Rescatado del mar

El testimonio de salvación de José María Alba.

    27 DE AGOSTO DE 2023 · 08:00

    Shifaaz Shamoon, Unsplash,mar playa
    Shifaaz Shamoon, Unsplash

    Mi nombre es José María, y este es mi testimonio de salvación.

    Hace ya muchos años, cuando era un niño, fui educado en la fe evangélica, lleva­do a la Iglesia de Los Hermanos en Cartagena por mi madre y mis abuelos maternos que pro­venían de una familia evangélica con raíz catalana. Allí asistí a los cultos impartidos por el pastor Joaquín Guerola y a las clases dominicales. A mi corta edad disfrutaba mucho de aprender las Escrituras. En mis intentos de encontrar un lugar en el mundo empecé a es­cribir en una libreta el resumen de las ministraciones que el pastor impartía cada domingo, li­breta que mis abuelos enseñaban con orgullo a los hermanos de la iglesia y al propio pastor y que a mí me hacía sentir valorado.

    No sé bien en qué momento comencé a apartarme, solo recuerdo que mi familia dejó de asistir al culto. Se me escapa la causa. Aquellos años fueron convulsos, la repentina muerte de mi padre en un accidente de tráfico lo condicionó todo. El acontecimiento que de­seo narraros sucedió cuando yo tenía dieciocho años y ya estaba lejos de los caminos del Señor, aunque de algún modo siempre lo tenía presente en mi interior.

    Era un día del mes de agosto. Un verano similar al de ahora, cuando escribo este testi­monio. Por aquel entonces estaba entregado a los deportes náuticos, principalmente al windsurf y al buceo. Me encantaba el mar, su inmensidad y su hermosura parecían retarme y me hacía sentir por momentos insignificante ante un mundo tan grande y aquel hori­zonte inabarcable. Mis primas, de edad similar a la mía y con las que compartía habitualmente los meses de verano, nos propusieron a mí y a mi hermano menor, Fran­cisco, ir a bañarnos después de comer, en la playa del Hotel Entremares, un emblemático complejo turístico de La Manga del Mar Menor, invitación que aceptamos y que fue un cambio en cuanto a nuestro lugar de baño habitual.

    La tarde se presentaba como cabía esperar en agosto, despejada y calurosa, pero soplaba un fuerte viento de levante, más propio del otoño, y que mantenía al Mediterráneo embravecido, tanto que se podía observar a los vigilantes de la Cruz Roja sacando del agua a los bañistas que imprudentemente se aventuraban a adentrarse en el mar, algo que no ha­bía presenciado nunca.

    Mientras mis primas tomaban el sol tumbadas sobre sus toallas, mi hermano y yo decidimos refrescarnos con la debida cautela. Tras el breve remojón regresamos a las toallas y cuando observaba embelesado las grandes olas que se formaban mar a dentro, entre la espuma me pareció ver por un instante una mano alzada. Pensé que de seguro era solo una ilusión óptica. ¿Cómo podría haber alguien allí? Pero toda mi atención quedó fija en aquel pequeño punto del mar, hasta que pasaron pocos segundos y la pude ver de nuevo; no había duda, alguien luchando contra el oleaje y pidiendo socorro. El primer milagro fue haber distinguido dicha mano, con el mar en esas condiciones.

    Yo estaba completamente seguro de que era necesario actuar rápido. Avisé a mis primas de que alguien se ahogaba y me adentré a la carrera sin pensar, con el objetivo de llegar al bañista en apuros lo más rápido po­sible y socorrerlo. Mi hermano, que estaba junto a mí, me siguió mar adentro, aunque él no había visto nada. Fue entonces cuando empecé a intuir la locura que estábamos cometiendo. Al entrar en contacto con el sobrecogedor oleaje me detuve y volviéndome a mi hermano, que estaba unos pocos metros detrás de mí, le dije que se diera la vuelta y que ganara la orilla mientras aún estaba a tiempo, que buscara ayuda lo an­tes posible. Creo que esa lucidez momentánea nos salvó la vida ese día a ambos.

    Yo me encontraba ya a medio camino del bañista y, después de cerciorarme de que mi hermano me hacía caso y salía del agua, continué a nado, cada vez más consciente de la peligrosidad del mar. Pronto llegué al lugar donde había distinguido la mano y entre la espuma encontré no una, sino dos personas: un hombre de edad avanzada flotando desmayado y otro joven, de complexión atlética, quien asiendo el cuerpo inerte por un brazo intentaba salir de la trampa mortal.

