La posmodernidad y sus peligros

La única manera de impactar en lo público es saber vivir bien ante Dios, en lo secreto.

14 DE FEBRERO DE 2021 · 08:00

kurtdeiner, Pixabay,mural posmoderno, fachada posmoderna
kurtdeiner, Pixabay

Me propongo abordar un tema complejo en tres soliloquios -este sería el primero-: el de la posmodernidad. Quiero enfocar la reflexión no tanto hacia una definición de lo que es posmodernidad, sino hacia los peligros que entraña una época tan enigmática como la presente.

Decía Mario Perniola1 que una "sociedad en la que nadie sabe ya qué es lo que realmente sucede, en la que resulta imposible calcular exactamente el precio de la producción de quien sea, en la que la incertidumbre está organizada en todos los ámbitos", no puede ser definida como una sociedad del secreto, “pues esa es, en realidad, una sociedad del enigma”.

Efectivamente, vivimos un tiempo enigmático; y es que una de las características de la posmodernidad es un predominio de las preguntas sobre las respuestas.

En mis artículos no solo pretendo que nos enfrentemos a los peligros, que analizaré muy de soslayo. Quiero aportar soluciones sencillas y bíblicas para, de este modo, no contribuir a ese clima de confusión que impregna esta era; más bien, distanciarme del sentir del mundo presente y ayudar a anclarnos en los valores del reino eterno. Desde allí será mucho más fácil servir a nuestra propia generación.

No me gustaría ser parte del problema, sino de la solución. Por eso me emociona lo que se dice en Hechos de David, casi a modo de epitafio: “Porque David, después de haber servido a su propia generación según el propósito de Dios, durmió...” Hechos 13:36.

Para servir a nuestra generación debemos entenderla, y no perder de vista el propósito de Dios, es decir, el por qué el Señor nos tiene aquí para traer el evangelio eterno e inmutable a una sociedad cambiante y confundida.

 

Algunas características

Son muchos los pensadores, artistas y autores que hablan ya de una postposmodernidad o metamodernidad. Creen que lo que surgió en los años 30, como una reacción frente al modernismo, ha dado paso a otra época que ha superado la posmodernidad. Pero es indudable que los elementos de la posmodernidad están presentes hoy, aunque sigan evolucionando con las modas y los distintos comportamientos del hombre.

Las cuestiones fundamentales que plantea el tránsito hacia lo posmoderno en las sociedades contemporáneas son:

  • El predominio del consumo como algo prioritario. Esto lleva a hablar de la cultura del consumo como la cultura de la posmodernidad.
  • La estetización de la vida. Es decir, la vida misma como obra de arte.
  • El auge y protagonismo de las nuevas tecnologías que, aplicadas al campo de la información y la comunicación hacen que sea posible describir esta sociedad como la Sociedad de la Información.
  • Y la búsqueda de nuevas experiencias. Lo que se denomina la Sociedad del Entretenimiento.
  • Jameson2 , dentro de la caracterización de la posmodernidad, añade dos aspectos esenciales:
  • La transformación de la realidad en imágenes. Abundaremos en ello en este y otros soliloquios.
  • Y la fragmentación del tiempo en presentes perpetuos. Todo es presente, por ejemplo, en los medios de comunicación.

Según Perniola1 la experiencia del presente sería la única dimensión temporal: "La actualidad se acompaña con una impresión de déjà vu, de aburrimiento, de narcosis... Hay una especie de pérdida de continuidad histórica; la desaparición de la sensación de pertenecer a una sucesión de generaciones".

Por otra parte, el sociólogo y filósofo polaco, Zygmunt Bauman, enfrenta lo sólido de la modernidad con el concepto líquido de la posmodernidad. Bauman señala que la modernidad sólida ha llegado a su fin. La modernidad persistía en el tiempo, y era posible establecer raíces ideológicas y espirituales que generaban confianza de pertenencia, de identidades colectivas. En cambio, lo líquido es informe, se transforma constantemente: fluye, cambia, se mueve. Bauman dice que "estamos condenados a vivir en la incertidumbre permanente".

