Huracanes y árboles caídos
A las profundas raíces no les alcanzan las heladas, vivamos enraizados en Jesús el Galileo. Si elegimos otro camino será nuestra perdición
09 DE SEPTIEMBRE DE 2019 · 17:00
Son las nueve de la noche. Mientras ceno algo, poco, veo el informativo en la televisión. Los corresponsales cuentan las tragedias ocasionadas por el huracán Dorian. Pocas pérdidas humanas, afortunadamente.
Familias desplazadas de sus hogares habituales, muchas. También casas y otros edificios destruidos.
Mi mirada queda fija en otro tipo de desastre: los árboles.
Árboles partidos en dos, llorando las ramas desgajadas. Árboles muertos, tendidos en el cementerio del asfalto. Árboles chorreando agua del cielo, sin paraguas, cubiertos de fango, con las raíces al aire, sin protección, la vida perdida, imposible o difícil de reconstruir.
Dijo el poeta:
¿Qué el árbol no tiene alma?
¡Si ruge la tempestad
o el hacha le hiere, entonces
sus tristes quejas oirás!
¡para ser como los hombres,
tan sólo le falta hablar!
Tronco nacido de la tierra fría, el árbol nos da savia y calor. Y cuando silba el viento con saña, en las noches de invierno, lumbre para calentar nuestros cuerpos.
Los árboles dan un gran servicio a los humanos. Los árboles vegetales, generalmente robustos, producen leña para el fuego de la chimenea. Los árboles forestales proporcionan madera para la industria, también resina y corcho. Los árboles de adorno sirven para la decoración y el sombreado de parques y avenidas. Los árboles frutales solucionan el postre en nuestras mesas, endulzan el paladar con los zumos que exprimimos.
La Biblia abunda en referencias a los árboles.
He contado 158 versículos que los menciona, 128 en el Antiguo Testamento y 30 en el Nuevo.
Según la Biblia, las regiones más fértiles de Palestina en árboles eran la planicie a lo largo de la costa, los bosques de Hermón y los valles próximos a Jericó.
El paraíso terrenal contenía “todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer”. Entre estos, dos árboles misteriosos, “el árbol de la vida en medio del huerto y el árbol de la ciencia del bien y del mal” (Génesis 2:9), de los que escribiré la semana próxima.
En el Nuevo Testamento los árboles sirven a menudo en las parábolas de Jesús para inculcar más hábilmente la doctrina del Evangelio, como cuando se compara el crecimiento de la Iglesia al grano de mostaza o se enseña a discernir a los hombres buenos y malos por sus frutos.
Otros pasajes de los Evangelios mencionan los árboles de manera accidental, como el sicómoro donde subió Zaqueo para ver a Jesús o el ciego que empieza a ver a los hombres como árboles que andaban.
Una lección de fuerte contenido espiritual se encuentra en el capítulo 15 de San Juan. Cristo es la vid, el árbol, nosotros los pámpanos, las ramas. Injertados en Él somos limpios por su palabra. Separados de Cristo nada podemos hacer.
Si ya le hemos conocido, si somos hijos de Dios mediante la conversión a Cristo, permanezcamos unidos a Él, porque fuera de Él nos secamos espiritualmente y nos colocamos a las puertas del fuego.
A las profundas raíces no les alcanzan las heladas, vivamos enraizados en Jesús el Galileo. Si elegimos otro camino será nuestra perdición. Seremos reducidos a lo que Judas el apóstol profetiza en su epístola de un solo capítulo: a “árboles otoñales, sin fruto, dos veces muertos y desarraigados” (versículo 12).
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