El falso ‘evangelio de autoayuda’
Una clara muestra sutil del movimiento de autoayuda con rótulo cristiano es la llamada “confesión positiva”
17 DE AGOSTO DE 2025 · 08:00
Biblia, prosperidad y fe (5)
Uno de los legados de la modernidad fue el haber otorgado a la psicología el reconocimiento pleno como ciencia gracias, en gran medida, a los estudios sobre psicología profunda llevados a cabo por Freud y los más destacados exponentes de las diferentes escuelas psicoanalíticas surgidas en Viena y las terapias resultantes de cada una de estas escuelas.
En la posmodernidad estas tendencias han seguido presentes, pero dando continuidad en un nivel más popular y asequible a las terapias psicoanalíticas, como resultado de lo cual ha visto entonces el surgimiento cada vez más explosivo de todo un movimiento que, prescindiendo ya del terapeuta de turno, pretende poner al alcance de todo el que lo desee los principios terapéuticos dominados anteriormente tan sólo por estos especialistas.
Así, estamos siendo testigos de una moda global que ha dado lugar a seminarios, charlas, conferencias, talleres, libros y a todo un movimiento casi industrial por cuenta de muchos “calificados” expertos conocedores de estos principios en el también llamado “coaching”, que se enriquecen divulgándolos y disertando alrededor de ese propósito que podríamos muy bien designar como la “autoayuda”.
Expertos que, mirados con objetividad, lo único que hacen en buena parte de sus exposiciones es plagiar y secularizar principios ya probados y eficaces que han estado siempre en la Biblia sin darle el crédito correspondiente y sin pagar derechos de autor.
Se ha llegado incluso a afirmar en respaldo de este movimiento que Dios nos anima diciéndonos: “Ayúdate que yo te ayudaré”, lema muy popular pero engañoso que muchos han llegado a pensar que se encuentra textualmente en las Biblia misma.
Pero nada hay más equivocado. No sólo porque esta frase no se encuentra de ningún modo en la Biblia, sino también porque la idea que transmite es contraria a ella, pues presume equivocadamente, no sólo que podemos ayudarnos a nosotros mismos, sino también que una vez que lo intentamos, Dios entonces refuerza nuestra intención poniendo también sus recursos al servicio de aquella.
Ahora bien, es cierto que la Biblia y la historia documentan de sobra multitud de ocasiones en que Dios acude en ayuda de los suyos, pero Dios no ayuda a quien no se rinde primero por completo a Él con humildad, arrepentimiento y fe, reconociendo al mismo tiempo su impotencia al actuar con independencia de Él.
No se trata, pues, de pretender alinear a Dios con nuestros deseos y propósitos egoístas, sino de rendirnos nosotros a Él reconociendo nuestra radical impotencia para, una vez redimidos y facultados por Él, alinearnos nosotros con sus propósitos más elevados, ahora sí con toda la ventaja de nuestro lado para llevarlos a feliz término. Bien se dice que el mundo llama a los capacitados pero que Dios capacita verdaderamente a los llamados.
En efecto, cualquier capacidad o competencia que poseamos no es, entonces, mérito nuestro, sino de Dios. Es por eso que la moda actual de la autoayuda ꟷy el estrechamente relacionado movimiento de la fe en la iglesiaꟷ en último término no es más que un espejismo condenado a la desilusión y al fracaso, en la medida en que estas iniciativas se emprenden sin reconocer nuestra impotencia ante Dios rindiéndonos por completo a Él, para únicamente así poder recibir de su mano las facultades de las que carecemos. Bien lo dijo el profeta: “… ¡Maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del Señor!” (Jeremías 17:5).
Walker Percy lo resume de este modo: “Uno no puede ayudarse a sí mismo. Esa es la mala noticia, el común denominador de la humanidad y el elemento definitorio de la tragedia moderna. Los que persisten en creer que el yo puede de veras ayudarse a sí mismo, inevitablemente perderán la esperanza, porque están comprando ilusiones”.
