Que nuestra convicción no deje de lado el amor

Percibo un movimiento pendular extremista, en el afán de implantar los valores cristianos, que puede llegar a vaciar la esencia del cristianismo: amor y compasión.

27 DE NOVIEMBRE DE 2018 · 09:00

Raka Rachgo / Unsplash,zapatillas colores, iguales diferentes
Raka Rachgo / Unsplash

A lo largo del continente latinoamericano se viene librando una batalla contra una estructura ideológica que busca alejar al hombre de Dios, ponerse en el centro de la escena, y constituirse en una nueva realidad.

La batalla no es nueva, a lo largo de la historia ha tenido distintos nombres, énfasis, matices y rótulos.

Las ansias de libertad a ultranza hoy la conocemos como: ideología de género. En su forma externa se autoproclama como la cumbre de la libertad, pero en su esencia restringe casi al extremo la libertad y la vida en democracia de las personas, dado que pretende imponer solo su voz y pensamiento en detrimento del pensar de la mayoría.

Ante dicha realidad, nos esforzamos en alinear posiciones, en producir materiales, en robustecer y fundar nuestra postura Cristocéntrica y entramos en la vorágine de la educación de los principios de Dios, de la confrontación argumentativa contra la posición mencionada, deseamos que se instalen los valores del Reino en la tierra los cuales también delimitaron la ciencia y la biología; sin embargo estoy percibiendo, quizás sea simplemente una percepción incipiente, pero percepción al fin, un riesgo, el de perder de vista que Cristo murió por todos y ama a todos, incluso, a los que sostienen la ideología de género a rajatabla.

Podemos llegar a correr el riesgo de confundir a las personas con nuestro verdadero enemigo según nos dice San Pablo en Efesios 6:12.

Es cierto, los activistas de la ideología de género son la primera línea de la batalla y los que nos atacan, pero detrás de ellos hay una realidad mayor, poderosa, nefasta pero incapaz de poder vencernos.

Percibo cierto movimiento pendular extremista, que en el afán de la implantación de los valores mencionados, puede llegar a vaciarse de la esencia del cristianismo, el amor y la compasión.

Los evangélicos tan fascinados por el poder y la manifestación de Dios, solemos pensar que lo que antecede al poder es la unción cuando según los Evangelios, lo que antecede al poder es el amor y la compasión.

Jesús recorría las ciudades y las aldeas movido por el amor y cuando veía la necesidad, la carencia, el pecado, ese amor se transformaba en acción y tenía compasión por las personas.

Hacía lo que ningún otro hacía, comía con publicanos y pecadores, hablaba con mujeres adúlteras y samaritanas, se acercaba y sanaba leprosos, sanaba a los enfermos, libertaba a los cautivos del Diablo, lloraba por sus amigos, se compungía por el luto de la viuda (Naim).

Cuando tomamos real dimensión de las enseñanzas e implicancias de Jesús, dadas en el Sermón del Monte (Mt. 5-7), notamos que la “cultura de Jesús” es en sí misma una contracultura en toda época.  Bien señala John Stott: “Él nos convoca a renunciar a la cultura secular reinante a favor de la contracultura cristiana... La primera vez que esto se hizo claro fue en su comisión para nosotros de ser la sal de la tierra y la luz del mundo...”[1]

Cada una de las palabras de Jesús fueron vividas por Él y llevadas a su ejemplo más excelso en su propio ministerio. No fue demagogia o facilismo, fue vivencia personal para que como Él hizo nosotros también hagamos. Me permito citar algunos ejemplos: “Bienaventurados los pobres en espíritu...” dice la Palabra, que “Él no tuvo dónde recostar su cabeza...” (Mt 8:20). “Bienaventurados los que lloran...” nos recuerda el evangelista Lucas que al ver a Jerúsalen “lloró sobre ella” (Lc. 19:41). Recordamos, “bienaventurados los misericordiosos...”, Jesús tuvo compasión de la multitud (Mt. 9:36). Nos dijo: “amen a sus enemigos y bendigan a los que os maldicen”, resuena en nuestros oídos el clamor de un corazón sufriente por amor: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). Jesús fue más allá de la declamación, de la expresión, vivió y encarnó cada uno de los mandamientos, sabía que Judás le entregaría, que Pedro lo negaría, que los suyos lo abandonarían, pero igual les lavó los pies.

Esto es lo que pese a sus altibajos, irregularidades e incongruencias aprendieron sus discípulos. Serán pues cada uno de ellos los que padecieron por amor a Su nombre y la proclamación del Evangélio, sufrieron por amor a Dios y los hombres. Nos recuerda Justo González: “Además de matar a los cristianos, se les hizo servir de entretenimiento para el pueblo, se les vistió con pieles de bestias para que los perros los mataran a dentadas. Otros fueron crucificados, y otros quemados a fuego al caer la noche para que iluminaran las calles. Todo esto hizo que se despertara la misericordia del pueblo...”[2].

