Mi testimonio de libertad
El plan de Satanás era acabar con mi salud mental, hacerme un pobre loco. Pero los planes del Señor prevalecieron, y Cristo me salvó a tiempo.
18 DE MAYO DE 2025 · 08:00

Mi nombre es Juan Carlos Parra y este es mi testimonio de libertad.
1. Un llamado a la humildad
Santiago 4:5-10: ¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente? Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará.
2. Los primeros síntomas del problema espiritual
Tenía catorce años para quince, cuando mis padres me llevaron a ver a un psicólogo. ¿Por qué? Llevaba una temporada con episodios terribles de alucinaciones. Los objetos cambiaban de tamaño sin explicación alguna. Se me presentaban monstruos abominables en pleno día y empapaba mi ropa en sudor. Al verlos, tan reales como a alguien a quien pudiese tocar, gritaba histérico y les lanzaba objetos. ¿Qué me estaba sucediendo? Lo que el psicólogo llamó “estrés por exceso de responsabilidad”, hoy comprendo que era otra cosa: ataques demoníacos para hacerme enloquecer.
3. Visiones del futuro sin Cristo
Dos veces el Señor me ha mostrado cuál era el plan de Satanás para destruirme. Me he visto, en visiones nocturnas, transportado en el espíritu a lo que habría sido mi futuro sin Cristo. En uno de los sueños, yo estaba obeso, inflado por algún tipo de medicación y gritaba, destrozando el mobiliario de una casa.
En la otra visión, vagaba por la calle como perdido, sin rumbo, enajenado... Un niño rubio, parecido a mi hijo menor, sin llegar a serlo, de unos siete u ocho años, me llamaba a mis espaldas: “¡Papá, papá!”. Yo me detenía y lo esperaba. No le decía nada porque me costaba horrores razonar. Entonces él, con una tristeza inmensa, tomaba mi mano y me empujaba en otra dirección diciendo: “Vamos, papá, yo te llevo a casa”.
Ese era el plan de Satanás contra mí, acabar con mi salud mental, hacerme un pobre loco, incapaz de hacer vida normal. Pero los planes del Señor prevalecieron, porque Cristo me salvó a tiempo, con dieciséis, solo un par de años después de que me llevaran al psicólogo.
4. La raíz de la opresión: una herida familiar
¿Cómo había llegado a estar tan atado interiormente, como para tener aquellas alucinaciones o la visita de demonios que me atormentaban? Sencillo, le abrí la puerta al Reino de las Tinieblas.
Para que comprendáis mejor mi testimonio de salvación y cómo llegó el evangelio a casa, os debo contar algo muy duro, algo que marcó a los Valero, la familia por parte de mi madre.
Mi abuelo era militar: teniente del ejército. A principios de los ochenta del siglo pasado, estábamos reunidos en el comedor de la casa de mis abuelos cuando un tío mío encontró la pistola del abuelo; quería hacer una broma imitando a un vaquero del oeste. El abuelo había dejado una bala en la recámara (era común en aquellos días debido a los atentados de la banda terrorista ETA). La ocurrencia de mi tío, que iba a ser tan solo un juego, acabó en tragedia. Llegó por el pasillo y disparó a su hermano, a quien tenía justo enfrente. Entre ambos estaba yo.
Se hicieron dos informes periciales, uno de la policía y otro del ejército, y ambos coincidían. Mi otro tío, Salvador, me tenía sentado en la mesa y jugaba conmigo: la bala debía haberme matado a mí. No se explicaban cómo el proyectil impactó en la frente de Salvador sin matarme a mí primero.
Mi madre, embarazada de mi hermana, generó tanta fuerza por la adrenalina del momento que tomó el cuerpo de su hermano herido, un adolescente, y lo bajó hasta la calle, sujetándole parte de la cabeza. Paró un coche que pasaba por la puerta, para llegar de emergencia al hospital, pero ya fue demasiado tarde.
Esa muerte, como digo, marcó a toda la familia. El abuelo amortiguó el dolor de su conciencia con alcohol. Mi madre, por su parte, cayó en depresión y fue presa del temor durante trece años. Recuerdo verla sufrir, a menudo encerrada en su cuarto, llorando y con una angustia existencial que intentaba calmar con pastillas, siempre temiendo que algo malo, repentinamente, volviese a golpear a alguno de sus seres queridos.
Por ese motivo, el matrimonio de mis padres sobrevivía, pero andando en la cuerda floja, con riesgo de acabar en divorcio constantemente. Y yo, el mayor de cuatro hermanos, crecí con una venenosa mentira anidada en mi corazón: que fui quien disparó la pistola. ¿Por qué pensaba así? Porque el tema, que era tabú entre mis tíos, llegaba a los oídos de nosotros, los niños, como conversaciones susurradas de este tipo: “el nene era pequeño”; “el nene solo jugaba”; “el nene no sabía lo que hacía”... Se referían a mi pobre tío, el que disparó el arma. Pero como a mí también me decían, desde que tenía uso de razón, “el nene”, por ser el nieto mayor, y como no me atrevía a preguntar sobre algo tan desagradable, asumí esta conclusión como la triste realidad: que yo, en algún momento de mi infancia que no alcanzaba a recordar, había matado a mi tío Salvador de un disparo.
