Fundido, sirviendo al Señor
No te fundas, más bien dosifícate, para que sea tu servicio sostenible.
16 DE JUNIO DE 2024 · 08:00

Cuando tenía unos cuatro años, mientras mi madre tendía la ropa en la terraza de nuestro edificio, con mi capa de Supermán atada al cuello, me encaramé a la barandilla de aquel cuarto piso y le grité: “¡Voy a volar como Supermán!”. Mi madre soltó las pinzas y lo que estaba tendiendo y salió corriendo. Llegó a tiempo para agarrarme de la capa y así salvar mi vida.
Mi tía Loli me cuenta que, un tiempo después, fue ella la que me encontró intentando volar de nuevo. Ahora vestido completamente con mi traje de Supermán y desde el balcón de su casa, en la segunda planta. Pudo sujetarme, listo para saltar, y me bajó de la baranda. Así de entregado a mis sueños e ideales Dios me ha hecho.
Luego, en mi corta carrera futbolística, acumulé un sinnúmero de fracturas, lesiones complejas, una operación, y mi madre llegó a contabilizar quince yesos (o escayolas) en brazos, muñecas y piernas. Era tan feroz jugando, que mi entrenador optó por sacarme en los segundos tiempos para desequilibrar partidos a nuestro favor. En otras ocasiones me mandaba marcar a la estrella del equipo rival todo el encuentro hasta cansarlo, impidiéndole desarrollar su juego. “¡Eres un toro!”, decía Pepe, mi míster de entonces.
Ahora estoy ingresado en la quinta del Hospital Virgen de la Arrixaca. Una planta donde soy el único joven entre pacientes ancianos. ¿Por qué? Llevo dos meses, literalmente, como un octogenario machacado por la vida dura. No como Caleb, quien conservaba su vigor para conquistar. En estas semanas puedo decir en honor a la verdad que me he sentido como reza Isaías 40:29, “sin fuerza ninguna”. Subrayo lo de “ninguna”.
Mi cuerpo ha colapsado, aunque en mi mente y espíritu estoy fresco y lleno de ganas de vivir y servir a Dios. Me están haciendo todo tipo de pruebas para encontrar el origen del problema y una tras otra vierte resultados positivos. Aparentemente, estoy sano, pero algo tan sencillo como mantenerme un rato de pie o andar rápido se convierte en un esfuerzo titánico.
“¿Qué me está pasando?”, le pregunté al Señor en la ducha del hospital, justo el día en que me daban el alta. La respuesta ha sido una serie de imágenes que no esperaba recordar y unas palabras que me quebrantaron el corazón, mezclando mis lágrimas con el agua templada de la ducha. Me vi a mí mismo disfrazado de Supermán, de esa corta edad de los cuatro o cinco años, a punto de saltar con mi capa mágica para empezar a volar. Y después, un adolescente apasionado dándolo todo como un toro para que mi equipo ganara. En aquellas dos escenas, Él me estaba poniendo frente a un espejo como diciéndome: “Así eres tú para todas las áreas”.
Llevo treinta años sirviendo al Señor, pero he vivido todo tan intensamente que podría perfectamente multiplicarlo por dos. “Ahora bien, conozco a mucha gente de setenta y tantos llena de energía y sanos”. Eso pensé. Y a continuación, siendo honesto conmigo mismo, me dije: “Estás fundido. Te has fundido sirviendo al Señor”.
Estoy dispuesto a “gastarme y gastar lo mío por el Evangelio”, como dice Pablo en 2 Corintios 12:15. Pero ¿fundirse? La RAE define fundido como muy cansado o abatido. Es participio de fundir. Pero no me lo decía con la acepción primera, la de derretir o licuar los metales, minerales u otros cuerpos sólidos; sino en la tercera entrada del diccionario: estropear un aparato o un dispositivo eléctrico. O la decimotercera: dicho de un motor o de un vehículo; quedar inservible. Son sinónimos cansarse, agotarse, fatigarse, de caer rendido, quedar exhausto, quemarse y acansinarse. Fundirse por el Evangelio no es la idea, porque entonces quedo inservible, incapaz de servir a mi Señor o a los hombres.
Las palabras de Pablo a Timoteo cobran una especial relevancia para mí en esta hora: “Ten cuidado de ti mismo” (1ª Timoteo 4:16). Siempre he entendido este verso como saber cuidar mi vida, mi familia o el ministerio. Pero el “de” sobresalía: “Cuidarme de mí mismo”. Porque ese Supermán que quiere volar a toda costa o ese toro que lo deja todo en el ruedo, sin pensar que habrá un mañana, me estaba llevando a una muerte prematura. No exagero. Muerte ministerial, y si no me pongo serio, de la otra también.
Las pruebas siguen. Todo apunta a una polimiopatía, una enfermedad en los músculos, y fatiga crónica. Aunque eso es difícil de diagnosticar, pues se trata de descartar otras enfermedades más evidentes... Pero yo salgo del hospital con un diagnóstico mucho más sencillo, creo que entregado por el mejor Médico, Dios mismo: FUNDIDO.
Con la ayuda del Señor y el reposo prescrito, espero recomponerme y aprender la lección. Gastarme por Cristo, sí; fundirme a mí mismo, no; esto último sería suicidio ministerial, y no honra a Dios ni es justo para mi esposa, hijos y resto de seres queridos.
Para cada diagnóstico suele haber un tratamiento. El mío, en lo que entiendo hasta el momento, es detenerme (Jeremías 6:16, 2ª Crónicas 20:17) el tiempo que sea necesario hasta sanar. Escuchar a Dios, como Elías lo escuchó en Horeb, (1ª Reyes 19:12). Y seguir el camino con nuevas fuerzas (Isaías 40:31), andando con un mayor cuidado de mí mismo (1ª Timoteo 4:16).
Si estas líneas pueden servirte de algo, siervo y sierva del Señor, mi gozo está cumplido. No te fundas, más bien dosifícate, para que sea un servicio sostenible. Te dejo con estas palabras de Pedro:
- El que habla, que hable conforme a las palabras de Dios; el que sirve, que lo haga por la fortaleza que Dios da, para que en todo Dios sea glorificado mediante Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el dominio por los siglos de los siglos. Amén. 1 Pedro 4:11
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