La evolución ¿hecho probado o mito científico?
No se puede ser creacionista y ateo al mismo tiempo, pero sí evolucionista y creyente de manera simultánea.
17 DE OCTUBRE DE 2021 · 08:00

Lo primero que debo decir al abordar este controvertido asunto es que no soy un científico, y por lo tanto no tengo la autoridad para hacer pronunciamientos finales sobre cuestiones propias de la biología.
Evitaré, por ello, hasta dónde sea posible, referirme a datos propios de los especialistas, no sólo porque la gran mayoría de los lectores tampoco son expertos y, como tales, pueden tener dificultades para comprender este tipo de argumentación especializada. E incluso entendiéndola en el momento, es difícil también lograr retenerla con suficiencia, pues luego estamos muy lejos de recordarla con el detalle mínimo que se requiere para poder argumentar de nuevo con base en ella.
Porque en la cuestión de la teoría de la evolución ─como en todo lo que tenga que ver con disciplinas especializadas─, creo que los cristianos deberíamos tomar en cuenta lo dicho por Agustín de Hipona ya hace casi dieciséis siglos: “Es una cosa vergonzosa y peligrosa que un infiel escuche a un cristiano, presumiblemente explicando el significado de la Sagrada Escritura, decir tonterías… debemos adoptar todos los medios para evitar tal vergüenza, en el que la gente demuestra la vasta ignorancia del cristiano y se ríen de él hasta el ridículo”.
Como dice la sabiduría popular: “Zapatero a tus zapatos”. Porque la simple buena intención unida al mero hecho de la conversión, no capacitan automáticamente a los creyentes para pontificar con autoridad y credibilidad sobre lo divino y lo humano.
Los creyentes que no tienen esto en cuenta son los que terminan proyectando una pobre imagen del cristianismo, brindando gratuita munición para que sus detractores lo ridiculicen y lo conciban equivocadamente como una doctrina de ignorantes. En estos casos, si no se está preparado, es preferible prestar oídos a la recomendación de “… estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar…” (Santiago 1:19). El problema es que “la ignorancia es atrevida”, como lo sostiene también la sabiduría popular.
Por eso lo mejor en estos casos es callar, seguir haciendo lo correcto a la luz de la Biblia y, si hemos de dar cuenta de este tema, apelar a Dios con la actitud humilde de Eliú en el libro de Job: “»Haznos saber qué debemos responderle, pues debido a nuestra ignorancia no tenemos argumentos” (Job 37:19). Aunque en este particular sí los tenemos.
Sea como fuere, me limitaré aquí a dar una perspectiva cristiana general e introductoria sobre el particular, y nada más. Dejo esto en claro para quienes llegan aquí con expectativas elevadas, para que las moderen desde el comienzo, pero también para la tranquilidad de los que piensan que de seguro esta conferencia sólo estará al alcance de los que dominan medianamente los temas científicos o teológicos involucrados en la discusión.
Comencemos, entonces, por hacer algunas precisiones necesarias sobre el término “evolución”. El concepto de evolución como tal no debe ser algo que los cristianos no puedan de ningún modo utilizar bajo ninguna circunstancia. No satanicemos la palabra en sí misma con actitudes fanáticas. La palabra evolución cabe eventualmente dentro del lenguaje cotidiano de un cristiano, sin que tengamos que escandalizarnos y rasgarnos las vestiduras cuando la escuchamos o darnos golpes de pecho cuando la pronunciamos. El proceso de santificación y crecimiento espiritual en el que un creyente se involucra a partir de su conversión a Cristo, viniendo de menos a más, de un estado de inmadurez espiritual a un estado gradual de mayor madurez cada día, guarda mucha afinidad con lo que se quiere dar a entender a veces con la palabra evolución.
Los cristianos podemos hablar también de evolución cultural, evolución tecnológica, evolución idiomática, evolución intelectual o, incluso, de una evolución positiva en el comportamiento de alguien sin tener que sentirnos culpables cada vez que lo hacemos, como si estuviéramos traicionando nuestra fe. El desacuerdo de los cristianos no es con la palabra evolución, sino únicamente con la evolución biológica entendida como un proceso de transformación lenta, sutil y gradual guiado por el azar, comenzando desde lo inorgánico, pasando por las formas más elementales de vida orgánica hasta concluir en la asombrosa y compleja variedad de especies vivas que vemos hoy en día, incluyendo al ser humano; todo ello mediante un mecanismo muy simple llamado “selección natural” que pretende hacer de Dios algo innecesario o meramente accesorio, que es lo que la mayoría de darwinistas clásicos pretenden.
