¡Ay, el desgraciado Martínez!
Un cuento que invita a meditar en nuestra respuesta a Dios y a las cosas de Dios, y en general al resto de personas o responsabilidades que nos atañen.
02 DE FEBRERO DE 2025 · 08:00

¡Ay, el desgraciado Tomás Martínez! Era hijo del ministro de confianza del rey y, por ese motivo, iba a suceder a su padre un día en el puesto. El rey lo quería conocer, entablar una relación de amistad con el joven como la que tenía con su ministro. Por lo tanto, el soberano lo invitó a tener diferentes desayunos mediante los que forjar esa confianza. Pero ¡ay, el desgraciado Martínez! Mientras que el rey lo quería honrar, Tomás siempre llegaba tarde a la cita. Finalmente, el monarca llegó a entender que el muchacho no era digno del cargo que iba a heredar.
Descartado el favor del rey hacia su ministro, Martínez aspiró a ser funcionario por oposiciones en la corte. Para formar a los aspirantes se daban unas clases que preparaban a los alumnos en la competición por interesantes puestos. Pero Martínez aparecía en el aula a mitad de clase. Llegado el día del examen, Tomás no pasó del cuatro. Por el momento, perdía su posibilidad de servir en palacio, y por la edad, según normas de palacio, tuvo que abandonar la residencia real y separarse de sus padres.
Fue entonces cuando Martínez consiguió, por influencia de su padre, trabajo en una fábrica. La primera semana todo marchó medio bien, solo llegaba unos minutos tarde; sin embargo, a partir del décimo día la cosa fue empeorando. ¡Ay, el desgraciado Martínez! Para colmo, fue acumulando multas en su desesperación por llegar a tiempo, cosa que era imposible ya que salía diez minutos más tarde de la hora en la que debía ticar en la fábrica, y, como todos sabemos, el tiempo no discurre hacia atrás. A Tomás lo despidieron.
El homúnculo, gracias a su padre, tuvo acceso a una ayuda social. Ahora bien, eso de vivir de la beneficencia no era para él. Enflaqueció porque había tantos pobres en el reino y las colas de recogida de alimentos eran tan largas que cuando llegaba su turno, dado que él siempre se colocaba el último, ya estaban cerrando la oficina hasta el día siguiente, y Martínez comía un día sí y dos no.
Cuando pensaba que no podía caer más bajo, le quitaron la licencia de conducir por las multas acumuladas y no la pudo recuperar jamás. ¿Que por qué? ¡Porque llegaba tarde a las clases de buena conducción! El policía que las impartía cerraba cinco minutos después de empezar y nadie entraba. Martínez se quedó sin permiso de conducir y se tuvo que aficionar a la bicicleta. Con las pocas fuerzas que le quedaban en ese cuerpo malnutrido viajaba en bicicleta a ver a sus padres o a ver el fútbol (claro, solo las segundas partes de los partidos).
El ministro, su padre, contemplaba a su hijo de treinta años ya sin futuro. No dispuesto a morir con ese pesar, hizo grandes esfuerzos “diplomáticos” y logró casarlo con una noble dama. Aquel iba a ser el salvavidas de Tomás. No obstante, por su informalidad, echó a perder también su matrimonio. Ya lo dijo su madre el día de la boda: “¡Este chico no tiene remedio!”. Y es que fue la novia la que tuvo que esperarlo a él y no él a la novia.
Luego llegó el día, tras dos años buscando descendencia, cuando al fin nació su único hijo; por cierto, no llegó a tiempo para verlo nacer. Su mujer, cansada del haragán con el que no veía más futuro que la miseria y una úlcera de estómago, decidió divorciarse. Tarde y mal pagaba Tomás la manutención del niño.
Para hacer corta la historia, el pobre Martínez acabó en la cárcel. La explicación de tal desenlace es sencilla: en aquel país, no pagar el sostenimiento del hijo por largo tiempo era penado con cárcel.
Le cayó un año y seis meses; podría haberse librado de las “vacaciones” entre rejas, solo que, al tener los antecedentes de la multa, fue directo al presidio.
— “¡Ay, pobre de mí! ¡Qué desgraciado soy!”, se quejaba. “¡Qué mal me ha salido todo en la vida!”.
Sucede que todavía tenía Martínez un as en la manga: ¡su padre era amigo del rey! Como buen caradura, le echó desvergüenza y sin dudar pidió la absolución, prometiéndole al rey que si le perdonaba la pena de los dieciocho meses le serviría el resto de su vida por el más sencillo alimento y la más pequeña habitación. El soberano, admirado ante el atrevimiento, mandó que trajeran a Martínez a su presencia. Y esa fue la primera vez en la que Martínez llegó a tiempo a algún sitio; eso sí, porque llegó escoltado.
