El cristiano y la política

La política no es un mal necesario del cual debamos sustraernos evadiendo nuestro deber civil ante Dios, por el contrario es una actividad que debe ser redimida.

11 DE ABRIL DE 2021 · 08:00

Kelli Dougal, Lincoln Memorial Circle Northwest, Washington, United States / Unsplash,Lincoln Memorial Circle
Kelli Dougal, Lincoln Memorial Circle Northwest, Washington, United States / Unsplash

La relación entre el cristianismo y la política ha sido siempre muy polémica. Hay algunos cristianos que la condenan a ultranza y no participan en ella, mientras que otros se dejan seducir por ella, involucrándose de lleno en la política de maneras equivocadas, comprometiendo el buen nombre y la integridad de la iglesia como institución.

La Biblia no aprueba ninguna de estas dos posturas extremas. Más bien nos insta a darle al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios (Mateo 22:21). Sin embargo, aún este versículo es malinterpretado por quienes piensan equivocadamente que es una autorización para dividir la realidad en un ámbito secular y otro religioso, sin relación entre sí y con reglas de juego diferentes. Así, la ética cristiana se aplicaría en el ámbito religioso, mientras que la antiética de Maquiavelo sería la que habría que aplicar a la vida secular y política.

Sea como fuere, debemos reconocer que las prevenciones de los cristianos hacia la política no carecen de fundamento. El sociólogo alemán protestante Max Weber nos recuerda que: “Los cristianos primitivos sabían… que el mundo estaba regido por demonios y que quien se mete en política… firma un pacto con los poderes diabólicos y sabe que para sus acciones no es verdad que del bien sólo salga el bien y del mal sólo el mal, sino con frecuencia todo lo contrario”.

En efecto, en la caída el ser humano cedió su lugar de gobierno y dominio en el mundo de tal modo que es Satanás y sus demonios quienes han llegado a ejercer un dominio de hecho en el mundo, al punto de ser designado, por lo pronto, como “príncipe de este mundo” (Juan 12:31; 14:30; 16:11) y “dios de este mundo” (2 Corintios 4:4). Esto explica por qué Satanás, al tentar al Señor con el poder político sobre todos los reinos del mundo, afirmó: “−Sobre estos reinos y todo su esplendor… te daré la autoridad, porque a mí me ha sido entregada, y puedo dársela a quien yo quiera” (Lucas 4:6), sin ser desmentido por el Señor al respecto.

La política es, entonces, un campo en el que Satanás ejerce un generalizado dominio a través de los gobernantes humanos que terminan sirviendo a sus intereses. Pero fue justamente a un gobernante como Pilato a quien el Señor le indicó la fuente verdadera de su autoridad que no es otra que Dios mismo: “─No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado de arriba ─le contestó Jesús─” (Juan 19:11).

Dios tolera temporalmente que Satanás ejerza de manera indefinida un dominio directo sobre la política humana, sin que eso signifique renunciar a su sabio y sutil gobierno sobre ella, ejercido eficazmente tras bambalinas, sirviéndose incluso de Satanás y sus “fichas” humanas para el cumplimiento de sus propósitos soberanos.

Es debido a estos factores que la política es una actividad tan difícil ─pero no imposible─ de ejercer para un cristiano, llegando a ser un campo minado para quienes no están bien preparados para hacerlo.

Con todo, la política no es de ningún modo un mal necesario del cual debamos sustraernos evadiendo así nuestros deberes civiles ante Dios, sino que por el contrario es una actividad que debe ser redimida mediante el correcto ejercicio de nuestra responsabilidad ciudadana y, en el caso de que se posea vocación política, ejercerla con actitud de estadistas que actúan como verdaderos servidores públicos siguiendo el ejemplo y el modelo bíblico: “… el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor… así como el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir…” (Mateo 20:26-28).

Marginarse absolutamente de la política no es sabio para el cristiano, recordando lo dicho por Epicteto: “El hombre sabio no debe abstenerse de participar en el gobierno del Estado, pues es un delito renunciar a ser útil a los necesitados y una cobardía ceder el paso a los indignos”. Así, pues, la diferencia entre un no creyente y un cristiano en un alto cargo de gobierno es la misma que existe entre el político y el estadista, según los describe James Freeman Clarke: “Un político piensa en las próximas elecciones; un estadista, en la próxima generación”. De esto se deduce que un cristiano con vocación política debe hacer presencia en ella para conquistar con las armas de Dios esa fortaleza del enemigo que él considera equivocadamente como inexpugnable.

Pero sin llegar tan lejos, el cristiano raso que no ejerce cargos de gobierno también tiene una responsabilidad política a la cual hace alusión Helmut Gollwitzer con estas palabras: “Acompañar los sucesos políticos atentamente, en oración, con pensamiento activo y consejo, formando juicios y actuando es una parte inviolable de la vocación de ser discípulos en este mundo”. En otras palabras, la responsabilidad ciudadana del creyente riñe con esa actitud apolítica que muchas veces se predica en las iglesias. Si bien el cristiano debe estar advertido de las ambigüedades de la política y la manera en que suele prestarse a la promoción de los intereses del diablo en el mundo, eso no significa que deba emprender la retirada de manera culpable de este aspecto de la actividad humana para dejárselo servido en bandeja al adversario para nuestro propio perjuicio. Entre otras cosas porque la política no es mala en sí misma. De hecho, la misma noción de “reino” (Mateo 3:2; 6:33) es un término político y el título “Rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 19:16) también lo es.

