¡Ay de mí si no predico el Evangelio!
Las voces del mundo están llenas de mensajes vacíos, de pecado. Pero una voz sigue salvando, la del Evangelio de Jesús ¿Quién hará que esa voz suene?
22 DE JUNIO DE 2025 · 08:00

1ª Corintios 9:16 Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!
Pablo sentía un fuego dentro. Su vocación no era una opción, era un deber sagrado.
¿Dónde ha quedado esa carga en nosotros?
La palabra “impuesta” en el versículo anterior es la traducción al castellano del verbo epikeimai (puesto encima). ¿Quién se lo ha puesto encima a Pablo? El que lo llamó camino a Damasco. Por otra parte, el término “necesidad” es en griego anagké (necesidad urgente o apremiante). Parafraseando, al apóstol le han colocado encima una necesidad apremiante que requiere una actuación inmediata, es decir, una emergencia, a saber, la evangelización del mundo.
Dios le puso a Pablo sobre los hombros y el corazón la necesidad de los perdidos o el clamor de los que viven sin Cristo, que es urgente y no admite demora, ¿lo sentimos nosotros? En este momento hay alguien a nuestro alrededor que necesita la buena noticia del amor de Dios: un joven con pensamientos suicidas; una madre sola que precisa esperanza; un ateo que, a pesar de estar asqueado por la confusión de las religiones, tiene un vacío que solo Cristo puede llenar.
¿Por qué dice “¡ay de mí!”?
1ª Corintios 9:16 Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!
Pablo nos deja en este versículo un lamento que deberíamos suscribir cada uno de nosotros: ¡Ay de mí si no predico el evangelio! Pero ¿por qué lamentarnos? ¡Ay de mí, porque estoy dejando de lado mi propósito! ¡Ay de mí, porque un día compareceré ante mi Señor y me recibirá con rostro triste! ¡Ay de mí porque soy culpable de la perdición eterna de cientos de vidas! ¡Ay de mí, porque me estoy privando de la aventura de servir al Señor y el deleite de ganar almas para Cristo! Y ¡ay de mí! Porque estoy en religiosidad o mundanalidad, tengo al Espíritu Santo triste, de manera que, me dé cuenta o no, estoy viviendo en una pobreza espiritual.
Dice Oswald Smith en su libro Pasión por las almas:
Algún día, millones y millones de inconversos marcharán ante el trono, señalándote con el dedo acusador y clamando:
—Nadie se preocupó por mi alma.
Y entonces tú y yo trataremos de justificarnos diciendo:
—Señor, ¿soy yo guarda de mi hermano?
Y Dios responderá:
—La voz de la sangre de tu hermano clama a mí...
La voz de la sangre de tu hermano. Sí, y tú irás al cielo, salvado, pero con sangre en tus manos, la sangre de aquellos que pudiste haber ganado si hubieras ido o enviado a alguno que les hablase en tu lugar.
No es cosa fácil ser atalaya. «Su sangre reclamaré de tu mano». ¿Qué vas a hacer frente a esto?
El llamado a salir del gueto espiritual
El diablo busca que los cristianos sean irrelevantes, confinados, silenciados... Primero, aislarnos en los templos (como un gueto espiritual). También, desaparecer del espacio público, como si la fe fuera solo un asunto interior y privado. Luego, callarnos incluso en casa, como intentaron hacer con Daniel (Daniel 6:7-10). ¿El resultado? Un cristianismo domesticado, invisible, inofensivo. Pero lo cierto es que la fe no debe recluirse al ámbito privado; debe hacerse carne en lo público, en lo cotidiano: luz en medio de tinieblas (Mateo 5:14-16).
Vivimos en tiempos donde nuestro Enemigo pretende silenciar la voz de la iglesia. No con persecución directa en todas partes (que sí en muchas), sino con algo más sutil: la invisibilidad. Nos quiere cómodos, encerrados, callados... Como los discípulos antes de la resurrección y de Pentecostés: con miedo. Como Daniel en Babilonia, querría impedirnos hasta el orar en la intimidad de nuestros hogares. Pero Dios llamó a su pueblo a la proclamación. No nos llamó a acumular reuniones semana tras semana, sino a extender el Reino de Dios.
¡Es tiempo de salir del gueto y predicar con poder! No podemos cambiar el mundo encerrados entre cuatro paredes. El evangelio nació para tener piernas y correr: nuestras piernas.
¿Cuál es mi recompensa?
1ª Corintios 9:17 Por lo cual, si lo hago de buena voluntad, recompensa tendré; pero si de mala voluntad, la comisión me ha sido encomendada.
Hay una recompensa para todos aquellos que nos atrevamos a proclamar el evangelio. ¿Cuál? El agrado de mi Señor. Que me pueda decir un día: “¡Bien, buen siervo y fiel!”.
Y el simple hecho de ganar almas, arrebatándolas del Infierno, experimentando el respaldo del Espíritu y su alegría en nuestra vida. Sin olvidar que tendremos amigos que ns recibirán en las moradas eternas (Lucas 16:9): “Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando estas falten, os reciban en las moradas eternas”.
“¡En tu Palabra echaremos las redes!” Lucas 5:5
Aun cuando el mundo parezca cerrado al evangelio, en su Palabra debemos volver a lanzar las redes. Porque el Evangelio debe sonar donde el pecado grita.
Vivimos tiempos cuando las voces del mundo no descansan. Los medios masivos están llenos de mensajes vacíos, de pecado, de confusión, de oscuridad... Pero hay una voz que sigue salvando. Una voz que no cambia, que transforma las vidas: la voz del Evangelio de Jesucristo. ¿Y quién hará que esa voz suene? Indudablemente, nosotros, corazones obedientes que dicen: “Aquí estoy, Señor, úsame a mí”.
Si tú y yo no portamos esa voz… ¿quién lo hará?
1ª Corintios 9:16 Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!
Oremos para que sintamos la urgente necesidad que Pablo había recibido, ardiendo también en nuestros corazones, y nos movilicemos por el evangelio.
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - ¡Ay de mí si no predico el Evangelio!