En estos temas, no debemos estar tan paranoicos y alarmados. Porque después de todo, ya sea gracias a los esfuerzos humanos o aún a pesar de ellos, la verdad se impone, como lo afirma Pablo al declarar que: “… nada podemos hacer contra la verdad, sino a favor de la verdad” (2 Corintios 13:8). Y si tanto la ciencia como la teología se esmeran por descubrir y exponer la verdad, no deben verse como enemigas sino como aliadas.
Por eso debemos entender que si existe polémica alrededor de la evolución, ésta no se debe a que haya un conflicto necesario e inevitable entre la ciencia y la teología o entre la razón y la fe, puesto que la ciencia y la razón son plenamente compatibles con la teología y la fe. No se trata de un conflicto entre los científicos que, supuestamente, tendrían a la razón y al conocimiento de su lado, y los creyentes sumidos en la irracionalidad y la ignorancia.
Por eso, las razones de la controversia hay que buscarlas en otro lado. Dado que la evolución es una teoría científica la polémica alrededor de ella involucra en primera instancia a los científicos. Pero es que, así como en el cristianismo existe buena teología y mala teología, también entre los científicos existe mala ciencia y buena ciencia. La primera, como la mala teología, está llena de prejuicios, mientras que la segunda, más amplia e inclusiva, procura ser consciente de ellos y evitarlos.
Es justamente esa ciencia llena de prejuicios, −en la que militan un todavía numeroso e influyente grupo de científicos actuales−, la que defiende a capa y espada la teoría de la evolución en la medida en que ésta les sirva para sacar a Dios del escenario. Por eso algunos han llegado a decir, no sin razón, que el conflicto no es entre ciencia y fe, sino entre dos tipos de fe: una fe naturalista y materialista que pretende explicarlo todo apelando a las propiedades de la materia y de la naturaleza, dejando a Dios por fuera a como dé lugar; y otra fe, −la fe estrictamente religiosa, sobrenaturalista y espiritualista−, que apela a argumentos sobrenaturales de orden espiritual que apuntan a Dios como la causa final de todo. Pero este enfoque se presta a malas interpretaciones, pues da la impresión de que las personas religiosas en general, y los cristianos en particular, no podemos aceptar las explicaciones naturalistas y materialistas provistas por la ciencia; cuando lo cierto es que sí podemos y debemos hacerlo. Por lo menos hasta donde éstas puedan proveer la mejor explicación a los fenómenos estudiados: en este caso el origen de la vida y del ser humano.
Después de todo, el cristianismo, sin dejar de afirmar la realidad divina tal y como se nos revela en la Biblia, es una doctrina desmitificadora y antisupersticiosa que no riñe entonces con la ciencia y su método experimental y objetivo, sino que más bien lo fomenta. Por eso, aún concediendo que la ciencia tenga que ser atea en su método y no pueda incluir a Dios dentro de sus hipótesis formales, -algo que está en discusión-, no tendría, sin embargo, que ser atea en sus motivos, de tal modo que se puede hacer ciencia con la intención de descubrir y maravillarse con los mecanismos con que Dios ha hecho funcionar el mundo.
No podemos olvidar algo que muchos de los científicos de la actualidad parecen pasar por alto de manera sospechosa, y es que el impulso y los logros de la ciencia moderna se deben a una pléyade de devotos creyentes cristianos cuya fe y conocimiento de la Biblia los impulsó a buscar sistemáticamente la revelación del orden de Dios en la naturaleza y en el universo en general, con la convicción de que éste no sólo se reflejaría en el establecimiento de las leyes morales para la humanidad, sino también en el establecimiento de leyes naturales que deberían regir el funcionamiento de todo el mundo material, leyes a cuya búsqueda estos primeros científicos cristianos se dedicaron con pasión religiosa y en cuyos logros se apoyan hoy, les guste o no, esos científicos agnósticos y ateos que edifican sobre el fundamento de aquellos. Debemos suscribir, entonces, la afirmación del científico alemán Werner von Braun en el sentido de que: “Encuentro tan difícil entender a un científico que no advierte la presencia de una racionalidad superior detrás de la existencia del universo, como lo es comprender a un teólogo que niega los avances de la ciencia”. Porque ambos extremos son viciosos.
Por el contrario, el diálogo conciliador entre ciencia y teología es el camino para un enriquecimiento mutuo. Tanto la buena ciencia como la buena teología son ambas bendiciones divinas y, como tales, plenamente compatibles. Y aunque están relacionadas, porque en último término la verdad es una sola y no existen, entonces, dos verdades: una teológica y una científica; lo cierto es que obedecen a intenciones diferentes. La ciencia es la disciplina de estudio de carácter necesariamente preliminar que nos permite conocer los medios, o en otras palabras, el cómo de todo lo que existe. La filosofía y la teología, por el contrario, se ocupan de lo que tiene carácter último, es decir los principios y los fines que responden respectivamente al por qué y al para qué de las cosas. Debido a ello, no hay entre la ciencia y la teología una oposición necesaria, sino más bien una evidente complementaridad. La Biblia no se ocupa, entonces, de informarnos en detalle el cómo de las cosas, -eso se lo deja a la ciencia-, sino del por qué y el para qué de las mismas.
