Siete Oscar para Oppenheimer

Entre la asfixiante dictadura de lo “políticamente correcto” –que obliga a incluir toda diversidad de raza, género y orientación sexual– vemos por fin una obra adulta.

Protestante Digital · 12 DE MARZO DE 2024 · 08:00

El problema que plantea 'Oppenheimer' es el dilema mismo del perdón.,Oppenheimer Oscar
El problema que plantea 'Oppenheimer' es el dilema mismo del perdón.

Hacía tiempo que los Oscar no premiaban una película tan sólida como OppenheimerEn medio de tantas consignas y la cada vez más asfixiante dictadura de lo “políticamente correcto” –por la que cada obra tiene que representar toda diversidad de raza, género y orientación sexual–, por fin asistimos a una obra compleja y adulta, que no se puede reducir a los simplistas esquemas a los que parece habernos condenado el victimismo últimamente. 

La obra de Christopher Nolan es un auténtico prodigio cinematográfico, perfectamente ensamblado, que hace que se pasen tres horas sin darse cuenta, ante el único espectáculo de continuas conversaciones que despiertan una creciente curiosidad, aunque no tengas la menor idea de ciencia. Su obsesión por lo analógico y el perfeccionismo con el que aspira a imitar a su maestro, Stanley Kubrick, nunca le han dado tan buenos resultados como en esta película, una verdadera obra maestra.

Su intrincado experimento visual y narrativo no tenía nada que temer al vacuo entretenimiento ambiguo de la Barbie de Greta Gerwig, justamente olvidada en esta edición de los Oscar, donde cada vez pesa más la creciente presencia extranjera en la Academia, algo inmune a las modas que han prevalecido en Hollywood últimamente. Ni la directora, ni sus protagonistas, han recibido ningún premio por la película que arrasó este verano en Estados Unidos.

 

Enigmática figura

No se me ocurre un actor mejor para interpretar a Oppenheimer que el irlandés Cillian Murphy, no sólo por su delgado cuerpo, sino por ese aspecto camaleónico con el que se confunde con sus personajes. La enigmática figura del “padre de la bomba atómica” tiene algo de ese carácter extraño e inasible con el que encarna siempre el actor sus papeles. Rodeado de científicos, militares, políticos, esposas y amantes, su identidad parece que se pierde en un destino trágico, digno del mito al que hace referencia la obra en que está basada fielmente la película, el magnífico libro de Kai Bird y Martin Sherwin, que le presenta como Prometeo americano.

Nacido en 1904, en una próspera familia judía de origen prusiano en el ambiente liberal de Nueva York, coleccionista de arte y sin práctica religiosa. Tiene una vida promiscua, pero interesada en la literatura y el misticismo, bastante inconsciente del mundo que le rodea hasta los años 30. Su educación en la Escuela de la Sociedad de Cultura Ética, al lado de Central Park –donde tanto predicó Tim Keller–, le lleva a estudiar química en Harvard. Su paso por la universidad de Cambridge es tan traumático como refleja la película, ya que tiene tan mala relación con su tutor, Patrick Blackett, que efectivamente intentó envenenarle, según su amigo Francis Fergusson.

Como tantos judíos americanos, Oppenheimer tiene una clara inclinación por la izquierda, aunque nunca llegó a ser miembro del Partido Comunista, como su esposa. Es curioso que la fascinación que produce en la América conservadora protestante el judaísmo, va acompañada de una orientación política radicalmente opuesta, ya que la mayoría de los comunistas americanos son judíos. Tienen esa conciencia social y colectiva del Antiguo Testamento, por la que Oppenheimer distribuye la enorme riqueza que hereda con su hermano entre todo tipo de causas humanitarias, en vez de dejarla como la mayoría, a sus hijos.

Siete Oscar para Oppenheimer

Hacía tiempo que los Oscar no premiaban una película tan sólida como Oppenheimer.

Padre de la bomba atómica

Tras su doctorado en Alemania, con el estudioso de la energía atómica Max Born, Oppenheimer enseña en la universidad californiana de Berkeley, no en Princeton, como sugiere la película al encontrarse con Einstein. Es después de Los Alamos, que va allí, donde Einstein trabaja bajo su supervisión. El proyecto Manhattan nace en Nueva York, como su nombre sugiere, pero se extiende a otras localizaciones, como Los Alamos en Nuevo México. El presidente Roosevelt lo llama para dirigirlo, después de unirse ya al proyecto en la Gran Manzana. 

La utilización de la bomba que había desarrollado en Hiroshima y Nagasaki despierta en él unas dudas que le llevan a oponerse a la bomba de hidrógeno y la proliferación de armas nucleares en la “guerra fría” con la Unión Soviética. Pasa entonces con el presidente Truman de ser un “aliado” a un “enemigo”. Atormentado por la culpa, cree, con las palabras del Bhagavad-Gita, que se ha “convertido en la muerte, el destructor de mundos”. Al entrar en “la lista negra”, tiene que dejar la investigación, no siendo rehabilitado hasta la llegada del presidente Kennedy, poco antes de que muriera de cáncer en Princeton en 1967. 

Si bien la energía atómica es una de las más “limpias” que existe, su efecto devastador es evidente, como demuestra su uso en Hiroshima y Nagasaki. Su explosión no trae inmediatamente el final de la Segunda Guerra Mundial, como Oppenheimer esperaba. Japón no se rinde. Sin embargo, la “guerra fría” no llega a estallar por el efecto disuasorio que produce la posible utilización de semejantes armas de destrucción masiva. Oppenheimer era un físico teórico. Tenía que experimentar para conocer el riesgo que podía traer la utilización de esa energía. Al hacer estallar las bombas, muchos temían que podía destruir el planeta entero. 