Amplia Michael Green, en la misma línea histórica: “Justino resume en una sola oración el valor, la dedicación y los logros de los apóstoles: ‘…Desde Jerusalén salieron al mundo doce hombres, carecían de ilustración y elocuencia pero, aun así, por el poder de Dios proclamaron a toda la raza humana, que ellos habían sido enviados por Cristo, para enseñar la Palabra de Dios…’ En la iglesia primitiva no existía distinción alguna entre los ministros con dedicación exclusiva y los laicos, en cuanto a la responsabilidad de propagar el evangelio por todos los medios posibles. Entre ellos encontraréis personas no ilustradas y artesanos, también ancianas que, si bien son incapaces de demostrar verbalmente las bendiciones de nuestra doctrina, sin embargo, por medio de sus actos, muestran los beneficios que surgen de estar persuadidos de esa verdad. No pronuncian discursos, son golpeados, no devuelven el golpe; ayudan a quienes piden ser socorridos y aman al prójimo como a si mismos”.[3]

Muchas veces no nos damos cuenta la profunda y revolucionaria transformación social que realizó la iglesia primitiva en el Imperio Romano, por gracia del Espíritu Santo, San Pablo lo resume con una pluma excelsa en Gál 3:26-28 “Pues todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque todos ustedes, los que han sido bautizados en Cristo están revestidos de Cristo. Ya no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni mujer, sino que todos ustedes son uno en Cristo Jesús”.

Por primera vez, en el siglo primero de nuestra era, el Evangelio estaba restituyendo la dignidad a las mujeres, a los esclavos, a las viudas, a los necesitados. Se estaba abriendo paso la justicia social declarada en el Antiguo Pacto en medio de uno de los mayores imperios de la historia antigua.

Obviamente esto no pasó por casualidad, era fruto del Evangelio, era consecuencia del amor sacrificial de Jesús por todos. El amor estaba ocupando el lugar del desprecio, la misericordia el lugar de la impiedad y la justicia el lugar de la maldad. Eso, es precisamente lo que hace la cultura de Jesús, hace posible que “venga a nosotros su Reino”. No es una cuestión de ritualismo, contenido sacramental o expresiones litúrgicas, es amor y misericordia en práctica, en todo momento, en todo lugar, en toda circunstancia y a favor de todas las personas.

Será pues, éste, el mayor desafío que tiene la Iglesia ante la cultura de la hipermodernidad del siglo XXI y la extrema ideología de género, seguir siendo una contracultura, seguir insistiendo empecinadamente en ser imitadores de Cristo (Jn.13:15), amando como Él lo hizo a todos.

Es importante la palabra profética que denuncie el pecado, que se alce para defender a los sin voces, que emerja para vendar a los perniquebrados y consolar a los que sufren; pero será vital que la voz esté acompañada por lo único que el Enemigo no puede imitar, el amor y la misericordia. En efecto, Satanás puede hacer milagros, puede mostrar su poder, puede disfrazarse como ángel de luz, pero NO PUEDE tener misericordia y amor.

Nuestra mayor voz debe ser la de la acción, nuestra proclama más fuerte la del amor en medio de una sociedad que se dirige irremediablemente al cumplimiento del apocalipsis anunciado por Jesús (Mt 24:1-51). Aunque nos pese “tanto aumentará la maldad, que el amor de muchos se enfriará”. (Mt 24:12).

En este contexto de voces que se levantan para llamar “a lo bueno malo y malo a lo bueno, y convierten la luz en tinieblas, y las tinieblas en luz, y lo amargo en dulce y lo dulce en amargo...” (Is.5:20-21). La Iglesia debe hacer oír el Mensaje de la Gracia, pero además la estruendosa voz del amor y la misericordia. Esta será la mejor forma de levantar la cruz y causar una revolución que acerque el Reino de Dios y su justicia.

Este es un tiempo en el cual debemos dejar de lado los egocentrismos, las peleas de poder que nos carcomen (Mr. 10:37), las aspiraciones populistas y la argumentación vacía de amor. Debemos migrar de la cultura de la plataforma y el evento a la cultura del sacrificio y, del activismo eclesial al activismo encarnacional del amor y la compasión de Jesús.

 

[1] Stott, J. (1978).“Contracultura cristiana, el mensaje del Sermón del Monte”. Buenos Aires. Ediciones Certeza, p.239.

[2] González, J. (1997). “Historia del Cristianismo, Tomo I”. USA. Editorial Unilit, p. 52.

[3] Michael Green. “La evangelización de la iglesia primitiva”. Tomo V, pp. 14,31.

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