En fin, no pretendo extenderme a la hora de describir la posmodernidad, ya que, al hablar de sus peligros, indirectamente, la estaremos examinando. Empiezo, sin más, con dos peligros en este artículo: el de interpretar en lugar de vivir; y el peligro de temer al silencio.

 

El peligro de interpretar en vez de vivir

“Tal vez nos estamos alejando cada vez más de la realidad natural, adentrándonos en una realidad cultural, inventada y artificial”. Esta cita de Castells3 describe el sino de este tiempo. También Debord4 apuntó a una espectacularización de la vida posmoderna en general; la tendencia de ir hacia una especie de simulacro de lo real. Baudrillard5, en Cultura y simulacro, afirma que la característica de nuestro tiempo es la producción y reproducción de lo real, lo cual difiere de la propia realidad.

¿Vivimos, pues, un simulacro? Baudrillard concluye que sí; que la cultura del simulacro en la que nos movemos provoca que "lo real se confunda con el modelo” y nos sumerge en la hiperrealidad con dos componentes esenciales: la hipervisibilidad y la espectacularización. Todo está excesivamente expuesto –hipervisibilidad- y estamos tentados a hacer de todo un espectáculo -espectacularización-.

La modernidad se caracterizó por la interioridad de la experiencia y por el protagonismo de la actividad en sí. Pero se ha pasado, en la posmodernidad, a una forma de sentir externa y pasiva. Según Mario Perniola, del hombre-máquina al hombre-vídeo, es decir, la misma realidad humana “abierta de par en par hacia el exterior y dedicada al ejercicio infinito de la reproducción mimética".

Podemos caer en el peligro de vivir para mostrar; de no disfrutar de lo que hacemos porque estamos tan concentrados en interpretar un papel frente a la cámara del smartphone o del pc que ya no estamos haciendo para vivir, sino para interpretar una vida. Los influencers, los streamers, youtubers, instagramers, son todo un modelo para las nuevas generaciones. Y un modelo que en muchos casos triunfa. Eso puede provocar que otras personas los quieren imitar y se sumen a esa necesidad de mostrar. Incluso, de hacer para mostrar. En definitiva, que nuestra vida esté expuesta, constantemente exhibida, y se convierta en una vida simulada y no realmente vivida.

 

¿Cómo combatir esta tendencia?

Pablo dijo que los apóstoles eran un espectáculo para el mundo (1 Cor. 4:9); Jesús vivió ante las multitudes y era contemplado por los ángeles (1 Tim. 3:16); la epístola de Hebreos nos insta a que corramos la carrera, conscientes de que estamos ante una gran nube de testigos, y que nos contemplan como en un gran estadio (Heb. 12:1). Pero no vivimos para ellos: ni para el mundo ni para los ángeles ni para los espectadores celestiales –o terrenales-. Debemos vivir para Dios; y bajo sus ojos que nos miran constantemente. ¡Queremos agradarle a Él!

La única manera de impactar en lo público es saber vivir bien ante Dios, en lo secreto (Mateo 6:4, 6 y 18). Sabernos ocultar y tener tal amistad con el Señor y tal calidad de vida abundante, de vida real, que si cualquier cámara nos capta lo que se vea sea un reflejo de Cristo (Gálatas 2:20).

Es inevitable estar expuestos; ser observados; vivir bajo escrutinio; tener una vida mediática y pública... Pero no debemos confundir el orden de los factores. En este caso, sí que altera el producto. Buscamos el aplauso del Cielo; la sonrisa de nuestro Padre; el agrado de Jesús; que el Espíritu Santo esté feliz viviendo en nosotros y con nosotros. Si eso provoca un efecto de visibilidad hacia la sociedad, estaremos mostrando, no un simulacro, sino una evidencia: la evidencia de una fe vivida desde adentro hacia afuera.

 

El peligro de temer al silencio

Jesús González Requena6 analizó en su estudio, El discurso televisivo, todo un producto de la posmodernidad. Allí se nos ofrece una radiografía de la ideología que guía la práctica del discurso televisivo. El espectáculo -algo muy barroco- subyace y domina el panorama televisivo.

