Purificando el templo
Aquello que a nuestro Señor indignó al extremo de actuar en forma dura es hoy motivo de indignación y dolor para Él: hay cambistas entre nosotros.
27 DE NOVIEMBRE DE 2022 · 08:00

Ya en la empedregada ciudad, llena de angostas calles y a un paso no muy apurado se observa a Aquel que dividió la historia en dos mitades, en antes y después de Él.
Como era la costumbre del Maestro, se dirigió al templo. Habidas cuentas era Su templo. Era ese lugar donde tantas veces había visitado en forma de nube de gloria. Aquel lugar que una vez estuvo tan lleno de la gloria suya que los sacerdotes no podían ministrar por causa de Su omnipotente presencia. Él que tantas veces había llenado el templo con Su Shekinah, hoy veía con dolor y rabia en qué lo habían convertido.
La comparación fue dura. El símil aplicado por el Príncipe de la Palabra era exactamente como lo veía Dios. «Mi casa es casa de oración; mas ustedes la han hecho cueva de ladrones», fue la sentencia. Pero Él estaba decidido a que aquella realidad cambiara. El cambio no consistía solo en derribar mesas y destruir jaulas. No. El cambio ya se había venido operando, porque quien estaba lleno de dolor no habitaba ya ese templo como en su gloria pasada.
Ahora Él era el Tabernáculo de Dios entre los hombres. «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14).
Y esto de que habitó qué es si no que Dios mismo puso tienda entre los hombres, su majestad y grandeza escogió habitar en tiendas, en cuerpo humano frágil. Tan frágil como las paredes del antiguo Tabernáculo dado a Moisés, el cual también era llevado de un lugar a otro. Ni el Tabernáculo hecho en tiempos de Moisés, ni aun el mismo cuerpo del Maestro podían contener tanta gloria y grandeza.
Entrando al templo hecho de manos de hombres estaba Aquel de quien Dios dijo a David: «Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente» (2 Samuel 7:16). Jesús representaba la plenitud de Dios en la tierra, Él era el Templo de Dios entre los hombres. No uno construido con manos humanas, sino uno eterno. Sin embargo, Dios ha decidido visitar y habitar aquel templo de Jerusalén, será su trono por mil años, el hijo de David reinará en él.
Pero con su resurrección el Maestro envió la promesa del Padre, el Espíritu Santo, que habitara otro templo que Dios había prometido que construiría Él mismo, uno que el apóstol Pablo describió como «el misterio escondido de los siglos»: La Iglesia de Jesucristo.
Ella no solo es el pueblo de Dios, también es el cuerpo de Cristo. La Iglesia es el Templo universal del Señor y cada uno de nosotros, sus miembros, somos templos personales de Dios.
Lo que muchos de los profetas predijeron, a partir de Pentecostés fue una realidad, ¡Dios habita en cada hijo e hija suyos! «Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él» (Juan 14:23).
Años más tarde el apóstol Pablo recibió la revelación directamente del Señor, nos escribió: «están edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, cuya principal piedra angular es Jesucristo mismo. En Cristo, todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para llegar a ser un templo santo en el Señor; en Cristo, también ustedes son edificados en unión con él, para que allí habite Dios» (Efesios 2:20-22). Eso es la Iglesia. Eso somos tú y yo en el Maestro.
Aquello que a nuestro Señor indignó al extremo que le hizo actuar de manera dura, es hoy motivo de indignación y dolor para Él. Hoy también hay cambistas entre nosotros. En la actualidad se observa gente que comercia dentro del templo. Lo más doloroso es que lo hacen en el templo de Dios, en ellos mismos.
Los cambistas viven cambiando no solo monedas, sino la gracia, el poder y la santidad que Dios ha puesto en nosotros como Su templo, por cosas superfluas de este mundo, las cuales profanan el templo y colocan al Señor en un segundo lugar en nuestras vidas.
Los que comercian dentro de su propio templo, viven participando de las obras infructuosas de las tinieblas, viven sacrificando puercos en el altar de su corazón, emulando al impío rey de Siria Antíoco Epífanes, quien profanó el templo de Dios sacrificando animales inmundos. ¿Cuántas cosas inmundas sacrificamos los hijos de Dios en nuestro templo?
Ante esta situación que se viene repitiendo a lo largo de la historia de la Iglesia, el apóstol Pablo nos dice: «¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ustedes son ese templo» (1ª Corintios 3:16-17).
En la actualidad muchos templos tienen al Espíritu Santo contristado y colocado en un rincón, porque la presencia del pecado deliberado entre los hombres le ha puesto a un lado. Ya no brilla su gloria. Las tinieblas llenan esos templos. La presencia de cambistas y vendedores han usurpado el lugar de Dios. Hemos introducido ídolos en un lugar que Él santificó para sí mismo. Somos dignos de ser azotados y derribadas las mesas y rotas las jaulas que mantiene cautivo al Espíritu Santo.
Somos llamados a santificarnos en nuestro camino en pos del Maestro, la Biblia es clara en cuanto a las exigencias del Señor para nosotros: «No se unan con los incrédulos en un yugo desigual. Pues ¿qué tiene en común la justicia con la injusticia? ¿O qué relación puede haber entre la luz y las tinieblas? ¿Y qué concordia tiene Cristo con Belial? ¿O qué tiene en común el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo puede haber entre el templo de Dios y los ídolos? ¡Ustedes son el templo del Dios viviente! Ya Dios lo ha dicho: “Habitaré y andaré entre ellos, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”. Por lo tanto, el Señor dice: “Salgan de en medio de ellos, y apártense; y no toquen lo inmundo; y yo los recibiré. Y seré un Padre para ustedes, y ustedes serán mis hijos y mis hijas”. Amados míos, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, y perfeccionémonos en la santidad y en el temor de Dios» (2ª Corintios 6:14-18, 7:1). Punto. No hay más que agregarle a la Palabra de Dios. Solo obedecerla.
Él ya entró en nosotros, nos hizo Su templo. No podemos ir en pos del Maestro si no echamos de nosotros a los cambistas y vendedores de la carne. Sus promesas para los que se santifiquen son grandes. Cuando nos movamos en ese sentido los demás vendrán a ver cómo se manifiesta la gloria de Dios en nosotros y a través de nosotros.
Nuestras palabras acompañadas de nuestro testimonio harán que los demás admiren la autoridad y la unción que nos ha sido dada desde lo alto.
Publicado en: EVANGÉLICO DIGITAL - Clarinada venezolana - Purificando el templo