Del eros al perfecto amor: los 4 amores de la Biblia
Storgé, phileos, eros y ágape.
31 DE OCTUBRE DE 2021 · 08:00
C. S. Lewis escribió un libro titulado Los cuatro amores que hacen referencia a las diferentes clases de amor mencionados en la Biblia.
Formas particulares del amor que pueden distinguirse entre sí, pero nunca pueden separarse del todo en la experiencia humana en la que se dan entremezclados entre sí.
El primero de ellos es el afecto, ese tipo de amor particular que brinda sustento y solidez a la vida humana y la enriquece de manera especial. El vocablo griego de donde proviene es storgé que, para expresarlo de manera gráfica, es el amor que tenemos en mente cuando decimos “hogar, dulce hogar”, pues es el amor fundamental que comparten los padres con los hijos, los hijos con los padres y los hermanos entre sí, al punto que, como lo dice Lewis: “Es el menos discriminativo de los amores… ignora barreras de edad, clase, sexo y educación… ignora hasta las barreras de especie: lo vemos no sólo entre perro y persona, sino también… entre perro y gato”.
Como tal, es un amor que se da por sentado y al que sentimos que tenemos derecho sin tener que hacer méritos para obtenerlo. Como si viniera “incluido” en nuestra condición humana y fuera, por tanto “nuestro derecho”.
En segundo lugar encontramos la amistad. Este amor procede de la palabra griega phileo. Y aunque, como lo dice Lewis, es: “el menos «natural» de los amores”, añade, sin embargo, que: “De entre todos los amores, este es el único que parece elevarnos al nivel de los dioses y de los ángeles”. Y aunque es mucho más habitual entre individuos del mismo sexo, ya que surge dentro del compañerismo de género, puede y debe darse también en medio del amor romántico, enriqueciéndolo de manera ostensible. Tanto así que, como también lo señala Lewis: “Cuando dos personas descubren de este modo que van por el mismo camino secreto y son de sexo diferente, la amistad que nace entre ellas puede fácilmente pasar… al amor erótico. A no ser que haya entre ellas una repulsión física, o a no ser que una de ellas ame ya a otra persona, es casi seguro que tarde o temprano pasará eso”, sin que eso signifique que ambos amores, la amistad y el romance, lleguen a confundirse entre sí.
Es por eso que, afirmar que David y Jonatán eran amantes demuestra que quienes suscriben este infundio no saben lo que es la verdadera amistad, como lo pretenden con pasmosa ignorancia y mala intención algunos miembros de la comunidad LGTBI para tratar de justificar sus prácticas y preferencias sexuales desde la Biblia. De hecho, la mejor prueba de que David y Jonatán eran amigos y no amantes la tenemos en el lamento que pronunció David en el funeral de Saúl y Jonatán luego de que ambos murieran trágicamente en combate, correctamente entendido e interpretado en las versiones modernas de la Biblia como la Nueva Versión Internacional que lo traduce acertadamente con estas palabras que no admiten distorsiones ni tergiversaciones: “¡Cuánto sufro por ti Jonatán, pues te quería como a un hermano! Más preciosa fue para mí tu amistad que el amor de las mujeres” (2 Samuel 1:26).
El romance, de la palabra griega eros, es, pues, una clase particular de amor y no el único de ellos, aunque frecuentemente intente reclamar para sí la exclusividad. En la óptica bíblica este amor sólo es posible o, por lo menos, correcto, entre personas de diferente sexo. Es el más intenso y absorbente de todos y por eso tiende a acaparar el significado de la palabra amor. Pero como lo indica el Dr. Ed Wheat: “Necesita ayuda por cuanto es un amor que cambia y no puede durar por sí solo toda una vida. El ‘amor erótico’ quiere prometer que la relación durará para siempre, pero no puede mantener tal promesa por sí solo”. De hecho, el peligro espiritual del eros es que por momentos es tan sublime y noble, que puede confundirse con el ágape llegando a desplazarlo y sustituirlo, igualándose a él. Ese es el reclamo que el eros puede llegar a hacer a la pareja enamorada: ser el amor absoluto por encima del cual no hay otro.