Por otra parte, el científico Francis Collins, jefe del equipo que llevo a cabo la decodificación del genoma humano y al mismo tiempo creyente convencido en Cristo afirmó: “Ningún científico serio actualmente afirmaría que existe una explicación naturalista del origen de la vida. Pero… éste no es el lugar para que una persona reflexiva se juegue su fe”. En efecto, la ciencia no es el lugar para jugarse la fe, por tentador que pueda ser cuando sus conclusiones apunten a reforzar los contenidos de la fe. Porque debido a su carácter provisional, la ciencia es un piso muy inseguro para fundamentar la fe. La fe se apoya, por el contrario, en la Palabra de Dios, que no cambia, confirmada día a día en la experiencia de los creyentes actuales y de múltiples generaciones pasadas. Al fin y al cabo, como lo añade de nuevo Francis Collins: “La ciencia no es el único modo de saber… Si usamos la red de la ciencia para atrapar nuestra visión particular de la verdad, no nos debemos sorprender que no atrapemos la evidencia del espíritu”. Y la evidencia del Espíritu es la que obtenemos mediante la fe y no mediante la ciencia.
Pero enfocándonos otra vez en la teoría de le evolución de Darwin, subsiste entre amplios sectores de la cristiandad una prevención a ultranza hacia esta teoría bajo el supuesto de que, suscribirla, conduce inexorablemente hacia la incredulidad y el ateísmo. Pero lo cierto es que existen un buen número de evolucionistas que son al mismo tiempo cristianos auténticos, sinceros y comprometidos. En realidad, desde la óptica cristiana escritural, suscribir la teoría de la evolución no debería acarrear para un cristiano automáticos señalamientos, cuestionamientos, ni excomuniones, siempre y cuando se reconozca al mismo tiempo el papel determinante que Dios desempeña, -ya sea de manera directa o tras bambalinas-, en el inicio y desarrollo del presunto proceso evolutivo como quiera que éste se entienda y también la dignidad especial que el ser humano ostenta entre todos los demás seres de la creación al reflejar la imagen y semejanza del mismo Dios. La discusión sobre el mayor o menor poder explicativo de la evolución y su correspondencia con los hechos sigue, pues, abierta al debate y debe ser dirimida entre los hombres de ciencia, pero cualquiera que sea la postura que se asuma en esta discusión, ninguna de ellas conduce por sí misma al ateísmo o siquiera al agnosticismo, aunque el evolucionismo pueda ser más propenso a ello.
Porque si bien no se puede ser creacionista (en el sentido amplio de suscribir la doctrina de la creación) y ateo al mismo tiempo, si se puede ser evolucionista y creyente de manera simultánea sin que haya en ello una flagrante contradicción o conflicto de intereses, sino a lo sumo una tensión dialéctica que debe resolverse en el peor de los casos a favor de la Biblia, si de honrar la fe se trata. En consecuencia, la controversia alrededor de la evolución y las teorías alternas puede ser en muchos casos una discusión fraternal entre hermanos que suscriben una fe común por la cual todos están de acuerdo en que: “Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra” (Génesis 1:1), como lo recogen los credos apostólico y niceno y que, adicionalmente, de un modo u otro Él: “… sostiene todas las cosas con su palabra poderosa” (Hebreos 1:3).
Así, la evolución puede también terminar dando peso de probabilidad a la declaración bíblica en el sentido de que: “Él es anterior a todas las cosas, que por medio de él forman un todo coherente” (Colosenses 1:17). De hecho, agnósticos tan prestigiosos como el eminente biólogo y paleontólogo evolucionista norteamericano fallecido en el 2002, Stephen Jay Gould, reconoció que: “La ciencia del darwinismo es totalmente compatible con las creencias religiosas convencionales, e igualmente compatible con el ateísmo”.
Dicho lo anterior, existen fundamentalmente cinco planteamientos científicos en mayor o menor medida, que pretenden explicar el origen de la vida y del ser humano. El primero de ellos es suscrito por ateos y agnósticos. El segundo por agnósticos y teístas indistintamente. Y los otros tres por teístas cristianos en su mayoría.
Pasemos, entonces, a enunciar y describir de manera necesariamente sintética cada uno de estos planteamientos, algo que haremos la próxima semana.
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Creer y comprender - La evolución ¿hecho probado o mito científico?