—Majestad, si me otorga el indulto verá usted cómo le sirvo y le honro con lo mejor de mi vida —dijo Tomás alzando las manos esposadas.
—¿Honrarme? —rio el monarca, quien contemplaba al desgraciado con ojos lastimeros—. Martínez, tu problema no solo es la impuntualidad, la informalidad y la indisciplina, es que cada vez que has llegado tarde a una cita has menospreciado al que te esperaba... Empezando por mí. ¡No me hables tú de honrarme y servirme con lo mejor!
Bañado en lágrimas, se llevaron al preso de nuevo a su celda.
En su larga estancia en penitenciaría, Tomás recapacitó en las palabras del rey y llegó a la conclusión de que era desgraciado, no por falta de gracia, que la había tenido y mucha, sino por no saberla valorar. Con no poco esfuerzo, Martínez aprendió allí, en la cárcel, a cuidar su trabajo y a respetar a los hombres. Al extremo de que acabó siendo el presidiario más formal y productivo.
Las noticias de este cambio llegaron al rey. El soberano esperó a que Tomás Martínez cumpliese sus dieciocho meses en prisión, y al salir lo convocó en audiencia. En parte porque le tenía cariño, lo había visto crecer desde niño, y en parte por ser el hijo de su amigo, su ministro más cercano: el rey le ofreció un puesto de ayudante de jardinero.
En adelante, no hubo mejor funcionario real. Martínez el Esmerado, así lo llamaban; ya no el desgraciado. Tal fue la reputación que se ganó con el paso de los años. Era puntual, agradecido, no se quejaba y animaba a todos a ser fieles y a apreciar al rey.
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Tres lustros implacables encanecieron el cabello de Tomás. Muy anciano, su padre murió y el rey quedó tan triste que, al mes de enterrarlo, para sentirse algo más cerca del recuerdo de aquel que le había servido más de cuatro décadas, el soberano invitó a Tomás a un desayuno en la pérgola que descansaba en el centro de sus jardines. Jardines que el hijo del difunto mantenía esplendorosos; la envidia de los reinos vecinos.
Martínez, ya no ayudante de jardinero, ahora era el jardinero jefe, llegó media hora antes a su cita aquella mañana, para honrar a su rey. Cuando ambos estaban sentados frente a frente, el viejo monarca exclamó:
—¡Cómo has cambiado, Tomás! ¡La semana que viene, desayunaremos de nuevo! ¿Te parece bien?
—Será un privilegio, Majestad. Este lugar, no lo merezco.
Y así fue como Martínez y el rey acabaron siendo buenos amigos, y aunque su soberano le ofreció en más de una ocasión ser ministro consejero, Tomás rogó permanecer como jardinero de palacio, con el único favor de que el rey siguiera mostrando su magnificencia al prodigarle su amistad y compartiendo aquellos desayunos deliciosos siempre que el monarca lo deseara. Deliciosos, no por las viandas, sino porque los comensales encontraban, en su hermandad, paz.
FIN
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¡Ay, el desgraciado Martínez! es una exhortación esmaltada en forma de cuento, pero que nos invita a meditar en nuestra respuesta a Dios, el Rey, y a las cosas de Dios, y en general al resto de hombres o responsabilidades que nos atañen. Aquí tienes el cuento en vídeo y ¡Ay, el desgraciado Martínez!en audio también.
La informalidad de Martínez, así como la falta de honra, se manifestaba a través de su impuntualidad. “Cada vez que has llegado tarde a una cita has menospreciado al que te esperaba... Empezando por mí”. Así lo reprende su soberano. Y a nosotros, ¿podría nuestro Rey decir algo similar de nosotros? Observamos un problema generalizado en las filas del cristianismo actual: muchos llegan tarde y mal a su cita con Dios y con las cosas de Dios. ¿Hacemos lo propio con otros compromisos? Por ejemplo, ¿vamos tarde al trabajo, a clases, al cine, al dentista?
Quizás la respuesta es no. En tal caso, podríamos preguntarnos, ¿honramos el trabajo, un profesor, nuestra afición o una cita médica más que a nuestro Señor? ¿No merece Él una mayor entrega y un servicio excelente?
Si la respuesta, en cambio, es sí, que sí que somos descuidados en la mayoría de nuestras responsabilidades, entonces la moraleja que reside en el cuento nos debe advertir del peligro de acabar desgraciados. Desgraciados a pesar de toda la gracia que hemos recibido, por el simple hecho de no valorarla, de no responder con diligencia, cuidado y disciplina a lo que merece tal consideración. Que Dios nos ayude.
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - ¡Ay, el desgraciado Martínez!