Controversia doctrinal: el ejemplo del Concilio de Jerusalén

El legalismo cierra y excluye. El Evangelio de la gracia crea apertura y manifiesta el amor de forma abundante.

    06 DE OCTUBRE DE 2024 · 08:00

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    Geralt, Pixabay

    La primera crisis de la unidad cristiana se debió al choque inevitable entre creencias y ritos heredados del judaísmo y los nuevos valores que encarnaba el Evangelio de Cristo. Los valores religiosos del judaísmo estaban legitimados por una práctica milenaria que formaba parte de la cultura y del ser de los judíos. El valor supremo para los hebreos en materia de identidad era la circuncisión. Para ellos la promesa de Dios, la bendición del Altísimo era para quienes se habían circuncidado conforme al rito y a la ley.

    La iniciación en el judaísmo era estampada con la circuncisión, una condición indispensable para poder ser adoptado por el pueblo de Israel. Por consiguiente, los primeros judíos convertidos al cristianismo les exigían la circuncisión y otros requisitos de la ley a los gentiles que aceptaban el Evangelio.

    Sobre este punto céntrico se inició una grave confrontación entre los líderes que creían que “si no circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos” (Hechos 15:1) y quienes sostenían que “por la gracia del Señor Jesús seremos salvos de igual modo que ellos” (Hechos 15:11).

    Notemos que la posición legalista sostiene que “no podéis ser salvos”; en tanto, que la posición de Pablo, Bernabé, Jacobo y otros creyentes sostiene que “seremos salvos de igual modo que ellos”. Mientras el legalismo cierra y excluye, el Evangelio de la gracia crea la apertura y manifiesta el amor de forma abundante.

    La convocatoria a lo que se llamó el Concilio de Jerusalén, surgió de esta radical controversia que sostuvieron Pablo y Bernabé con un sector de los judíos convertidos que les exigían la circuncisión a los hermanos de Antioquia y a todos los gentiles de las demás iglesias.

    Jacobo, un respetado e influyente varón, obispo de la Iglesia de Jerusalén, que estuvo presidiendo el concilio, calificó la insistencia judía en la circuncisión y la ley como “perturbadora e inquietante”.

    En ese sentido, sus palabras fueron concluyentes: “Por lo cual juzgo que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios, sino que se aparten de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre” (Hechos 15: 19-20).

    Sobre esta posición de Jacobo se llegó a un acuerdo en el que se consignaba no exigir a los gentiles más que las cosas necesarias. Este fue un gran logro, un paso positivo de avance que contribuyó con la definición de los principios centrales del Evangelio, no solo frente al judaísmo, que ya constituía una arraigada cultura religiosa, sino frente a cualquier otro sistema que quiera añadirle al fundamento puesto por Jesucristo.

    Para los judíos, la circuncisión, no solo portaba el valor de la tradición, sino que era un asunto que tenía que ver con la autoridad real de Dios. Pero el Señor había hecho una propuesta de cosas mejores que eran atendibles dejando atrás lo pasado, la tradición y el rito. El viejo pacto de la ley, asentado sobre la actitud ceremoniosa y legalista que partía del hombre, es radicalmente cambiado por un pacto nuevo, que se asienta en el sacrificio realizado por Cristo en la Cruz del Calvario.

    Los judíos, desde el punto de vista psicológico, cultural y religioso, tenían razones poderosas para reivindicar estas prácticas. Sin embargo, estas no sumaban nada al significado del Evangelio de Cristo, que no fuera como bien señaló Santiago que inquietud y perturbación.

    Muchas de nuestras iglesias continúan entrampadas en disputas de menor trascendencia que la que desató la circuncisión. A la conversión le han añadido una lista de requisitos, de imposiciones, de fórmulas y ritos que, lejos de convertirla en una salida liberadora, la transforman en una celda, en un estuche rígido de normas artificiosas donde el creyente queda aprisionado, acorralado y hasta confundido.

    No me refiero a asuntos morales. Sabemos que Jesucristo nos libra del pecado y esta es una libertad verdadera. Una libertad real que estamos llamados a disfrutar. Lo que no logro entender es la retahíla de normas, el rosario de legalismos que nos hemos auto impuesto y que lo convertimos en el puntal de nuestra predicación.

    Creo que estas son exigencias inquietantes y perturbadoras de la fe. Que como en Jerusalén, tenemos que hacer una declaración doctrinal de los puntos esenciales que definen el Evangelio, y los demás artificios declararlos carga, como un fardo pesado e inútil que nos impide movernos con libertad y testificar de Cristo con la autoridad y la pasión que el mundo espera de nosotros.

    Ahora que parecen asomar en las iglesias legalistas divisiones por normas y formas de vestir (me refiero a simplezas como desrizados, corte de pelo, tintes, pinturas, prendas y otros detalles). Creo que no estaría de más echarle una ojeada a la posición que los principales líderes de la iglesia primitiva asumieron en el Concilio de Jerusalén, para sobre esa contundente base bíblica y sin caer en extremos ni extravagancias, echar adelante las reformas eclesiales que demandan los tiempos.

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