Ya os podéis imaginar los traumas que eso ocasionó en mi tierno corazón. Culpabilidad, baja estima, pensamientos del tipo: “soy una maldición”; “la desgracia va a estar ligada a mi existencia”; y cosas por el estilo. Nunca se las confesé a nadie. Para empeorarlo todo, cuando me hacía adolescente y más necesitaba que mi padre me enseñara lo que significa ser un hombre, él, con dos trabajos a falta de uno, no supo hacerlo. Entonces, apareció un vecino; un tipazo; alto, apuesto, trabajador, simpático... Era el esposo de la señora que nos cuidaba.
5. El Enemigo entra por una puerta abierta
El día de mi doce cumpleaños, estando mis padres fuera de casa y mis hermanos en el comedor con la cuidadora, este hombre vino a mi habitación con un regalo. Me dijo que lo había recopilado con el paso de los años, que su hijo era muy pequeño para dárselo, que me quería ayudar a hacerme un hombre y que sería nuestro secreto. Satanás usó a este triste desgraciado para dañar mi juventud. Me regaló una caja de cartón con revistas y cómics. Era el mejor regalo de cumpleaños que nadie me había hecho, según mi inocente juicio. Me encantaban los cómics. Algunos eran muy viejos y otros más nuevos, en blanco y negro o a color.
Pero ¿por qué debía ser un secreto entre él y yo? Pronto lo descubrí. El contenido de las revistas y tebeos era este: pornografía, brujería, espiritismo, satanismo, terror y muerte. A menudo, las dañinas temáticas se combinaban. En secreto, a oscuras, con una linterna en las noches o en momentos en los que estaba a solo, me alimenté de aquel entretenimiento ponzoñoso y sin saberlo ni entenderlo le abrí una puerta grande al Reino de Tinieblas. Perdí mi inocencia, en cuanto a lo sexual; ya os podéis imaginar la atadura que eso supuso para mí en los siguientes años. Y lo satánico o las revistas de terror me marcaron hasta el punto de que dos años después estaba enloqueciendo. Os pongo un ejemplo de lo oprimido que me encontraba.
6. La Luz entra en casa
Mi padre se convirtió el primero. Después, mi madre. Un día nos visitaron en casa dos profetas de los Estados Unidos. Ellos ministraron a Mamá sanidad y libertad. Fue maravilloso. Sin saber nada de nuestra historia, le dijeron a mi madre que su hermano estaba en el cielo, que ese día se acababa el temor y la depresión, que su adicción al tabaco y a los antidepresivos se cortaba. Y así fue. Quedó libre desde aquel día.
Yo tenía dieciséis años. Ya había confesado a Cristo como mi Salvador y había empezado a acompañar a mis padres a la iglesia. Presenciaba la liberación de mi madre y no podía dejar de llorar. Los profetas se acercaron y, viendo mis lágrimas, pensaron que estaba tocado por el Señor. Nada de eso. Tenía una lucha titánica en mi interior. Algo dentro de mí me gritaba: “¡Rómpeles la silla en la cabeza! ¡Haz que pare esto!”. Y me resistía a aquella fuerza oscura, pero en aquel momento no podía alegrarme por mi madre, solo quedarme muy quieto para no hacer ninguna locura.
7. La voz de Dios en medio del quebranto
¿Cuándo fui libre? ¿Cómo lo hizo el Señor? Fue algo impresionante para mí, sumamente sobrenatural. Unos meses después del incidente de mi madre (ya éramos novios Vanessa y yo), visitamos una iglesia que estaba viviendo un tiempo muy especial, un pequeño avivamiento o visitación del Señor. En el tiempo de la reunión que dedicamos a la alabanza, la presencia de Dios fue muy real. Vanessa y yo nos ubicábamos en la penúltima fila. Aunque estábamos en pie cantando, recuerdo que de pronto decidí sentarme, y en lugar de seguir adorando, abrí mi Biblia al azar. Mis ojos se fueron al pasaje que os he compartido al comienzo, Santiago 4:5-10.