A manera de ilustrativo ejemplo, una de las manifestaciones más claras del movimiento de autoayuda sutilmente presentada con un rótulo cristiano por el movimiento de la fe es la llamada “confesión positiva”, respecto de la cual el ya fallecido evangelista David Wilkerson dijo con incisiva y mordaz precisión que: “La iglesia antes confesaba sus pecados, ahora confiesa sus derechos”.
Ciertamente, la sobredimensionada noción secular de la autoestima o amor propio ha terminado promoviendo también en la iglesia la idea de que toda palabra, idea o pensamiento que conlleve la exaltación del ego, es siempre buena, constructiva y recomendable. Bajo esta creencia ha llegado a afirmarse que toda expresión hablada debe ser “positiva”, entendiendo por “positivo” todo lo que enaltezca el “yo” y contribuya así, supuestamente, a la realización personal de la persona.
Y es que hoy por hoy en la iglesia tanto como en el mundo, parafraseando a Patrick Henry, patriota de la revolución de los Estados Unidos especialmente recordado por su famoso discurso que lleva como título Dadme la libertad o dadme la muerte, el reclamo que caracteriza a la sociedad actual es más bien ¡Dadme la autoestima o dadme la muerte!
Ahora bien, debemos reconocer que el sentido que tenemos de nuestro valor como personas puede afectar negativa o positivamente nuestro desempeño en la vida y nuestras relaciones con los demás. La correcta autoestima es, entonces, necesaria y hay que cultivarla y promoverla en todos los seres humanos. Pero ésta no es ni mucho menos la meta de la vida humana desde la óptica cristiana.
Porque de convertirla en el fin de la vida humana al margen de Dios o, peor aún, haciendo de Dios un mero medio para alcanzarla, estaremos proveyendo una cobertura y aprobando tácitamente el pecado del orgullo que se suele enmascarar bien en la promoción a ultranza de la autoestima.
Y el orgullo que se hace pasar por autoestima es un ídolo condenado a derrumbarse estruendosamente. Y cuanto antes se derrumbe, mejor, pues éste fue el pecado de Satanás por excelencia y el veneno que se halla detrás de la ancestral mentira con la que este personaje llevó a la caída a nuestros primeros padres, Adán y Eva y, con ellos, a la humanidad entera: ser como Dios.
Recordemos, pues, para concluir, que ser como el Dios Creador ha sido el más ancestral y pecaminoso engaño en el que han caído las criaturas que comparten con Dios la condición de personas: ángeles y seres humanos indistintamente.
En lo que respecta a los seres humanos, esta absurda aspiración halló su más grosera y acabada expresión en el culto que los pueblos de la antigüedad le rindieron a sus gobernantes, comenzando por los faraones de Egipto y terminando con los emperadores romanos, pasando por los soberanos persas.
La Biblia no da pie a la deificación humana, ni después de la muerte ni mucho menos en vida, no sólo por ser una pretensión altiva y ofensiva hacia Dios, sino también por ser absolutamente contraintuitiva, es decir por ir en contravía con los hechos, la experiencia humana y el sentido común.
No tener esto en cuenta ha hecho que incluso grupos autodenominados “cristianos”, como los mormones, hayan terminado promoviendo la herejía de la deificación de los creyentes, asociada también a las versiones más extremas del movimiento de la fe, tan característica del paganismo antiguo y moderno, presente también en algunas de las más populares versiones de ese movimiento sincrético actual conocido como la “nueva era”.
La verdad lisa y llana es que todo intento por divinizar al ser humano en cualquier forma ha terminado en un estruendoso fracaso, tanto para quienes rinden este culto, como para quienes lo reciben, haciendo entonces más peligroso al movimiento de la fe de lo que en principio podría parecer.
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Artículos anteriores de esta serie sobre Biblia, prosperidad y fe
2.- Dios, prosperidad y riqueza
3.- Los pastores megarricos de las megaiglesias
4.- El negocio de la teología de la prosperidad
5.- El falso ‘evangelio de autoayuda’
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Creer y comprender - El falso ‘evangelio de autoayuda’