Dios y los desastres naturales

No es justo alabar a la naturaleza cuando significa para nosotros plenitud, alegría y felicidad y culpar a Dios cuando esa misma naturaleza origina dolor, angustia, sufrimiento, muerte.

31 DE DICIEMBRE DE 2018 · 09:00

Emil Jarfell, Unsplash /,tormenta nocturna
Emil Jarfell, Unsplash /

Hemos vivido un año de desastres naturales. Como botón de muestra, sólo durante el pasado mes de octubre vivimos un tsunami en Indonesia que dejó 1.400 muertos, 1.500 heridos, 200.000 personas necesitadas de ayuda humanitaria, 66.000 viviendas destruidas. Dieciocho muertos en Estados Unidos por el huracán Michael. Otro huracán de nombre Leslie ocasionó 12 muertos en Francia y 28 heridos en Portugal. Podríamos añadir muchos más que han ocurrido a lo largo de 2018…

Todo esto sólo durante el mes de octubre. Los números mencionados son eso, números, indicaciones frías que no interpretan las heridas que sangran hacia adentro.

Para nosotros las tragedias han aparecido en pantallas de televisión, pero el dolor ha derrumbado los corazones de quienes las han padecido.

La llamada madre naturaleza ha sido en estas tragedias una madre mala. Pero hemos de razonar: el cosmos está hecho de orden y de desorden. Esas montañas que son teatro de armonía lo son también de avalanchas catastróficas. El mar que alegra nuestros cuerpos en tiempos de playa nos sepulta en tumbas de tsunami.

La madre naturaleza, como se la llama con frecuencia, se convierte en ocasiones en peligros amenazantes: aludes, huracanes, inundaciones, desbordamiento de ríos y mares.

Las reacciones de quienes padecen tales catástrofes suelen ser siempre las mismas, quejas, cuestionamiento de la presencia de Dios.

  • ¿Por qué la tragedia ha llegado a mi vida, a mi casa, a las personas que quiero?
  • ¿Por qué esta invasión del dolor cuando en mi fragua se estaban apagando anteriores fuegos?
  • ¿Por qué a mí, por qué tantas desgracias a mi vida?
  • ¿Dónde estaba Dios cuando el mar, el viento y la lluvia segaba las vidas de personas a las que quiero?

La letanía de “porqués” no termina ni terminará nunca.

Nos equivocamos cuando señalamos a Dios como causante de esos desastres o por no haberlos evitado.

Si Dios interviniera en todos los casos de catástrofes naturales estaría invirtiendo el orden mismo de la naturaleza y se estaría portando de manera discriminatoria, sublevando los mares y los vientos en unos países y en otros no.

Ese no es Dios.

En el capítulo 19 del primer libro de los Reyes el profeta Elías presenció lo que se conoce como una teofanía. Guarnecido en una cueva contempla “un grande y poderoso viento que rompía los montes y quebraba las peñas”. Pero -añade- “Dios no estaba en el viento”. “Y tras el viento un terremoto. Pero Dios no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego, pero Dios no estaba en el fuego”.

Estos textos constituyen el centro nuclear del libro. Dios no estaba implicado en esas sublevaciones de la naturaleza.

  • Dios no estaba en el tsunami de Indonesia.
  • Dios no estaba en el huracán Mitchel de Estados Unidos.
  • Dios no estaba en el huracán Leslie de Francia y de Portugal.

No es justo alabar a la naturaleza cuando significa para nosotros plenitud, alegría y felicidad y culpar a Dios cuando esa misma naturaleza origina dolor, angustia, lágrimas, sufrimiento, muerte. La naturaleza es un baile. Cuando nos acaricia decimos que sigue leyes inmutables. Cuando se subleva y destruye culpamos a Dios. Totalmente injusto.

¿Dónde estaba Dios cuando se producían aquellos desastres?

Dios estaba donde ha estado siempre, donde está ahora. En el susurro apacible y delicado que contempló el profeta Elías. Está aquí, en la cercanía de tu corazón, en el hondo de tu alma, en la cura del sufrimiento, en las lágrimas de tus ojos doloridos.

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