Cuba, la memoria y el perdón

Campos de castigo para 25.000 hombres que pasaron por más de 70 campamentos desperdigados en la sabana de Camagüey, 25.000 hombres y familias víctimas.

10 DE NOVIEMBRE DE 2019 · 09:00

Alexander Kunze, Unsplash,calle de La habana Cuba
Alexander Kunze, Unsplash

En Cuba, las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) nacieron en 1965, y tras ese nombre aséptico se creó una red de campos de concentración donde acabarían homosexuales, jipis, revolucionarios defenestrados por vivir “aburguesadamente”, menores de edad cuya familia abandonó el país, religiosos.

En septiembre de 1968, “las UMAP fueron oficialmente suprimidas”, certifica el investigador Rafael Hernández. Pero 51 años no parecen suficientes para hablar abiertamente de esos campamentos, sino más bien esconder el tema, prohibirlo en los libros escolares y en los foros de historia.

Aquel pasado ha sido ya hace tanto tiempo. Pero al Estado cubano le falta pedir perdón. Algunos dirán que eso y mucho más, pero ese paso implicaría reconocer un error, y por ahí se empieza a conciliar, a que los heridos se sientan moralmente reparados, a desgastar espinos con 60 años de raíz. El pasado fracturó, pero el futuro ha de unir.

Testimoniantes mencionan ejecuciones extrajudiciales, pero aún hoy no están disponibles cifras que pudieran dibujar la magnitud de aquel episodio histórico. En ese sentido, hablar sobre el tema es vital.

Algunos se cansan de hacerlo o escribirlo. El escritor Félix Luis Viera testimonió su paso por las UMAP en la novela El ciervo herido; y la última vez que hablamos de esos años prometió llenar un cuestionario que aún espero. No lo culpo. Son décadas transmutando en palabras el recuerdo; y un recuerdo que no parece generar un cambio a priori invoca la carcoma de la desesperanza.

Pero ese desgaste, en verdad, no es ceniza, es semilla. Las generaciones por venir no pueden olvidar, para que no olvide la nación. Sería sorpresivo que la morosa voz de Raúl Castro pidiera perdón. Cuesta tanto a los políticos porque supone una muestra de vacilaciones, raquitismos, equívocos. Imperfecciones. Incompatible con la retórica de hombre fuerte necesaria para controlar un archipiélago y sus millones de almas.

Por otro lado, pareciera que Miguel Díaz Canel no puede o no quiere creer que sus predecesores lo han hecho tan mal. Y sin la conciencia del daño infringido a tanto espíritu y carne, la razón se blanquea como una piedra de cal. Sin embargo, no dejo de imaginar lo positivo de un reconocimiento público y de reparar a las víctimas, proceso que puede darse de muchas maneras, pero que es necesario para la reconstrucción del país.

En Colombia se ha propuesto un tipo de amnistía que tiene como lógica facilitar negociaciones entre los actores políticos y la reconciliación nacional a través del olvido. Este es el país donde, según el Registro Único de Víctimas (RUV), las últimas décadas de guerra y violencia dejaron más de ocho millones de víctimas, entre casos de desplazamiento, desapariciones forzadas, homicidios, torturas y secuestros.

El gobierno colombiano, en un informe sobre el tema, propuso a entidades nacionales y territoriales focalizar la inversión a partir de las “necesidades de las víctimas, principalmente identificadas por el sistema de corresponsabilidad”. Y dio pasos para que el Fondo Paz del Sistema General de Regalías financiara “proyectos con enfoque reparador y se beneficie a la población inscrita en el RUV” hasta 2036.

En Cuba la transición geriátrico-política es visible desde 2018, cuando Díaz Canel asumió la presidencia del país, y cuyo fin está programado para 2021, al celebrarse el congreso del Partido Comunista (único legal en Cuba), aun comandado por Raúl Castro.

Y aunque aquí lo que hubo fue un “dedazo”, la selección unipersonal de un sucesor, es conveniente recordar lo indagado por las académicas Natalia Burbano Fernández y Ruth García: han sido escasas “las transiciones en que se ha dado un peso importante al derecho a la reparación de las víctimas de la violencia”. Por lo general solo se les indemniza económicamente, sin crear otros “programas para la rehabilitación”, y han sido pocas las situaciones en las que las compensaciones son “adecuadas” para “superar los traumas causados por las violaciones”.

Uno de los procesos más conocidos en transición política es el de Sudáfrica al finalizar el régimen del apartheid. Se instituyó una Comisión de la Verdad que demandó la confesión total de crímenes, previó un grupo de reparaciones, e incluso concedió perdones individuales y condicionados en algunos casos.

Pretendía así equilibrar las exigencias de justicia y perdón, y posibilitar la reconciliación, aunque intentando en todo caso individualizar responsabilidades. Tras 51 años, el Estado cubano no ha pedido perdón por las UMAP; más bien, esconde el tema y lo prohíbe en los libros escolares y en los foros de historia.

Hernández asegura que el objetivo de las UMAP era la “educación de un grupo de hombres jóvenes que, aunque no confiables” para tomar armas durante su Servicio Militar Obligatorio, debían “reintegrarse a la sociedad como ciudadanos al cabo de tres años”. Empero, “predominó la función de campos de castigo” para los 25,000 hombres que pasaron por más de 70 campamentos desperdigados en la sabana de Camagüey (más de 600 kilómetros al este de La Habana), 25,000 hombres y familias víctimas.

Alberto González es uno de esos cubanos. Estudiaba en un seminario bautista de La Habana cuando fue llevado, en noviembre de 1965, a un remoto lugar rodeado de alambradas, con pésima comida y sin abrigo contra el frío. Allí cortó caña por vez primera, conoció el cinismo de hombres que torturaban, desnudaban, encarcelaban y lanzaban agua a otros en las gélidas madrugadas.

Alberto me contó que las UMAP fueron una máquina de exilios. Muchos sobrevivientes huyeron de Cuba. En el caso de la comunidad evangélica nacional ocurrió algo similar, pero con un detalle inspirador: los hombres que quedaron, en buena medida afirmaron su fe por la dura prueba que habían pasado a causa de profesarla.

Las manos de Alberto, destrozadas por 12 y 14 horas de trabajo diario, le recordaron que el país había cambiado al punto de despreciar a quien no concordara con la Revolución Socialista. Pero también encontró humanidad en algunos de sus captores: le permitían enviar mensajes y recibir visitas breves, repudiaban la crueldad de las torturas. Esa es también parte de la verdad que pudiera encontrar una idílica Comisión UMAP. Y la verdad es compleja e importa.

No es el reconocimiento público o la negación de las víctimas una cuestión exclusiva de La Habana y la pesadilla que engulle libertades individuales hace décadas. Pero, en el contexto cubano, la importancia del perdón adquiere una relevancia promisoria, de esperanza. Si los dictadores no se excusan y los tiranos no hierran, entonces la palabra perdón puede ser el primer trino en una estación diferente, quizás algo parecido a la democracia.

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