Fe, ciencia y progreso

La pregunta que debe hacerse la ciencia es: ¿todo lo que puede hacerse debe necesariamente hacerse?

06 DE NOVIEMBRE DE 2022 · 08:00

Geralt, Pixabay,cerebro informática, diseño inteligente
Geralt, Pixabay

Cristianismo, progreso y filosofía progresista (3)

Tal vez la actividad humana que más alimenta y jalona el “mito del progreso” es la ciencia. En efecto, sus avances han sido tan rápidos en los últimos siglos que hoy la humanidad posee la capacidad tecnológica para hacer cosas que eran por completo impensables hace 200 años y eran vistas como fantasías propias de la ciencia ficción.

Por eso la pregunta que debe hoy hacerse la ciencia en ejercicio de la responsabilidad que le compete es: ¿todo lo que puede hacerse debe necesariamente hacerse? o mejor, por el simple hecho de que algo que era técnicamente imposible en el pasado pueda hoy materialmente hacerse, entonces ¿debe hacerse sin mayor dilación ni consideración?

El problema es que el avance científico marcha siempre más rápido que el jurídico, por lo que el ejercicio de la libertad de conciencia cristiana se impone también en el campo de la ciencia, procurando llenar los permanentes vacíos legales a los que el progreso científico da lugar, recordando que la ética bíblica afirma que no todo lo que es lícito debe necesariamente hacerse en la medida en que no convenga, en que no sea constructivo y en que pueda llegar a ejercer un dominio compulsivo sobre la vida humana.

De no tener esto en cuenta la ciencia puede generar más problemas de los que intenta resolver, al pretender incursionar impune y atrevidamente en los dominios divinos (como por ejemplo la clonación humana o, para no ir tan lejos, los tratamientos hormonales tempranos y los procedimientos médicos y quirúrgicos de “cambio de sexo”), sin tener en cuenta que en su deseo de extender de manera obsesiva sus límites, siempre habrá fronteras que no deberíamos traspasar.

La disciplina conocida como “bioética” se impone para mantener un rumbo orientado hacia el verdadero progreso y la iglesia debe ser punta de lanza en su adecuado desarrollo.

Por otra parte, los argumentos de la falsa ciencia anunciados por el profeta Daniel: “Muchos correrán de un lado para otro, y se incrementará el conocimiento” (Daniel 12:4 RVA-2015), contra los que el Nuevo Testamento advierte en la pluma del apóstol Pablo: “… Evita las discusiones profanas e inútiles, y los argumentos de la falsa ciencia” (1 Timoteo 6:20), equiparando a los científicos de hoy con los gnósticos del primer siglo; no hacen referencia únicamente a los argumentos que se hacen pasar por científicos sin serlo, sino también los argumentos con los que la ciencia auténtica pretende justificar el ejercicio de prerrogativas que no le corresponden y que se salen de su jurisdicción, no porque no pueda materialmente ejercerlas, sino porque no debe hacerlo.

El verdadero progreso de una sociedad no se mide entonces, entre otros, por sus avances tecnológicos y las comodidades y el confort alcanzados gracias a ellos, sino por su madurez moral para no traspasar linderos que le están vedados a las criaturas y que son potestativos del Creador con exclusividad, sin abandonar ni perder de vista el lugar que nos ha sido asignado por Dios en el gran concierto de la creación divina, pues: “… Dios… está en el cielo y tú estás en la tierra” (Eclesiastés 5:2). Tenía razón Madame de Stäel cuando dijo que: “El progreso científico determina que el progreso moral sea una necesidad”.

Ya el teólogo Paul Tillich había advertido que la ciencia sin fe pierde su norte y: “plantea serios problemas espirituales que se resumen en la pregunta básica: ‘¿para qué?’… Se trata de avanzar sin retroceder, constantemente, y sin contar con un objetivo concreto… El deseo de avanzar, sea cual fuere el resultado, es en realidad la fuerza motriz”. 

En nombre del progreso, la ciencia termina así elevada a la categoría de religión, en lo que ya se designa como “cientifismo” o “cientificismo”, avanzando frenéticamente en una línea horizontal que, si no se balancea y regula correctamente por la línea vertical de la fe, en palabras de este mismo teólogo: “lleva a la pérdida de todo contenido significativo y a la completa vacuidad”. Fue también él quien en su libro Los cimientos de la Tierra se conmueven dijo: “Tales palabras…  Hoy debemos tomarlas en serio… ‘Los cimientos de la tierra se conmueven’… ya no es solamente una metáfora poética para nosotros sino una dura realidad”.

Ciertamente, el vertiginoso desarrollo escenificado en el mundo en los últimos siglos de la mano de la ciencia, llamado por muchos “progreso” de manera automática, ha traído efectos colaterales que hacen dudoso el seguirlo llamando de este modo sin reservas.

En efecto, el hombre de hoy, continúa diciéndonos Tillich: “ha sometido los cimientos de la vida, del pensamiento y de la voluntad a su voluntad. Y su voluntad ha sido la destrucción”. 

Aún los científicos, decantado ya el entusiasmo inicial generado por las posibilidades que la ciencia ofrecía, han tenido que reconocer que hoy como nunca nos encontramos en condiciones de labrar, literal y materialmente, nuestra propia destrucción. El progreso viene así perdiendo paulatinamente a la actividad que se consideraba su principal aliada, pues hoy estamos mucho más conscientes que antes, no sólo del lado luminoso de la ciencia, sino también de su lado oscuro.

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Artículos de esta serie sobre “Cristianismo, progreso y filosofía progresista”:

1.- El pensamiento progresista

2.- Cristianismo y pensamiento progresista

3.- Fe, ciencia y progreso

4.- Contradicciones del progresismo

5.- El cristianismo ¿es progresista o retrógrado?

Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Creer y comprender - Fe, ciencia y progreso