Cuando esto sucede es cuando solemos decir que los enamorados “no aceptan razones”. Por lo menos, no razones diferentes a las que les dicta el eros, que no suelen ser razones “razonables”, producto de cálculos hechos con cabeza fría y de manera mesurada a la luz de la moral, la decencia e incluso ─hasta cierto punto─ de la conveniencia y la utilidad objetivas y eminentemente pragmáticas. Y aunque Pascal no se estaba refiriendo al romanticismo ni al eros cuando acuñó su famosa frase “el corazón tiene razones que la razón no conoce”, la extrapolación que algunos amantes hacen de esta frase al amor eros no es del todo equivocada por el hecho de que el eros, al tender a sustituir y usurpar el lugar del ágape ─su ya señalado peligro espiritual─, termina haciendo a los amantes, de manera ilegítima y hasta irracional, los mismos reclamos y exigencias que el ágape hace de forma legítima y razonable.
Por eso Lewis advierte: “Esto constituye la grandeza y el horror del eros… Es en la misma grandeza del eros donde se esconde el peligro: su hablar como un dios, su compromiso total, su desprecio imprudente de la felicidad, su trascendencia ante la estimación de sí mismo suenan a mensaje de eternidad”. Y es aquí cuando: “… el eros, hablando con igual grandeza y mostrando igual trascendencia respecto a sí mismo, puede inclinar tanto al bien como al mal… el eros honrado sin reservas y obedecido incondicionalmente, se convierte en demonio…”, pues: “Entre todos los amores él es, cuando está en su culmen, el que más se parece a un dios y, por tanto, el más inclinado a exigir que le adoremos”, y, por lo mismo, puede llegar a justificarlo todo con impunidad, comenzando por las relaciones sexuales prematrimoniales.
Por todo esto, concluye Lewis: “No le debemos obediencia incondicional a la voz del eros cuando habla pareciéndose demasiado a un dios”. Con todo, el valor del eros radica en que es el más parecido a la caridad, pero su peligro es, justamente, su tendencia a sustituir a la caridad y desplazarla del lugar que esta debería ocupar, pues también es cierto que, en palabras de Lewis: “la broma siniestra es, siempre, que este eros, cuya voz parece hablar desde el reino eterno, no es ni siquiera necesariamente duradero… es el más mortal de nuestros amores. El mundo atruena con las quejas de su inconstancia”. Quejas que contrastan con sus sinceras promesas de permanencia.
Llegamos así a la caridad, el amor que abarca a todos los demás, procedente de la palabra griega ágape. Lewis conserva para él la designación original que recibió en la tradición cristiana antigua, que se refirió a él como “caridad”, corrigiendo de paso la pobre acepción actual dominante de esta palabra que la ha convertido en un sinónimo de “limosna”. Los primeros cristianos emplearon este término para referirse al amor especial por Dios, al amor de Dios para con el hombre, e incluso a un amor sacrificial que cada ser humano debería manifestar hacia los demás, por lo menos en el marco de la fe cristiana, que sería la que lo hace posible en sus formas más concretas y conscientes.
En palabras del Dr. Wheat: “fue este amor el que impulsó a Cristo a venir a la tierra a hacerse hombre por nosotros. Dios ama a toda la humanidad con ese amor (ágape) desinteresado”. Por eso es éste, y no el eros, el que inspira y respalda los votos matrimoniales pronunciados entre la pareja, pues el eros por sí solo nunca podrá cumplirlos. El Dr. Ed Wheat sentencia: “¡Una unión matrimonial en la cual haya este tipo de amor puede sobrevivir a cualquier cosa! Es la clase de amor que mantiene en marcha el matrimonio cuando las clases naturales de amor fallan y mueren”.
Esto no significa que la caridad compita o riña con el romance, la amistad o el afecto, sino que los fundamenta mejor, les da mayor solidez, color, belleza y permanencia, colocándolos a su vez en su justo lugar y proporción y en su correcta relación armónica entre ellos. La caridad les brinda su toque necesario de “sensatez” a los demás amores y los pone en la perspectiva correcta.
El problema no es, pues, que la caridad compita u opaque a los demás amores, sino que los demás amores, abandonando su necesaria sensatez ─en especial el amor romántico─ pretendan competir con él y usurpar su legítimo lugar. Y es que la caridad juzga y perfecciona todos los demás amores que, sin esta necesaria y orientadora subordinación, pueden degenerarse y salirse de curso de manera condenable y autodestructiva. Por último, la caridad nos recuerda que el amor es en esencia un deber aderezado con sentimientos nobles y sublimes, pero deber después de todo.
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Creer y comprender - Del eros al perfecto amor: los 4 amores de la Biblia