    Alcancé el brazo que le quedaba libre al joven y me dispuse a nadar hacia la orilla. Una ola tras otra nos golpeaba con furia y cuando lograba sacar la cabeza pa­ra respirar ya tenía encima la siguiente ola que me volvía a sumergir sin piedad. Durante unos minutos, que se me hicieron eternos, estuvimos en aquella pelea, creo que sin lograr avanzar ni un metro. Finalmente, extenuado por el brutal esfuerzo, comencé a dudar de nuestra capa­cidad para regresar con aquel hombre inconsciente a la playa.

    En un instante en que el mar nos dio un pequeño respiro, el joven y yo nos miramos y usamos gestos para comunicarnos. Supuse era de otra nacionalidad, pero aunque hubiéramos hablado el mismo idioma no podíamos articular palabra, nos sentíamos extenuados. Ambos negamos con la cabeza y a continuación vi cómo el chico soltaba el brazo del pobre hombre e inmediatamente hice lo mismo... En pocos segundos dejé de tener con­tacto visual con ninguno de los dos.

    Muy asustado y sabedor de mis mermadas fuerzas volví a nadar en dirección a la playa en la creencia de que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. Olvidé que en el mar eso no siempre funciona. Mi bañador bermuda suponía un lastre, se llenaba de agua con la corriente e impedía mi avance; por un segundo pensé en deshacerme de él, pero no me veía capaz de realizar el movimiento sin ahogarme, bastante tenía ya con conseguir respirar de vez en cuando, entre ola y ola. En algún momento de esa dramática lucha, entre los latigazos del mar y la cortina de espuma, asomó la playa y me pareció distinguir a mis primas corriendo de un lado a otro histéricas.

    El dolor de cuerpo, los ojos ardiendo por la sal, lo difícil de mantenerme a flote para respirar y el saberme incapaz de avanzar me produjeron un terrible pánico. Recuerdo la sen­sación agónica de no poder agarrarme a nada sólido. Ahora comprendo bien a las personas que pasan por momentos similares y que, presos del terror, ahogan a su rescatador intentando aferrarse a la vida con desesperación.

    Toda aquella situación me impuso la absoluta convicción de que ese día, en aquella playa, iba a terminar mi vida. Mis primeros pensamientos fueron para mi madre y la abuela, lamen­tando el disgusto que daría en casa. Y cuando todo se apagaba a mi alrededor, en ese trance final, se me apareció Jesucristo: logré ver su rostro sonriéndome. Le dije que me rendía, que no podía más, que al menos al ahogarme dejaría de sufrir, que me ponía en sus ma­nos, y que ahora estaba preparado para ir a su encuentro... Sin embargo, de pronto se hizo la calma en mi interior; una paz me envolvió y dejé de sentir miedo; sin más me abandoné en los brazos de Jesús.

    Aún me estremezco al recordarlo. Es difícil explicar lo que sucedió. Llegó una ola que en lugar de hundirme me levantó y pude ver la playa aún con más claridad que antes. Vislumbré a varias personas con una larga cuerda que parecían venir a mi rescate. Y, milagro de los milagros al menos para mí, noté una fuerza desde abajo que hacía que me mantuviese a flote. No sé bien cómo, pero encontré fuerzas para aguantar hasta la llegada de mis auxiliadores.

    Al sacarme a la orilla no había ni un ápice de energía en mí, aunque estaba consciente. No tenía capacidad ni de levantar la cabeza. Era cargado como un cuerpo muerto. Me dejaron sobre una tumbona donde nada más caer vomité toda el agua que había tragado y un fuerte dolor de cabeza, causado por la falta de oxígeno en el cerebro, empezó a marti­llearme. A toda prisa, la ambulancia me trasladó a un centro de urgencias donde me pusieron suero y oxígeno, lo que fue poco a poco mitigando la migraña.