 

Pasión prohibida

Su relación con la psiquiatra judía comunista americana Jean Tatlock me parece fascinante. Hija de un profesor de literatura de Berkeley, mantiene una pasión por Oppenheimer, a pesar de su orientación bisexual y el matrimonio del científico con otra mujer. Él conoce en Berkeley a una estudiante comunista llamada Katherine Puening –él la llamaba Kitty y a él le llamaban Oppie desde que en la universidad holandesa de Leiden le empezaron a llamar Opje–, divorciada dos veces y con una pareja muerta que tuvo entre medio, luchando por el comunismo en la guerra civil española. Oppenheimer mismo apoyó la causa republicana contra el ejército de Franco.

La relación de Oppenheimer con Tatlock se mantiene hasta que ella se suicida en medio de una grave depresión. La noche que pasaron juntos en San Francisco –clave en el proceso que sufre el científico en la “caza de brujas” por la investigación del FBI acerca de posibles secretos que hubiera pasado a Rusia– no fue en el hotel Fairmont de la película, sino en el apartamento que ella tenía en Telegraph Hill, al lado de la torre de Coit, donde murió. En mi pasión por la historia de esa ciudad, he visitado ambos sitios, cuando estuve en la universidad jesuita. 

Tatlock introduce a Oppenheimer en la poesía del predicador y poeta puritano John Donne. Uno de cuyos versos da nombre al primer experimento nuclear, Trinidad, por la devoción de Donne al Dios en tres personas. En la película se ven dos imágenes de la muerte ahogada de Tatlock. En una aparecen unas manos con guantes negros empujándole la cabeza dentro de la bañera. Viene por la “teoría conspiratoria” de que fuera muerta por agentes del servicio de inteligencia americano. Aparece así también en la serie Manhattan.

 

El problema del perdón

Cuando Kitty descubre que Oppie mantenía relación con Tatlock hasta su muerte, él aparece conmocionado, pero su esposa le dice en la película: “No puedes cometer un pecado y esperar que los demás tengamos compasión por ti”. El problema que plantea Oppenheimer es el dilema mismo del perdón. El científico es un judío no practicante, fascinado por la espiritualidad hindú, que no tiene una esperanza de redención que traiga la absolución de su pecado. No hay penitencia alguna que le pueda traer el alivio del perdón. 

Su legado, por un lado, nos advierte de lo que C. S. Lewis llamaba en La abolición del hombre, el peligro del “cientifismo”, la idea de que la solución para los problemas del mundo está en el desarrollo científico o tecnológico. Como dice el profesor de Nueva York, Neil Postman, “una nueva tecnología a veces crea más, que lo que destruye; otras, destruye, más que crea; pero nunca actúa en una sola dirección”. Como dice Postman, “la tecnología tiene siempre consecuencias impredecibles, ya que no está claro al principio, quién o qué va a ganar, o quién o qué va a perder”.

La magistral película de Nolan muestra el desafío moral de nuestros actos, sean a nivel personal como social. Nos da ejemplos de decisiones que tienen un extraordinario efecto en la vida y en la historia. Lo que nos muestran es nuestra debilidad. Podemos ser poderosos y brillantes como Oppenheimer, pero débiles y necios en nuestras opciones.

 

¿Futuro incierto?

Cuando el general, que interpreta sorprendentemente Matt Damon, le pregunta al equipo científico cuáles son los riesgos, le dicen que “casi cero”. El militar exclama: “¡Sería bonito que no hubiera ninguno!”. ¿Cómo calcular los riesgos, cuando hay mucho en juego? La lógica de Oppenheimer es: “No sé si se nos puede confiar tal arma, pero sé que a los nazis no”. Cree que “no tenemos otra opción”. Por la Gracia de Dios y quizás, contra toda probabilidad, las armas nucleares han tenido un efecto disuasorio hasta ahora. 

En un sentido, Oppenheimer es una película de terror. Al ver la reacción que tan poderosamente transmite Gary Oldman como el presidente Truman, uno no tiene mucha confianza en lo que los poderes de este mundo pueden hacer con semejantes armas. Orgulloso y simplista, belicoso y ambicioso, da miedo estar en tales manos. El político no soporta el sentimiento de culpa del científico, pero visto el carácter moral de Oppenheimer, tampoco puedes confiar en su fidelidad. Te horroriza la capacidad de decisión que tienen personas tan débiles. Cuando discuten dónde tirar la bomba, el “secretario de guerra” dice que en Kioto no, porque es una “bonita ciudad” donde pasó la luna de miel. Y detrás de la “paranoia comunista” está la mezquindad de personajes como el de Robert Downey Jr. (Lewis Strauss), orgulloso, cínico y resentido. Los mayores ideales políticos están corrompidos por nuestra miseria humana.

La Escritura no tiene respuestas simples a cuestiones tan complejas como estas, pero nos muestra que Dios no ha abandonado Su Creación (Mateo 5:49b; 5:25-34). El Señor tiene control del mundo. Hay un final para este tiempo, pero es Él quien determina la hora. Y debemos vivir a la luz de ese día (2 Pedro 3). 

Aunque no nos enfrentemos a cuestiones éticas de las dimensiones de Oppenheimer, no tenemos la garantía del resultado de nuestras decisiones en nuestro trabajo, vida personal y opciones políticas. Fácilmente somos llevados por la ambición, el miedo y la necedad. Somos como “vasijas de barro” (2 Corintios 4:7). ¿Quién es capaz para esta tarea (v. 16)? Nuestra esperanza está en el poder de Dios, no en nosotros. Por eso, ¡no desmayemos! (v. 1, 16).

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