La sabiduría del Eclesiastés
En su último capítulo aconseja acordarse del Creador en los días de nuestra juventud,
14 DE JUNIO DE 2023 · 08:00

Entre mis libros preferidos de la Biblia están los llamados sapienciales, y entre ellos el de Eclesiastés, que ha tenido una gran influencia en mi carácter y en mi literatura y que ha impresionado a muchos escritores y artistas.
Son ni más ni menos que reflexiones escritas por “el predicador, hijo de David y rey en Jerusalén, que podría aludir a Salomón pero algunos estudiosos entienden que esta atribución es una mera ficción literaria del autor, concluyendo que “el predicador” (Cohélet) es un judío de Palestina probablemente de Jerusalén mismo; dado “que emplea un hebreo tardío, de transición, sembrado de aramaísos, y utiliza dos palabras persas. Esto –dicen- supone una fecha bastante posterior al Destierro, pero anterior a los comienzos del siglo II a.C., en el que Ben Sirá utilizó ya el librito; de hecho la paleografía sitúa en las proximidades del 150 a.C. fragmentos de Qo encontrados en las cuevas de Qumrám, El siglo III es por lo mismo la fecha más probable”.
La conclusión que se desprende del mismo es que todo en esta vida es “vanidad de vanidades”, recordándonos las más posteriores, entre otras, “Coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique.
A diferencia de Job y de algunos salmos que se alegran y solazan con los ciclos del cosmos y de la naturaleza, el autor escribe que estas cosas “cansan”, porque “nadie puede decir que no se cansa el ojo de ver ni el oído de oír” Eclesiastés 1-8.
Nadie duda que el autor sea un creyente, si bien como el mismo rey David desconcertado por los trasuntos humanos, donde se deben aceptar tanto las pruebas como las alegrías, porque afirma que en toda circunstancia se deben guardar los mandamientos y temer a Dios.
Como a muchos lectores de la Biblia siempre me impresionaron esas maravillosas comparaciones con el cuerpo humano y los síntomas de la edad avanzada, como es mi caso.
En el último Capítulo, el 12, aconseja acordarse del Creador en los días de nuestra juventud, cuando nuestro vigor y facultades mentales son plenas “antes que se oscurezca el sol, y la luz, y la luna y las estrellas, y vuelvan las nubes tras la lluvia; cuando temblarán los guardas de la casa, y se encorvarán los hombres fuertes, y cesarán las muelas porque han disminuido, y se oscurecerán los que miran por las ventanas; y las puertas de afuera se cerrarán, por lo bajo del ruido de la muela; cuando se levantará a la voz del ave, y todas las hijas del canto serán abatidas; cuando también temerán de lo que es alto, y habrá terrores en el camino; y florecerá el almendro, y la langosta será una carga, y se perderá el apetito; porque el hombre va a su morada eterna; y los endechadores andarán alrededor por las calles; antes que la cadena de plata se quiebre, y se rompa el cuenco de oro, y el cántaro se quiebre junto a la fuente, y la rueda sea rota sobre el pozo; y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio. Vanidad de vanidades dijo el predicador, todo es vanidad”.
Las comparaciones aluden en una magnífica expresión literaria a los brazos, la espalda, los ojos, los párpados, la boca, las cuerdas vocales, canas en el cabello, la vida y el corazón, entre otras.
Un magnífico poeta argentino, Juan Carlos Dávalos, inspirado en su lectura dejó para las antologías de poesía argentina este precioso soneto que titulara “Paráfrasis del Eclesiastés”:
“Hombre corto de días, harto de sinsabores, / conviene recordarte la antigua admonición: / ¿qué importan tus mezquinos trabajos y dolores / en el mudar sin término que rige la creación? Pasas como avenida de aguas, como las flores / del desierto. ¡Cuán breve tu aliento bajo el sol! / Por mucho que te afanes, te encumbres y mejores, / ni aún en sueños goza de paz tu corazón. ¡Lámpara vacilante nomás tu entendimiento! / Un tanteo en tinieblas todo conocimiento / aunque los orbes midas del cenit al nadir. Y así desde el principio, renueva su pregunta, / ¡siempre la misma! cada generación que junta / una impotencia eterna al dolor de existir”.
Solo el Señor Jesús, siglos más tarde, dió sentido a nuestras vidas y encontramos la paz en su regazo de amor.
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Desde Valcheta - La sabiduría del Eclesiastés