    Todavía en la camilla, la Guardia Civil me interrogó y les conté todo lo sucedido. Me di­jeron que del muchacho de complexión atlética no sabían nada, que no había denuncia de ninguna desaparición, y que nadie se había puesto en contacto con ellos, pero que al hombre mayor, el que flotaba inconsciente, lo encontraron cerca de la orilla muerto. En ese momento rompí a llorar. Necesitaba desahogar toda la tensión acumulada. Me intentaron consolar alegando que no fue por ahogamiento, sino por un infarto, que no hubo nada que hacer; pero en mi interior me reclamaba a mí mismo que le había fallado.

    El lapso entre mi entrada en el agua y mi rescate fue próximo a una hora. Al menos, ese es el testimonio de mi hermano y de mis pri­mas, yo perdí la noción del tiempo. Nadie esperaba volver a verme con vida en aquellas condiciones y después de tanto tiempo. Fue una sorpresa para todos.

    Después de aquello tuve la seguridad de que Jesús me estaba dando otra oportunidad. Aunque me sentía muy agradecido, esto no hizo que cambiaran mucho mis caminos ni creo que en aquella época llegara a las conclusiones adecuadas. Solo años después, al conocer más de Él, con una sinceridad e introspección mayor y la perspectiva que da la madurez, he podido alcanzar una clara comprensión de lo que sucedió ese fatídico día en la playa de La Manga.

    Lo que hice, que puede parecer un acto noble, de amor por el prójimo, no lo fue en absoluto. En el fondo fue un proceder temerario y egoísta. Al agua me llevó mi desmesurada autoes­tima, el sentimiento de omnipotencia que se apodera de muchos de nosotros en la juventud y el querer ser el héroe de mi propia historia. ¡Qué triste error! Fui al rescate de mi prójimo lleno de vanidad, y esa, te aseguro, no salva. Podría haber llevado una colchoneta o el flotador de un niño, cualquier cosa que hiciera las veces de salvavidas para ayudar al bañista. Podría haber pensado antes de actuar, pero no lo hice.

    No obstante, descubrí algo que hoy me parece muy importante. Aunque tenía a Jesucristo arrumbado en el trastero de mi interior, una vez que el mar me humilló, cuando no encontré nada a lo que agarrarme a mi alrededor, Él apareció allí para hacerme flotar. En cuanto clamé, Él me tendió la mano y le dio paz a mi alma. Encontré realmente su paz en mi tormenta. Sé, sin lugar a duda, que en aquella tarde de agosto Jesús me sacó del mar de mi muerte, pero aún si no lo hubiera hecho, si ese hubiese sido el día de llegar a su presencia, Él estaba allí conmi­go, dándome su amor, confianza y el valor necesario para ese difícil momento. Espero que los que me leen puedan tener la misma tabla de salvación, pues fielmente auxilia en el día más oscuro.

    A veces me pregunto quién fue ese muchacho que encontré en el agua, que se desvaneció sin dejar el menor rastro, a tal punto que delante de la Guardia Civil pareció una ilusión de mi mente. Si no salió del agua, alguien tuvo que denunciar su desaparición y nadie lo hizo... ¿Por qué no vino a preguntar por nosotros y a identificarse? Quizá fue un ángel del Señor que provocó mi decisión de intentar socorrer a alguien en lo profundo. Lo que sí que es seguro es que fue por él que me animé a entrar al mar embravecido, pues fue su mano la que vi pidiendo auxilio. A menudo he reflexionado en que quizás el Señor planeó aquello para que yo pudiera tener mi primer encuentro con Jesús.

    Alabo a Dios con todos aquellos que han visto sus maravillas en lo profundo: Los que descienden al mar en naves, y hacen negocio en las muchas aguas,  Ellos han visto las obras de Jehová, y sus maravillas en las profundidades. Porque habló, e hizo levantar un viento tempestuoso que encrespa sus ondas.  Suben a los cielos, descienden a los abismos; sus almas se derriten con el mal. Tiemblan y titubean como ebrios, y toda su ciencia es inútil.  Entonces claman a Jehová en su angustia, y los libra de sus aflicciones.  Cambia la tempestad en sosiego, y se apaciguan sus ondas. Luego se alegran, porque se apaciguaron; y así los guía al puerto que deseaban. Alaben la misericordia de Jehová, y sus maravillas para con los hijos de los hombres. Exáltenlo en la congregación del pueblo, y en la reunión de ancianos lo alaben. Salmo 107:23-32.

    Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Soliloquios - Rescatado del mar

    0 comentarios