Cuando lo terminé de leer, algo difícil de explicar y que quizás te cueste creer sucedió. Mi cuello se quedó paralizado. Yo quería levantarlo, pero no me respondía. Era como si una pesada mano reposara sobre él y lo inmovilizara. Al ser consciente de que no podía alzar la cabeza, comencé a llorar, por una mezcla de miedo e impotencia. Entonces, oí una voz grave, solemne, imponente, la voz de Dios. No la oí de forma interior, sino audiblemente en mi oído izquierdo (Vanessa estaba sentada a mi derecha): “Juan Carlos”, me dijo, “Sométeme tu vida”. Yo quise girar la cabeza para ver quién me hablaba, pero era imposible. Mi cuello estaba tan rígido como la piedra. Otra vez la voz: “Juan Carlos, sométete a mí”. Confieso que tenía miedo y no podía parar de llorar. Vanessa estaba extrañada, ya que era la primera vez que me veía así en una reunión. Sin embargo, no sabía lo que me estaba pasando. De hecho, no me atreví a contárselo en meses por el temor a que pensara que estaba volviéndome loco.
—Sí, Señor, me someto a ti —le dije entre lágrimas.
—Si de verdad te sometes a mí —me contestó— ve adelante y pídele permiso al pastor para dar el mensaje de los versículos que has leído a la iglesia.
—¡No, Señor, no me pidas eso!
Una vergüenza enorme junto con un pánico al ridículo o a ser rechazado se apoderó de mí; el pastor de aquella congregación me infundía mucho respeto. Pero mi cuello seguía paralizado, doblado hacia abajo. Por tercera vez oí: “Juan Carlos, sométete a mí. Humíllate y yo te levantaré”. Dudé un par de minutos que se me figuraron eternos, hasta que resolví en mi corazón obedecer. “Está bien, Señor, iré a dar el mensaje”.
Aquella fue la primera vez que compartí una palabra en público, en una iglesia. Te aseguro que no podía dejar de llorar. Cuando dije: “Sí, Señor, iré”, automáticamente mi cerviz se liberó y pude mover la cabeza con naturalidad. ¿Qué podía hacer entonces, si no obedecer? Me levanté con la última canción que tocaba esa noche el grupo de alabanza y, temblando, llevé el pasaje al pastor José Párraga, de la Iglesia Betel, de Sangonera. El anciano siervo de Dios revisó mi Biblia y paró la alabanza.
—¡Este joven tiene un mensaje para nosotros de parte del Señor! ¡Yo creo que es verdadero, porque he comprobado que su Biblia está usada y subrayada! —dijo con voz fuerte.
Entonces leí como pude Santiago 4:5-10. “¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente? Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará”.
Después, regresé a mi silla, me calmé, dejé de llorar y una paz maravillosa se instaló en mi corazón. No volvió a paralizarse mi cuello, ni la voz audible regresó para decirme: “Sométete a mí” o “humíllate”. ¿Sabes por qué? Porque el yugo de Cristo ahora descansaba en mi cerviz. Había obedecido a Dios y estaba completamente bajo su gobierno. El Señor Jesús quería tomarme como siervo suyo y mensajero de su Palabra, pero no iba a compartir mi corazón con ningún demonio, porque “el Espíritu que mora en nosotros nos anhela celosamente” (Santiago 4: 5).
8. Una liberación profunda y permanente
Pasaron varios años y en 1998 Dios nos consagró a Vanessa y a mí como pastores. Aprendí a ayudar a la gente a ser libre mediante la confesión, el arrepentimiento, la renuncia y cortar en el nombre de Jesús. Pero un día le pregunté al Señor: “Padre, yo estaba muy atado y necesitaba liberación. Sin embargo, nadie oró por mí en este sentido. Señor, ¿cuándo me hiciste libre? Muéstramelo, por favor”. Y el Santo Espíritu trajo a mi memoria aquel día en la Iglesia Betel, diez años atrás, y toda la experiencia que os acabo de contar.
—Hijo, con tus lágrimas de quebranto estaba siendo limpia tu alma —me confirmó el Señor—, y en aquel obedecer mi voz, te puse el yugo de Cristo. Desde ese momento, acabó la autoridad que tenía sobre ti el Reino de Tinieblas. Porque cuando vives bajo mi yugo de libertad, no pueden prevalecer los yugos de esclavitud.
9. Invitación a la rendición
Dice en Santiago 4:7: “Someteos, pues, a Dios, resistid al diablo y huirá de vosotros”. Y en el versículo 10: “Humillaos delante del Señor y él os exaltará”.
¿Querrás obedecer su voz hoy tú también? ¿Querrás doblar tu cerviz para recibir su yugo, si aún no lo has hecho? Te aseguro que, si lo decides de todo corazón, ningún poder del Reino de las Tinieblas prevalecerá allí donde reina plenamente Cristo.
10. Oración final
Te invito a hacer una oración que puede traer libertad a tu vida al someterte humildemente al Señor.
"Señor, hoy me humillo ante Ti. Reconozco que sin Tu gracia nada soy. Me someto a tu gobierno con fe y recibo tu yugo de amor y libertad. En el nombre de Jesús, declaro que ningún poder de las tinieblas ni yugo de maldad tienen ya lugar en mi vida. Reina Tú, oh Cristo, en todo mi ser. Amén."
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - Mi testimonio de libertad