Por eso el cristiano no puede marginarse de manera absoluta de la política satanizándola por completo. Marginarse de la política, contrario a lo que podría pensarse, no nos pone a salvo de su presuntamente maligna influencia, sino que más bien termina sirviendo a los propósitos del diablo al configurar en nuestra vida un nuevo pecado de omisión que le deja el camino libre a Satanás para hacer de las suyas en este campo de la cultura humana.

La política puede ser una fortaleza del enemigo, pero no es de ningún modo una fortaleza inexpugnable, sino una que el cristiano puede infiltrar y conquistar eventualmente mediante una estrategia que comience por combatir la indiferencia hacia ella al incluirla en nuestra oración intercesora, generando así un interés que se traduzca gradualmente en mantenernos informados acerca de la misma y en reflexionar bíblica y críticamente alrededor de estos asuntos, actuando con ilustrado criterio político cuanto tengamos que hacerlo en la medida de nuestras posibilidades y circunstancias.

Ya el apóstol nos hizo la siguiente solemne recomendación: “Así que recomiendo, ante todo, que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos, especialmente por los gobernantes y por todas las autoridades, para que tengamos paz y tranquilidad, y llevemos una vida piadosa y digna” (1 Tim. 2:1-2)

Adicionalmente, la iglesia de Cristo no debe asumir posturas políticas restrictivas y excluyentes, afiliándose a ideologías de ningún corte en particular, pues Cristo no avaló ni descalificó ningún sistema político o económico como tal, sino que más bien fomentó la promoción y el establecimiento de la justicia social en todos los sistemas políticos sobre la base del amor, el respeto, la libertad y la consecuente responsabilidad que atañe a todo ser humano, creyentes en particular.

La tiranía o el despotismo son, entonces, condenables donde quiera que se presenten y sin importar el color ideológico, político o religioso con el que se revistan. Es contra este trasfondo que hay que reconocer las bondades de la democracia como una de las formas de gobierno secular más benéficas y desarrolladas, pero no por eso perfecta. El teólogo Reinhold Niebuhr lo expresó muy bien: “La capacidad del ser humano para la justicia hace posible la democracia; pero la inclinación del ser humano hacia la injusticia hace necesaria la democracia”. O todavía mejor como lo dijo con humor un defensor de la democracia: “La democracia es el peor sistema de gobierno que existe, con excepción de los demás”. Preocupa por eso que en el marco de las actuales democracias se haya vuelto popular la creencia en que “la voz del pueblo es la voz de Dios”, presunción que ha demostrado ya de sobra ser nefasta en muchos casos de nuestra historia.

Para sortear estos peligros de la democracia a los que también hizo ilustrada y luminosa referencia el apologista C. S. Lewis en su ensayo El diablo propone un brindis, corresponde entonces a cada cual evaluar en conciencia, a la luz del evangelio y con cabeza fría, la doctrina política y/o el sistema económico de sus afectos. Es probable que al hacerlo todos ellos muestren debilidades y fortalezas que hacen que ninguno pueda ser descalificado sin más o aceptado a ojo cerrado, pues todos poseen elementos positivos y negativos a la luz del mensaje del evangelio y por eso ninguno puede erigirse como el sistema político o económico avalado por Dios, desechando a los demás en el proceso, pues en últimas todos ellos pueden, no obstante sus mayores o menores fallas estructurales, llegar a hacer contribuciones valiosas al establecimiento de la justicia social. Nuestra responsabilidad es, pues, recrear hasta donde esté a nuestro alcance, −pero reconociendo el carácter siempre imperfecto de nuestros esfuerzos−, las condiciones del reino de Dios relacionadas así en las Escrituras: “El reino de Dios no es cuestión de comidas o bebidas sino de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17)

Finalmente, hay que tener también en cuenta que, sin importar el carácter eficiente o deficiente de los gobernantes de turno: “… no hay autoridad que Dios no haya dispuesto, así que las que existen fueron establecidas por él” (Romanos 13:1). Así, pues, los reyes o gobernantes de la tierra, sean o no creyentes, tienen la obligación de servir a los intereses de Cristo.

En consecuencia, la recomendación bíblica de gobernar con justicia no se dirige de manera exclusiva a los creyentes, sino a todos los gobernantes, aún en el caso de que no sean creyentes. Por eso las amonestaciones y censuras bíblicas dirigidas contra los gobernantes paganos no excluyen a los creyentes bienintencionados pero mal preparados que incursionan en la política y terminan sucumbiendo a la ética maquiavélica que impera en ella. No basta, pues, ser un cristiano comprometido para poder desempeñarse con justicia en el difícil campo de la política, al punto que es preferible un no creyente que, a pesar de ello, sepa gobernar con justicia, que un creyente muy devoto y ungido gobernando sin la debida preparación y capacidad. Y es por eso que a cualquiera de los dos Dios les dirige la siguiente sentenciosa exhortación: “Ustedes los reyes, sean prudentes; déjense enseñar, gobernantes de la tierra. Sirvan al Señor con temor; con temblor ríndanle alabanza” (Salmo 2:10-11).

Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Creer y comprender - El cristiano y la política