuando decenas de años más tarde ellos también me dejaron. Con razón nos apodaban siempreverdes. Y allí quedé, en una ladera del bosque cántabro, desnuda de alma y corteza.

Sin mi familia alrededor, el verano era más verano y el invierno cortaba al venir silbando con esos vientos atlánticos que antaño no me afectaban, pero que ahora me hacían sentir solitaria y desdichada.

Hasta que un día, un inesperado y otoñal día del siglo veintiuno, en mi ciento veinticinco cumpleaños, recibí la visita de un gran águila, el más grande que jamás hubiera visto, que se posó cerca de mi tronco, en una de las ramas centrales, para hablar de esta manera conmigo:

–¿Cómo estás, querida Ahyoka? ¿Qué tal te encuentras en este tu aniversario?

–Me gustaría decir feliz, respetable ave, pero faltaría a la verdad –le respondí–. Me siento sola, y con pocas ganas de soportar otro invierno.

El gran águila bajó su cabeza unos segundos, como si estuviera analizando mis palabras, y después lentamente subió el pico, me miró y me dijo:

–No pasarás el invierno aquí, Ahyoka. Vas a ser trasplantada –declaró solemnemente.

–¡Trasplantada! ¡Eso es imposible! –contesté con un nudo en el tronco y sin dar crédito al anuncio.

–Escucha joven Ahyoka. La Fuente de los Tres Cantos no ha resistido el temblor de la pasada semana, y Comillas busca un gran árbol para coronar su plaza. Te escogerán a ti, simpática secuoya. Y tú debes servir a los comillanos.

Y, dicho esto, alzo el vuelo tan súbitamente como había llegado, dejándome ramidifusa y ansiosa. Sería una broma malvada, pensé. Pero ese águila parecía todo menos burlona. ¿Sería cierto el anuncio? Muy pronto descubriría que sí.

Con gran maquinaria y mano experta me desarraigaron y trasplantaron a la plaza central de Comillas. El alcalde, promotor de la idea, hizo una gran fiesta en mi honor a la que acudió todo el pueblo. Además, medios regionales y nacionales se dieron cita, no solo por lo pintoresco del acto, sino también por la polémica que suscitó.

Ciertamente, grupos de ecologistas protestaron por el traslado y argumentaban que era peligroso para mí vivir en ese lugar.

El caso es que fui erigida como un gran monumento en lugar de la fuente. Iba a ser representativa de la Cantabria Verde, y el orgullo de una Comillas que atraería a más turistas para fotografiarse junto a la gran secuoya.

A pesar de mi juventud para entonces ya medía treinta y siete metros y pesaba más de mil quinientas toneladas. De manera que el transportarme y plantarme con éxito fue, según decían, una proeza de la ingeniería moderna. En esta publicidad también hubo intereses económicos y políticos. Pero nada de eso me interesaba. Simplemente yo no quería estar allí. No entendía bien el propósito de mi vida ni el porqué de aquel cambio. El águila no me dio ninguna explicación.

Echaba de menos a mi familia. Y la ladera. Y mi bosque antes odiado, pero que era el hogar que me había visto crecer y, después de todo, lo que más sentido de seguridad me proporcionaba.

Pasaron los días de invierno; y las lluvias de primavera; y las fiestas del verano. Todo un año. Hasta que llegó de nuevo el otoño. Pero yo estaba enferma. Mis hojas palidecieron; mis ramas se debilitaron (me pesaban tanto); y las raíces, que habían bebido alegremente del subsuelo, ahora yacían apáticas tomando lo mínimo para subsistir. La tristeza había embargado mi alma.

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Ahikoya: la segunda visita

Así fue como llegué a la jornada de mi cumpleaños. El día pasó muy lentamente. El hecho de que fuese mi cumpleaños y de estar tan sola me sumió en una amarga melancolía. Sin embargo, cuando ya era de noche y me había quedado dormida el gran águila, de nuevo, me visitó.

–¿Por qué estás así Ahyoka? –dijo lo suficientemente fuerte como para despertarme.

–¡Gran Águila! ¡Eres tú! ¡Desde hace un año te estoy esperando!

–Pues aquí me tienes, joven secuoya. He venido a felicitarte y a preguntarte si has perdido la visión.

–¿La visión? ¡No! ¡Claro que no! ¿Por qué lo dudas?

–Ahyoka, ya no ves –El tono era cercano, aunque un reproche entristecido asomaba tras sus palabras–. No ves a los niños jugando a tu alrededor. No ves a los jóvenes que intentan treparte cuando se distrae el guardia de la plaza. Tampoco ves a los enamorados en el banco, a tu sombra. Ni los que se retratan junto a ti o te rodean con sus brazos. Ya no sientes, Ahyoka. No sientes la belleza de esta plaza que se alegra de tenerte. No sientes la energía que se renueva en los ancianos cuando te contemplan. Ni oyes los cantos que inspiras en los artistas ni las aves que trinan en tus ramas ni las risas de los muchachos.

Cada palabra del gran águila me traspasaba el corazón. Era verdad. Estaba muerta. Todo eso había acontecido delante de mí, pero yo solo respondí con indiferencia. No sabía qué contestar, de manera que guardé silencio y esperé a que el águila volviera a alzar el vuelo. Pero no se fue. Siguió allí, conmigo, y me advirtió:

–Ahyoka, si sigues así corre peligro tu vida y no cumplirás tu misión.

–¿Mi misión? ¿Qué misión?

–La de servir a estas gentes, querida secuoya.

–¿Y cómo se supone que debo hacerlo? ¿Qué se espera de mí? –protesté neciamente.

–¡Solo vive! ¡Sé tú misma! El Creador te ha hecho grande, bella… ¡Para bendición! Sé parte de Comillas, Ahyoka, y verás como este lugar también se hace parte de ti.

Y con esta sentencia, el misterioso visitante, desplegó sus enormes alas y partió. Allí quedé, congelada. No pude dormir en toda la noche. Daba vueltas y vueltas a las palabras del águila. ¿Ser de bendición? ¿Ser parte de aquel lugar?

No os diré que fue fácil. La verdad es que me costó acostumbrarme, pero hice el esfuerzo por recuperar mi vitalidad y me aferré a aquella tierra como árbol que enfrenta un ciclón.

Encontré sus aguas diferentes y, sin embargo, ricas. Besé los rayos del Sol o, más bien, les permití acariciarme. Alcé mis miles de hojas hacia un cielo a veces azul y a menudo nublado, con la misma disciplina de aquel guardia de la plaza que llegó a serme tan cercano.

Y así fue como comencé a ver a los niños jugando a mi alrededor. A los jóvenes que intentaban treparme. A los enamorados en el banco, a mi sombra. Y los que se retrataban junto a mí y me rodeaban con sus brazos… Y a sentir. A sentir la belleza de la plaza que se alegraba de tenerme. Y la energía que se renovaba en los ancianos cuando me contemplaban… Y a oír. Oír los cantos de los artistas, y las aves trinando, y las risas de los muchachos…

Me convertí en una secuoya comillana, y Comillas fue parte de mí, como lo había sido el bosque, o mis padres y hermanos.

 

El cuento completo en este blog de Soliloquios:

Parte 1: La historia de Ahyoka

Parte 2: El retorno de Ahyoka

Parte 3:  Del bosque en llamas a los Jardines Celestiales

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