Como la flor del campo
Un artículo que escribí con motivo de los funerales de la famosa Lady Di y que rescato ante esta furia letal del Covid 19.
17 DE ABRIL DE 2020 · 11:00

“Como la flor del campo”, fue un artículo que escribí con motivo de los funerales de la Princesa Diana, la famosa Lady Di, quien pereció en un accidente automovilístico en París, el 31 de agosto del 1997. Era un artículo olvidado, que ni yo mismo recordaba, lo encontré en Prisma Evangélico, una revista que yo mismo editada por aquellos años.
Lo comparto con ustedes como una manera de rescatarlo, y darle alguna vigencia, ahora precisamente que, con esta furia letal del Covid 19, estamos viendo de forma masiva y dolorosa, que el hombre es como la flor del campo.
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Cuarenta y tres libros de condolencia firmados día y noche durante toda una semana. Un aluvión de flores se abatió sobre Londres. Cerca de dos millones de personas asistieron al paso del cortejo fúnebre. El réquiem cantado por Elton John bario récord de ventas.
En el cielo de la ciudad de Los Ángeles, un piloto a más de tres mil metros de altura dibujó un inmenso corazón con la palabra “Di” dentro. El deceso y los oficios fúnebres de la mujer más fotografiada del mundo centró toda la atención universal por de más de una semana. Escritores como Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa externaron penosas expresiones a la caída de esta dama singular. Un sensible poeta de Nueva Zelandia dijo: La más bella de las flores ha sido retirada de mi jardín. Ahora nos ha dejado para siempre, duerme princesa sobre la almohada que no se moverá, en el lecho del que uno no se levanta”.
Diana tenía un porte garboso y rutilante que brillaba sereno bajo la silueta de un impulso solidariamente humano y compasivo. El glamour de su esbelta figura no ocultaba del todo una sencillez ingenua y vana. Tras su cándida y natural sonrisa se corría leve y casi imperceptible una misteriosa línea que sugería la infelicidad y la tragedia. Todo era parte del misterio que evocaba su figura. A pesar de eso, en la conciencia recóndita de un mundo que la mimaba hasta la devoción no cabía la posibilidad de una muerte trágica y repentina. Este desenlace sorprendió de forma abrupta a millones de personas de todos los niveles que la celebraban, que se identificaban con ella hasta casi idolatrarla, al extremo de querer atrapar en una foto su gesto más inocuo o su expresión más corriente y banal.
En la agenda de esta conciencia colectiva que se cree dominar el destino no estaba anotado este infortunio. La muerte de esta mujer bella, prestante, rica y adorada estaría programada para actos posteriores y las circunstancias previstas serían más apacibles y balsámicas. Esto pareció un error de libreto.
Es aquí donde viene la enseñanza. Es esta coartada la que nos da el golpe seco. Como la flor del campo es el hombre, como la hierba son sus días, que pasó el viento por ella y pereció. Nadie pudo ilustrar mejor que Diana la vanidad de la vida. Todo parecía estar a sus pies. El mundo se paralizaba a su mirada y se rendía incondicional a su sonrisa.
Sin ningún talento especial, sin mayor inteligencia o habilidad, solo su extraña belleza y un golpe de fortuna con unas bodas reales, un divorcio y sus confesas aventuras adulterinas, la convirtieron en la dama más publicitada del planeta.
Esto le dio todo y le negó todo. Con una sonrisa que parecía inextinguible y una mirada fascinadora e intrigante como si nunca pudiese acostumbrarse a lo que era, Diana nos enseñó que la muerte espera por cualquiera.
Cuando la vimos caminar acariciando con sus lánguidas y delicadas manos a enfermos moribundos de Sida, su belleza imponente, su porte regio al pasearse impávida sobre las pasarelas de la muerte la disponían como una negación de la tragedia, como una especia de ser superior rescatado de todas las miserias posibles. No asomó a nuestras mentes que el hombre es como la flor del campo, que pasó el viento por ella y pereció y su lugar no la conocerá más (salmos 103).
Todo es vanidad y aflicción de espíritu. Mientras el cuerpo de la princesa descansa apacible y solitario en un islote lejano, sus vestidos y prendas son tirados en festivas subastas para reliquia de museos y para jactancia y vanidad de coleccionistas millonarios. Diana se apagó como un flash. Vivió bajo los fulgurantes y breves destellos de las cámaras manejadas por nerviosos caza recompensas que buscaban una imagen, un instante que puede ser tan breve y fugaz como la propia vida. Ella nos confirmó la lección: “La vida es como la flor del campo”.
Si algo faltaba por decir de esta diva moderna que luchó contra las criminales minas terrestres, que promovió el desarme y se inclinó en compasivo gesto de piedad a moribundos y enfermos de Sida, ya se dijo con su muerte, el más elocuente de todos los silencios: “Todo es vanidad y aflicción de espíritu”.
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Para vivir la fe - Como la flor del campo