González Requena llega a la conclusión de que el discurso televisivo produce un gran “valor”: el narcisismo. Y que el espectador cae en la autofascinación especular: el espejo narcisista es un punto de llegada y sus consecuencias son el individualismo, la acumulación, el look, el light, el diseño, la seducción o el placer. Quedarían relegados a un segundo lugar los “contravalores” como el esfuerzo, el trabajo, el sacrificio, el compromiso, la verdad, la ley, la demora del placer...

Lo que Jesús González describía en el 1988 aparece hoy potenciado ampliamente con la llegada del Internet y de las redes sociales.

Una frase demoledora de González Requena nos sitúa en el peligro que queremos tratar: el temor al silencio. “En el espacio fracturado, esquizoide, de la posmodernidad, los medios de comunicación de masas, bajo la cobertura de un simulacro de comunicación, y bajo el incentivo seductor del espectáculo que construyen, terminan por convertirse en generadores de ruido incesante con el que el sujeto pretende tapar la emergencia de lo real. El silencio parece producir pánico al sujeto posmoderno”.

Así, lo que realmente importa no es decir algo, sino mantener el contacto diciendo cosas y, de esta manera, rentabilizar el acto mismo de decir. Lo que se olvida, después de todo, es algo tan sencillo como esto: que para que la comunicación pueda conservar su digno nombre lo importante es tener algo -necesario- que decir y decirlo, solo, cuando es necesario. O, en otros términos, “que solo el silencio dota de sentido y de espesor a la palabra”.

En mi caso, como comunicador, constantemente me pregunto esto: ¿Tengo que decir algo o tengo algo para decir? Reflexiono –y en mi soliloquio lo hago en voz alta para que tú medites también- ¿es la simple necesidad de llenar un tiempo y de que no haya silencio?; o, por el contrario, ¿es decir algo porque toca decirlo y porque debe ser dicho? El consejo de Jeremías a los profetas resuena diariamente en mi interior: “Pero si ellos hubieran estado en mi secreto, habrían hecho oír mis palabras a mi pueblo, y lo habrían hecho volver de su mal camino...” Jeremías 23:22.

Por otra parte, estoy más consciente que nunca de la economía de las palabras. Si se puede decir en cinco no es necesario emplear diez. Si mi mensaje es de media hora no tengo por qué ocupar una hora. Y si no es mi turno para hablar lo mejor es callar.

La cultura de la meditación, de la reflexión o del silencio parece algo meramente oriental; de culturas asiáticas. Pero otro oriental lo enseñó -en este caso, un judío- Jesús. Y nuestra Biblia lo recomienda constantemente.

Debemos vivir conscientes de que un día no solo daremos cuenta de lo que hayamos hecho. Estaremos ante el trono de Dios y también seremos recompensados o reprendidos por lo que hayamos hablado y pensado. “Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio” Mateo 12:36.

No temamos al silencio. Huyamos del ruido. Demos lugar a pensamientos de bien y a palabras de gracia. Que cuando un hijo de Dios hable –sea en un medio de comunicación, en una red social, o interpersonalmente, con palabras o en texto- los demás callen porque saben que esa voz merece la pena ser oída. Prestemos nuestra boca al Santo Espíritu. El mundo posmoderno necesita escucharlo.

En el próximo soliloquio abordaré estos otros dos peligros: el peligro de la disfunción narcotizante; y el peligro del gusto por la intimidad ajena y la morbosidad.

 

1. Perniola, Mario (2006). Enigmas. Egipcio, barroco y neo-barroco. Cendeac: Murcia.

2. Jameson, F (1987). Revisando el postmodenismo: una conversación. Texto Social, 17 (otoño).

3. Castells en Ballesta Pagán, Javier (2009). Educar para los medios en una sociedad multicultural. Barcelona: Editorial Davinci.

4. Debord, G (1967). La sociètè du spectacle. Champ Libre.

5. Baudrillard, J (1978). Cultura y simulacro. Editorial Kairós: Barcelona.

6. González Rquena. J. (1988). El discurso televisivo. Ediciones Cátedra: Madrid.

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