La peste destructora

Charles Spurgeon y John Whitecross comentan el texto del Salmo 91:23.

25 DE MARZO DE 2020 · 08:00

Colin Watts, Unsplash,castillo en la campiña
Colin Watts, Unsplash

Diré yo al Señor:

 Esperanza mía, y castillo mío;

mi Dios, en quien confiaré.

Él te librará del lazo del cazador,

de la peste destructora.

(Salmos 91: 23)

Aquél que es Espíritu puede fácilmente protegernos de los malos espíritus. Aquél que es misterio puede rescatarnos de los peligros más misteriosos. Aquél que es inmortal puede librarnos de las enfermedades más letales.

Hay una modalidad de pestilencia que resulta especialmente funesta: la del terror; pero si permanecemos en estrecha comunión con el Dios de verdad, seremos inmunes a ella. Y otra extremadamente letal: la del pecado; pero si moramos al lado de Aquél que es tres veces santo, es inviable que acabemos infectados.

Pues hasta de la pestilencia física, de la enfermedad, logrará nuestra fe inmunizarnos si somos capaces de permanecer moral y espiritualmente en el plano superior donde habita Dios, sentir paz interior, caminar sosegadamente y mostrarnos dispuestos a arriesgarlo todo por amor al deber.

La fe infunde ánimo al corazón manteniéndolo a salvo del miedo; y todos sabemos que, en épocas de pestilencia, el miedo es más dañino y letal que la propia plaga. Ciertamente hay excepciones, no estamos protegidos de la enfermedad y la muerte de manera axiomática en todos los casos, pero cuando en una persona se dan las características descritas en el versículo primero de este salmo, sin duda protegerán su vida allí donde otros sucumben.

Y si a menudo los creyentes no disfrutamos de tal protección es porque no vivimos lo suficientemente cerca de Dios, y en consecuencia, no tenemos la confianza necesaria en la promesa. Este tipo de fe de cada uno, concedida a todos los creyentes, pues hay importantes diferencias en los niveles de fe de cada uno.

No es, por tanto, sobre el colectivo general de todos los creyentes que versa aquí el canto del salmista, sino tan sólo sobre aquellos que habitan al abrigo del Altísimo, en su lugar secreto.

Muchos de nosotros, por desgracia demasiados, somos débiles en la fe, y con frecuencia confiamos más en el contenido de un frasco o en una píldora, que en el poder sanador del Señor dador de la vida.

Y si morimos presas de la pestilencia como los que no creen, es porque nos comportamos exactamente igual que ellos, no permitiendo que la paciencia en la fe tomara posesión de nuestras almas.

Pero aún en estos casos sigue una diferencia marcada; y es que muy a pesar de que nos infectamos como ellos y sucumbimos como ellos, por la misericordia divina, nuestra muerte es bendita, y acabamos bien, porque partimos para estar con el Señor eternamente. Para el creyente, las pestilencias y enfermedades infecciosas no son algo repulsivo y funesto, son más bien mensajeros del cielo.

Charles Spurgeon

 

Lord Craven residía en Londres durante la época en la que la peste causó estragos en la ciudad. Su casa se hallaba en el área conocida como Craven Buildings.

Pero al extenderse la plaga decidió abandonar la ciudad y trasladarse al campo. Tenía ya el carruaje dispuesto a la puerta, su equipaje listo para cargar, y todo a punto para emprender la marcha.

Pero mientras atravesaba el vestíbulo con el sombrero puesto, el bastón bajo el brazo, y colocándose los guantes para subir al carruaje, escuchó que el muchacho negro que le servía de postillón decía a otro criado: “Imagino que el señor se marcha de Londres para evitar la plaga porque su Dios vive en el campo y no en la ciudad”.

El muchacho dijo esto sin ninguna mala intención, en la pura simplicidad de su corazón y escasos conocimientos, convencido de que hay diversos dioses. Sin embargo, estas palabras conmocionaron sensiblemente a Lord Craven, por lo que se detuvo en seco.

“Mi Dios –discurrió el aristócrata– vive en todas partes y si su voluntad es preservarme puede hacerlo tanto en la ciudad como en el campo. Voy a quedarme donde estoy. Este muchacho, en su ignorancia, me ha predicado un sermón muy útil. ¡Señor, perdona mi incredulidad y mi falta de confianza en tu providencia, que me llevaba a intentar escapar de tu mano!”

Dio orden inmediata de que desengancharan los caballos del carruaje, de volver a entrar el equipaje en la casa, y se quedó en Londres donde fue especialmente útil a sus vecinos enfermos. Y no enfermó de peste.

John Whitecross

 

Citas tomadas del libro El tesoro de David, comentarios a los Salmos, editado por Eliseo Vila.

Saludos

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